ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro

Este próximo Domingo comenzará una nueva etapa en la vida del país donde nacimos y hemos vivido. Y uso esta expresión y no la de simplemente Venezuela, precisamente por una de las consecuencias de la pesadilla política que nos aqueja desde hace nada menos que diecisiete años. La de perder en cierto sentido la noción de que vivimos en un país que consideramos el nuestro y al cual estamos unidos por una historia personal.

Y es que una de las tareas de quienes dirigen el Estado venezolano actual ha sido la de darle forma a un país en cierto modo virtual, el que encaja en las categorías por ellos creadas, distinto al mío y al de muchos, al cual agreden hasta unos extremos que, junto con la quiebra y la ruina general del país de todos, ha terminado por impulsar la emigración más importante de toda la historia republicana de Venezuela.

Y lo peor es que una buena parte de quienes han apoyado este proceso ruinoso y disgregador ni siquiera nacieron en este suelo o tienen apenas una generación ligados a él, razón por la cual, supongo, le tienen tan poco apego, para ellos significa poco y tal vez hasta lo ven con cierto resquemor u odio, como ha podido saberse de los protagonistas de las últimas tragedias terroristas internacionales respecto al país donde nacieron.

Y es a la fabricación de ese odio, a la construcción de una barrera entre dos mundos del mismo país, a lo cual se dedicó con ahinco, audacia apasionada ayudada por su personalidad de actor y mucha perversidad que habrá que suponer inconsciente, el líder ya fallecido de ese país inventado, al cual me resisto a mencionar por su nombre y caracterizo como El Ausente.

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Esa fue sin duda su obra más importante, tuvo la habilidad de usar ese recurso para defender su posición de poder y para unificar a quienes le siguieron y siguen aún sus enseñanzas: hay un país vil, terrible, retrógrado, ajeno a las verdaderas necesidades del pueblo y de los más humildes que se opone a los que son buenos, a los iluminados por mi presencia, a los que se empeñan en caminar conmigo.

Esa división revela su artificialidad muy fácilmente, pero tratándose de una construcción hecha para sostenerse en el Poder, para darle legitimidad moral, es imprescindible preservarla a toda costa. Si no creemos en la existencia de los malos, nosotros en el Poder no podemos ser los buenos, es así de simple el juego al que se entregó a fondo el dirigente mayor. Lo aprendió rápidamente cuando recién llegado al Poder enfrentó las primeras crisis. Era un hombre intuitivo y captó su enorme importancia para sostener lo que Enrique Krauze llamó delirio de Poder. Se trata, eso es lo dramático, lo que sorprende por lo elemental, de una simple coartada que sostiene la condición revolucionaria. Si se reconociera lo válido, lo positivo en el otro, esa condición revelaría su vaciedad. Y esa verdad universal, en el caso venezolano tiene un ingrediente especial y definitivo: la coartada fue construida en los años iniciales con abundancia de dinero. Con los respetabilísimos dólares petroleros. Una barrera inexpugnable que oculta la desnudez, que se cierra a la verdad, como sabemos del poder del dinero desde que el mundo es mundo. Hoy derribada por la realidad.

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Y hemos vivido todos estos años a merced de esa dualidad: somos los malos y nos dirigen, nos manipulan, nos atropellan, nos reducen, hacen por aniquilarnos, construyen sus triquiñuelas para mantenernos a raya, los buenos, los que están del lado correcto. Y así se justifican las peores cosas, las mayores incongruencias.

Así, por ejemplo, el Ausente atropelló a sus adversarios, ignoró las garantías democráticas, hizo mofa de los derechos humanos insultando a quienes desde fuera y desde dentro se lo reclamaron. Se enriqueció y junto con él toda su familia. Se enriquecieron sus amigos, sus allegados, se construyeron verdaderos imperios económicos, se rebosaron cuentas bancarias, se practicó un obsceno nepotismo desde una corrupción desenfrenada (de cotas altísimas en un país petrolero). Se fue incluso contra la lógica y la racionalidad porque los buenos pueden pasarse sin ella. Se recorrió el país una y otra vez anunciando empresas, obras, realizaciones grandiosas que al apenas arrancar fueron abandonadas. Y dádivas, dádivas, dádivas (sobró el dinero para ello) en todas las direcciones dentro y fuera del país. Las entregadas afuera de proporciones mayúsculas para garantizar lealtades y silencios (¡vergüenza para el liderazgo de Brasil, Uruguay, Argentina, Bolivia, Perú, Chile y hasta la Colombia reciente, que hicieron a sus países, o socios económicos del absurdo, o cómplices silenciosos y apaciguados!); las de dentro fabricadoras de lealtades afincadas en el privilegio.

