ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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A Jesús, el mayor, le regalaron una Raleigh y a Pedro Pablo una Humber. Eran nuevas, lo que no dejaba de tener cierto efecto en mí y el menor, Edgardo, porque las nuestras eran de segunda mano. Carlota, un año exacto mayor que yo, no tenía bicicleta, no sé si por ser niña o porque no le interesaba.

En realidad las bicicletas eran parte natural de la vida de Maracay en ese tiempo y para nosotros o cualquier niño o joven adolescente figuraban como una especie de muestra de que se podía ser merecedor de confianza. Y como eran tiempos en los que el crimen no imponía su ley, era posible para un niño pasearse por toda la ciudad. Los «repartidores» de abastos, o cualquier comercio al detal usaban la bicicleta, que se llamaba entonces «de reparto» y tenía una cesta sobre la rueda delantera que era de menor diámetro que la trasera. Por supuesto que el sol, en clima tropical húmedo como el de Maracay y casi todo nuestro territorio, podía ser un problema, pero los carritos de helados por ejemplo, sobre tres ruedas, contaban con una sombrilla.

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Vivíamos del lado de la calle asoleado en las tardes, el Oeste. Porque el damero histórico estaba orientado, como siempre según las Leyes de Indias, en sentido franco Norte-Sur y nuestra calle, López Aveledo, era Sur-Norte, casi llegando a la Ave. Bolívar. La acera era muy estrecha y cruzarse con el que venía obligaba a estar atento.

La fachada quedaba pues a merced del sol más caliente, obligando a cerrar las ventanas de la sala, que era el ambiente más caluroso de la casa. Pero ya más adentro la orientación no importaba tanto porque los techos alrededor de los patios y las medianeras lo controlaban de algún modo cualquiera fuese el sentido de la calle. Una razón por cierto para que hoy exploremos ese tipo arquitectónico en la vivienda popular, asunto que no se ha hecho como tantas cosas que no se han hecho.

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Era en la sala donde con mi hermano Edgardo planeábamos los paseos en bicicleta de los fines de semana por la ciudad y hasta dibujábamos un planito. Hacia el Sur íbamos poco porque la ciudad se disgregaba; hacia el Oeste quedaba el Limón y empezaba la cuesta para subir a Ocumare de La Costa. Hacia el Este quedaba Turmero que era demasiado apartado para lo que nos permitían y para el Norte el Circo de Toros, la urbanización Calicanto con calles de granzón hasta llegar a la carretera de Las Delicias terminando en el Zoológico, zona algo más alta, de mejor clima y mucha sombra, trayecto que era nuestro preferido. El límite era la cuesta de La Macarena (una casa de Gómez), que era demasiado fuerte (debo haberla subido sólo un par de veces), pudiendo seguirse hacia El (Río) Castaño y sus pozos para bañarse, o tomar la carretera que subía en dirección al lejanísimo Choroní.

Al salir de esa sala había un corredor que abría hacia un patio que debía estar sembrado de verde pero que en esa casa, por las típicas razones «prácticas», estaba pavimentado de mosaicos y reflejaba demasiado el sol. Cerrando ese primer patio hasta la medianera había un espacio techado que hacia adentro se orientaba a un segundo patio a su vez limitado por las dependencias del fondo, comedor, cocina y servicios. Era un ambiente abierto protegido con persianas de sol y lluvia que se recogían a voluntad. Un verdadero «espacio intermedio» de esos indispensables para el modo de vivir tropical, sobre lo cual hablo a los estudiantes cada vez que puedo.

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He descrito una casa como muchas de nuestro pasado urbano, no tan lejano. Tal vez la nuestra se diferenciaba porque se le había agregado una segunda planta en el cuerpo del fondo, pero en lo fundamental era la misma de toda la manzana y de todas las demás manzanas. Y eran vivibles, agradables no sólo en el recuerdo. Pero como siempre ha sido en este lugar del mundo, la atracción de lo «moderno» impulsó a buscar otros modos de vida mucho menos favorables, congelados además por unas ordenanzas de construcción superpuestas, originadas en otras partes y promotoras de cosas equivocadas.

