ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Por Oscar Tenreiro / 21 de junio de 2007

Siempre vi con desconfianza los intentos de definir “el arquitecto que Venezuela necesita” que se dieron en nuestra Facultad de Arquitectura de la UCV entre los sesenta y los setenta. Esos intentos definitorios tenían desde luego su raíz en la idea de planificación derivada del mundo soviético o chino, donde las regulaciones de la educación decían inspirarse en las grandes necesidades del pueblo. Sin embargo, quienes buscaban esa definición no eran comunistas, ni marxistas convencidos, ni siquiera gente de “izquierda”. Eran profesionales que de algún modo se habían adherido a una idea que está siempre suspendida sobre las mentes en sociedades como la nuestra, inmaduras y sobre todo inseguras. La de que la enseñanza debe dirigirse a “las necesidades del país”.

Uno podría aceptar ese propósito si tales “necesidades” tuviesen un significado suficientemente amplio. Una amplitud que, si se toma en todas sus implicaciones, termina dejando el campo completamente abierto, sin limitación alguna. Porque todo cabe dentro de las necesidades de una sociedad, si esa sociedad es democrática. En ella, toda la complejidad del conocimiento debe admitirse. En consecuencia, la discusión sobre “el arquitecto que Venezuela necesita¨ es innecesaria. Lo que nuestro país, como cualquier otro, necesita, es simplemente buenos arquitectos. O por extensión, buenos profesionales.

¿Y qué queremos decir con buenos arquitectos? Muchas cosas que se resumen en una muy simple: una persona con espíritu crítico abierta al conocimiento, con destrezas propias de la disciplina, conocedora del medio en el que vive.

Sobre esto son elocuentes las dos imágenes que aquí incluimos: la del maquetista que muestra orgulloso el modelo de la Secretaría del Congreso en Chandigarh, India, proyectada por le Corbusier en 1955; y una vista aérea de la Asamblea Nacional de Dacca, Bangladesh, en construcción, hoy terminada, proyecto de Luis Kahn en 1972. Ambos edificios se han convertido en símbolos de la democracia en países muy distantes, cultural y geográficamente, de los arquitectos que los concibieron. Buenos arquitectos. Maestros.

Y eso del espíritu crítico, que se manejaba casi como muletilla en los años setenta en casi cualquier discurso en la Universidad, vino a resonar en mis oídos sólo muy recientemente. Tal vez me ayudó a entenderlo la necesidad de defenderme dentro de mi familia cuando se me acusaba de exagerado, de aguafiestas o de tajante. Pero lo que me despertó realmente fue ver la importancia que el espíritu crítico tiene ante una realidad como la actual venezolana.

Conservar el espíritu crítico es esencial en la formación del arquitecto, formación que corresponde sólo en medida muy pequeña a la Universidad. Un arquitecto se forma a lo largo de muchos años, y en esos muchos años ocupa lugar esencial un constante espíritu alerta, observador, reflexivo: crítico. Ante el escenario físico que lo rodea, ante los hechos que lo definen, ante los instrumentos que permiten modificarlo. Y por supuesto ante sí mismo.

Para el florecimiento de ese espíritu crítico el requisito fundamental, el que define todo lo demás, es la democracia. Esa es la clave de la cuestión. Si convencidos como estamos que la arquitectura para convertirse en patrimonio cultural de nuestra sociedad exige una democracia completa, garante de los derechos individuales, promotora del vínculo estrecho entre todos los venezolanos para el avance de nuestra sociedad, no podemos tolerar su menoscabo. La Universidad vería coartada su tarea si se le cercena su independencia. También si se deja invadir por la ignorancia o la mediocridad disfrazada de una “apertura social” que tiene todas las características de un pretexto.

Le Corbusier, en 1933, le escribía al arquitecto surafricano Rex Martienssen “…yo quisiera que los arquitectos se convirtieran en factor inspirador de la sociedad, la gente más rica espiritualmente…” y más adelante “…la arquitectura debe traer al hombre goce y no sólo estricta utilidad. Hoy es la llama que debe ser encendida para alejar la estupidez…” ¿Podría ese deseo realizarse en un ámbito universitario marcado por el pensamiento único? ¿Podríamos hablar en esos términos en una Universidad manejada según los intereses ideológicos de un programa autoritario “nacional” y “socialista”?

La respuesta es no. Y la autonomía universitaria la condición para pronunciarla.

EL ÚNICO DEBATE POSIBLE: NO SECUESTREN LA DEMOCRACIA

No esperaba tener en estos días una prueba irrefutable de que, sin democracia, se altera radicalmente el modo como el ciudadano hace suya la ciudad. Bernal nos proporcionó una prueba más (una de las tantas que hemos aceptado pasivamente) de que no estamos en democracia: la ciudad no es de todos.

Yo me pregunto, ante esta afirmación, donde está la conciencia de tanta gente que conozco que alguna vez luchó por los derechos democráticos, cuando eran más jóvenes y no habían abandonado su capacidad crítica. El que frente a eso, siendo joven, siga callando, tendrá después, en sus años maduros, que cargar con el peso que su silencio de estos años y su búsqueda de excusas más o menos racionales ejercerá sobre su conciencia. Y quien lo ha hecho ya maduro la pasará peor: con el destino del oportunista.

Y vale la pena en esta coyuntura hacerle notar a los estudiantes la fuerza y la vigencia del mensaje que dieron en la Asamblea Nacional: no hay nada que debatir; lo primero es lo primero. Cuando nos hayan devuelto los derechos democráticos ya habrá ocasión de alegatos contradictorios.

Porque esa es la trampa que el régimen quiere tenderles y que de un modo u otro ha aplicado a los interlocutores que decide escoger en el mundo político, profesional o académico: invitar a un diálogo que esconde una radical hipocresía, hacer creer que se debaten ideas y confrontan puntos de vista mientras se practican abusos, se toleran todo tipo de manipulaciones; y lo peor: se aplauden sin chistar las improvisaciones y atropellos que dicta el Gran Conductor. En Venezuela lo que se tiene decir sin eufemismos a los representantes del Poder es que no se pueden seguir confiscando los derechos democráticos. Estamos, aunque muchos no terminen de entenderlo, viviendo una Dictadura que por ser del siglo veintiuno asume formas inéditas y mantiene apariencias que son nuevas, aportes venezolanos, tristes y lamentables, a la cultura política latinoamericana. Que ya son imitados en otros países del área. En los más vulnerables económica y culturalmente, como siempre ocurre.

Las razones que se dieron para impedir el paso a los manifestantes no sólo son ridículas, sino que pasarán a la pequeña historia venezolana como la muestra de que el disfraz “revolucionario” permite usar las mismas razones de cualquier aburguesado personaje del poder económico y social, para impedir a los “otros¨ el acceso a sus derechos.

Y la cosa llegó a su clímax cuando un general de aspecto muy macho mostraba en la televisión los rasponcitos de un joven policía resultado de las terribles agresiones de los estudiantes. Todos vimos como se usó un gas prohibido contra los líderes estudiantiles, observamos la sobrecarga de equipo antimotines en los policías que reprimían, pero se levantará un expediente para presentar ante los tribunales del régimen a unos “terribles” estudiantes que la mentira revolucionaria los quiere transformar en victimarios