Y al final de todo esto, en estos últimos tiempos escasez de alimentos, medicinas, artículos esenciales, escasez…. de todo, de todo, de todo; impresionantes índices de miseria general mientras con el sueldo de un profesor universitario sólo se compran veinte baterías para linterna; ciudad de crimen desatado (ayer asesinaron a un joven amigo aquí cerca de mi casa) donde el toque de queda lo impone cada familia. Un país arruinado por el desatino mientras algunos, los más importantes, siguen hablando de modo interminable de una revolución que no es sino un cascarón que los protege a ellos y sus leales.

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En lo estrictamente personal he podido vivir el impacto de la dualidad buenos-malos que fue bandera del Ausente y hoy pervive en sus seguidores.

Una persona que escaló las más altas posiciones del Poder revolucionario y había sido muy cercano a mis afectos y a mi vida en general, atrajo hacia el grupo de los buenos, con la irresistible carnada del privilegio, a muchas de las personas con las que desde las aulas universitarias habíamos alimentado proyectos de vida. Se convirtieron él y ellos en seres distintos, se hicieron buenos. Ya no tienen puntos de contacto con quienes somos muestras de lo peor de la realidad social venezolana. Nos transformamos para ellos en seres despreciables.

Es esa la más devastadora consecuencia de la separación artificial que exige la condición revolucionaria, la destrucción de la huella dejada por las experiencias de vida más entrañables sustituyéndolas por una armazón de prejuicios destinados a sostener en cada quien la nueva máscara. Que se promueve con la insistencia de la propaganda que circula por la hegemonía comunicacional del Estado y se apoya en la admiración, la devoción y el culto al Ausente dando forma a una larguísima cadena de desencuentros en todos los niveles sociales, residuo principal de estos diecisiete años.

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Y siguiendo en la tónica personal digo algo que he repetido con frecuencia en este espacio: nunca pensé vivir en este país una situación como la que hoy vivimos.

Un país, un mundo mío, del cual me declaro hijo agradecido por las felicidades que me ha deparado, y del cual nunca pensé emigrar, salvo alguna vez y fugazmente en mis veinte años. Porque desde muy niño me atrapó, me subyugó su geografía de un modo que podría llamar íntimo como cuando siendo muy niño me sentaba sobre las rocas de la parte alta de la punta de Ocumare de la Costa a contemplar el choque de las olas contra las agresivas capas laminares de piedra, la base de las montañas que vienen desde la Cordillera con su selva lluviosa, pensando en lo difícil que sería sobrevivir de su abrazo si caía allí en medio de la espuma. En esos momentos ensimismados, desde esa costa plagada de lugares casi paradisíacos, y luego, ya mayor, de las islas no tan lejanas que pude conocer bien, germinó la relación especial de amor con el mar que ocupó un largo período de mi vida llevándome, cuando el día a día me permite reconocerme mejor, a expresar agradecimiento por haber vivido esos momentos cuyo recuerdo mientras escribo aún me conmueve.

Y a esa vivencia de lo natural se juntaba el de la bonhomía de todas las gentes que allí conocimos, cuyos nombres me parecen hoy particularmente sonoros porque me llevan a reconocer la fisonomía de cada quien, su rostro, su actitud abierta y generosa, la significación que tuvieron en el niño que fui como figuras del afecto.

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Todos los venezolanos que nos hemos hecho personas al abrigo de esta tierra y de quienes la habitan tenemos recuerdos análogos al que recién describo. Todos hemos contemplado un cerro, una montaña, un llano, un árbol, un horizonte que pertenece al lugar donde nacimos. Y conocemos a su gente, las recordamos. No eran ellos malos y nosotros buenos, o a la inversa, a causa de la devoción a un personaje y su cortejo de seguidores empeñado en redimirnos de no sabemos qué. Eran amigos, eran coterráneos, cada uno en su lugar, cada quien dedicado a vivir en lo que sabía vivir. Es a eso a lo cual tenemos que remitirnos mientras aguzamos nuestra conciencia para conocer más, para no detener nuestra permanente labor de aprendizaje. Para llegar a hacer lo que creemos saber hacer, que es lo único verdaderamente legítimo que un Estado moderno, no concebido sobre prejuicios ideológicos sino empeñado en abrirle espacios a todos, debe tratar por todos los medios de preservar. Y eso nos dará la confianza de que tenemos la fuerza capaz para torcerle el brazo a los pillos o a los ciegos que han querido arrebatarnos lo que nos pertenece.

Y ya basta de malos augurios, fuera las ideas de que no entregarán, que nos cerrarán el paso. Todos somos buenos, eso es lo que importa.

El seis cerraremos un ciclo.

(Hacer los comentarios a través de la dirección otenreiroblog@gmail.com)