Una muestra de eso es la ordenanza de principios del siglo veinte que prohibió los aleros hacia la calle, buscando, precisamente, un aspecto más moderno, menos pueblerino, que se impuso en todas las ciudades grandes del país. Se salvaron sólo, menos mal, los pueblos. Porque el alero era bueno, muy bueno. Protegía del sol la fachada y proporcionaba abrigo de la lluvia al peatón.

El muro de la fachada subía entonces por encima del techo (hasta 4 metros o más), se remataba con cornisas y en algunos casos subía más para realzar el acceso al zaguán. Se creaba un problema con la recogida de aguas que obligaba a poner unas gárgolas de hierro fundido cuyo chorro agregaba problemas al peatón durante las lluvias. Y las fachadas Oeste herían la vista a las tres de la tarde. Todo peor.

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Los patios internos recogían también los ruidos de las casas vecinas e incluso de las de la manzana. Pero eran ruidos atenuados, no trasmitidos por las medianeras que en general eran de mampostería gruesa con gran inercia acústica. Pero podía haber molestias si la contigüidad era con comercios de techo alto como era nuestro caso en dirección a la esquina de la Ave. Bolívar. Allí en el patio habían construido un galpón alto y el techo abocinaba el ruido hacia el nuestro. Oíamos las distintas canciones de moda a volumen alto, como «La Múcura» o «María Cristina» y una muy curiosa que radiaban seguramente a mediados del 45: «Pin, pin, cayó Berlín, pon, pon, cayó el Japón…».

Pero de noche había silencio y sólo rumores. Como los lamentos de una señora gravemente enferma en alguna de las casas lejanas. De cáncer se nos decía. O los ruidos más distantes pero intensos de cuando se incendió la Catedral, una de cuyas naves se desplomó totalmente ante la desesperación del Padre Cabrera. O peor, los tiros de la noche del 18 de Octubre de 1945, otra de nuestras revoluciones salvadoras. Todavía recuerdo el estruendo mientras trataba de dormir, en el cuarto que compartía con Edgardo, junto a la sala. Estruendos de la barbarie…

BICICLETAS

Oscar Tenreiro

Publicado en el diario TalCual de Caracas el 28 de Noviembre de 2014)

El Maracay de mi niñez era una ciudad para andar en bicicleta. A mí a los casi doce años me regalaron una usada, que había sido del radiotécnico que trabajaba en el negocio de mi padre, representación de Philco, Dodge, etc, en la Avenida Bolívar, a cuadra y media de la Plaza Girardot. Local modesto como todo en esos tiempos, destinado a la quiebra porque Chucho, así le decían sus amigos a papá, no había nacido para ser comerciante: demasiado franco, incapaz de engañar (aunque fuese a medias) a nadie. La bicicleta, marca Raleigh, costó 150 bolívares. Estaba en muy buen estado pese a que la pintura no recuperaba el brillo cuando la enceraba cuidadosamente una vez al mes. Yo era alto para mi edad y la bicicleta (de las que llamaban de paseo para diferenciarlas de las de carrera, las italianas, con engranajes de marcha variable) era de adultos, con un asiento que me parecía cómodo y que hoy sería demasiado grande y pesado (los asientos de las bicicletas de hoy son para fundillos de hierro). A mi hermano menor, Edgardo, le habían regalado una más pequeña y nos hicimos compañeros de recorridos y exploraciones por la ciudad.

Poco supervisaba mamá nuestras andanzas pese a que éramos niños (mi hermano 11 y medio, yo uno más), la ciudad era segura con poco tráfico. Era posible recorrerla en casi toda su extensión saliendo desde donde vivíamos, casi en el centro geográfico del casco a una cuadra de la Plaza Girardot y la Catedral y su párroco, manso y anciano, el Padre Cabrera. De noche salíamos con luces conectadas a un dinamo movido por la rueda. Así podía trasladarme después de cenar a las clases nocturnas de Cívica y Aritmética en casa el profesor García, quien olía a licor fresco.

II

Ese valle muy plano donde está Maracay era pues y sigue siendo, lugar ideal para bicicletas. Para trasladarse al trabajo se usaba masivamente. Tengo vívida la imagen del estacionamiento abarrotado de bicicletas de los obreros y empleados menores que había fuera de la recién terminada planta textilera de la Sudamtex, en los suburbios de la ciudad; aparte de que en todos los sitios de trabajo y locales comerciales había espacios destinados a aparcar las bicis.

En resumen puede decirse que a la luz de los esquemas de hoy Maracay era una ciudad pionera, ya que un porcentaje muy alto de sus habitantes utilizaba la bicicleta, como que si se tratara de Amsterdam o del Beijing de hoy.

Pero siendo la bicicleta parte de la historia reciente de la ciudad, a ningún gobernante se le ha ocurrido utilizar esa tradición y fomentarla. Algo que en estos tiempos de altos costos de la gasolina (que tarde o temprano, más allá del populismo, nos impactarán con fuerza), tiene todo el sentido posible. Hasta el Ausente habló de la bicicleta y varios de los de su camarilla se hicieron lenguas del tema; pero como ha ocurrido con todo lo del Régimen, el tema se evaporó apenas dejó de ser novedad.

Utilizar y fomentar esa tradición querría decir diseñar, habilitar, construir en caso necesario, custodiar y mantener circuitos exclusivos para bicicletas, lo cual podría incluso estimular, en una Venezuela no poseída por el crimen, el negocio de alquiler que existe hoy en día en muchas ciudades del mundo. Porque además de Maracay, casi todas nuestras ciudades interioranas tienen condiciones muy favorables para el uso de la bicicleta, sin pasar por alto un caso emblemático que sería el de Margarita, donde, hasta donde sabemos, a nadie, sea del Régimen o de oposición, se le ha ocurrido que recorridos seguros en bicicleta serían un incentivo turístico. Porque quienes van a Margarita sin tener vivienda cerca de la playa están obligados a ir en carro, buscar lugar donde estacionar en improvisados y congestionados estacionamientos y sufrir los inconvenientes conexos, cuando sería perfectamente posible que la familia entera se moviera en bicicleta…usando circuitos protegidos. Aparte de que habría la posibilidad de hacer trayectos escénicos de larga distancia entre las distintas playas o hacia la extraordinaria naturaleza de Macanao.

III

Con lo cual llegamos a lo de siempre, al estancamiento (paralelo al de toda la sociedad) de nuestros políticos, que siguen actuando con los mismos instrumentos y apuntando hacia los mismos objetivos tradicionales sin voluntad real de salirse de los esquemas del populismo. Esto aparte de que mientras tengamos secuestrada la democracia como hoy ocurre, nunca va a ser posible poner en práctica planes de acción pública realmente modernos.

Por esas razones es que el uso de la bicicleta como respuesta para un transporte personal económico y eficaz, respetuoso del ambiente y al alcance de las mayorías ha adquirido un falso cariz utópico en un país con una mayoría de ciudades donde podría tener uso intensivo. Y así se ha adueñado de la escena de una manera completamente natural la motocicleta, ayudado por la gasolina regalada, por su condición de vehículo rey que no respeta regulación alguna y ejerce una especie de dictadura sobre todos los demás. Ruidosa, con una imagen ominosa como apoyo de un enorme porcentaje de los crímenes a mano armada en zonas urbanas; y lo que es peor, causa de escalofriantes estadísticas acerca de personas incapacitadas por accidentes, sobre todo en el área metropolitana de Caracas, ciudad que por su topografía impone su uso como opción económica frente al automóvil. Desde el sector médico se habla de estos accidentes como de un problema de salud pública; y hace poco la Defensoría del Pueblo, apéndice oficialista, organizó una manifestación en plan de alarma ante el número de niños y adolescentes que pierden la vida usando motocicletas. Irónico que ellos mismos se tropiecen con la sordera del Régimen

«Familia con bicicleta» (1970-71), de Cornelis Zitman

Familia y bicicletas-Zitman