ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro / 29 de Junio 2009

Uno se pregunta si estos últimos diez años nos han enseñado algo duradero a los venezolanos. Sobre todo cuando comprueba con desaliento que la polarización ha apagado el espíritu crítico en dirección al polo al cual uno se ha afiliado. Todas las críticas van hacia el polo opuesto, al “nuestro” se le acepta todo. Esa actitud puede tener una cierta justificación si se analiza en términos militares pero de ninguna manera si se ven las cosas desde una perspectiva más amplia, más unida a la esperanza de que se asienten en nuestra sociedad nuevos hábitos capaces de garantizar crecimiento real, madurez, lucidez.

Porque de superar viejos hábitos es de lo que se trata. Las sociedades avanzan cuando identifican y superan hábitos, modos de actuar, que se reconocen como obstáculos, como peso muerto que impide ir al fondo de los problemas. Y se actúa según lo que se cree válido. Los hábitos derivan de modos de ver el mundo. Se actúa, se establecen hábitos, a partir de lo que se cree válido. Los hábitos son una “tradición del actuar” que tiene que ver con las instituciones de toda sociedad.

Esto tiene muchas consecuencias para nuestra disciplina de arquitectos.

Vayamos a una de ellas: los hábitos que se han creado en nuestro país en relación a la acción del Estado, en todos sus niveles, respecto a la arquitectura pública. Hábitos por cierto derivados de esa condición de “país pre-arquitectónico” que, como varias veces he hecho notar, Jesús Tenreiro asignaba a Venezuela.

Otro día hablaremos de uno de los más dañinos, el de considerar que toda obra iniciada por una administración anterior tiene que ser objeto de sospecha, como ocurría habitualmente en tiempos de la cuarta y se deja sentir en algunas de las alcaldías donde han tomado el mando nuevos equipos del mismo sector “opositor”. Hoy sobre todo quiero referirme al que se deriva de la enfermedad populista de querer hacer dos por el precio de uno que ha ido degradando la arquitectura pública venezolana. Como en el caso de las escuelas.

Ya he escrito antes que uno se asombra de la precariedad de las escuelas venezolanas. Y se asombra más si esa precariedad se contrasta con las palabras y el papel que se ha gastado en hablar y escribir sobre “nuevos modelos educativos”. Precariedad a la que se adaptan los maestros con indudable abnegación y mucha resignación, que actúa como compensación frente a las carencias del entorno.

La situación es tan grave que si se actúa desde una perspectiva de renovación política, que es la salida que esperamos para la confusión actual, se impone colocar en un lugar central la convicción de que nuestros edificios escolares tienen que cambiar. La escuela no puede seguir siendo un rancho disfrazado.

Tampoco puede seguirse aceptando que cualquier pedazo de terreno sirve para escuela. Y sobre ello quiero hacer énfasis en estas líneas.

La escuela necesita espacio para la expansión física ordenada del niño y el adolescente. Toda escuela o liceo exige área deportiva inmediata o cercana. El hábito de poner escuelas en cualquier hueco que se encuentre es de muy vieja data aquí porque en la “cuarta” se le tenía ojeriza a cualquier idea de expropiación debido a que la ley de entonces permitía toda clase de triquiñuelas jurídicas para retardar el proceso y hacerlo problemático. Nunca que yo recuerde, si hablamos a partir de los años setenta, se adquirieron terrenos para ubicar las escuelas o liceos necesarios. La última gran expropiación en Caracas fue la que hizo con extraordinaria visión Luis Lander en los terrenos de Caricuao. Y la idea de hacer expropiaciones puntuales se rechazaba de modo sistemático. Y mucho más la de adquirir terrenos como de modo rutinario lo hacen hoy, y en algunos países lo vienen haciendo desde hace décadas siguiendo pautas establecidas en los Proyectos Urbanos, los ayuntamientos europeos. Ni siquiera el Metro lo hizo cuando se proponía ampliar el espacio que requerían las estaciones para impulsar cambios urbanos cuya ausencia hoy lamentamos.

Se generalizó pues para el sector público el principio de “buscar” en las zonas urbanas ya consolidadas los retazos sobrantes de propiedades públicas o de expropiaciones para vialidad (en ese caso sí se hacían, ¡oh visión ingenieril!) y allí ubicar la Escuela o el Liceo.

Ahora se dispone de nuevos recursos legales que es necesario discutir, más allá de la polarización, desde la perspectiva de la necesaria modificación de hábitos que menciono más arriba. Indispensable en el caso de los edificios escolares.

Comparto lo que oí decir hace poco de que en esta década de abundancia fiscal se perdió la oportunidad de reconstruir la infraestructura educativa venezolana, pero no podemos cruzarnos de brazos. El tema tiene que asumirse para romper la inercia del pasado y convertirlo en programa de cambio. En ese contexto la idea de expropiar con ocupación previa no tiene que ser una mala palabra si existiera un sistema jurídico que a todos nos inspirara mínima confianza. Ese recurso se ha usado hoy desde el Poder para amedrentar y ejercer el capricho político, pese a ello estamos obligados a discutirlo y mejorarlo teniendo en cuenta las exigencias de los servicios colectivos.

Hace treinta años, en tiempos de CAP 1, una época análoga a la actual embriagada de palabras huecas y megalomanía, vi como comenzaba a construirse un Liceo en el borde de la Autopista del Este en terrenos de un distribuidor de tránsito rápido. Había, como hoy, inundación de dólares y construir allí como si fuese el último recurso me pareció una de las lamentables ironías de la realidad venezolana. Tres décadas después la ironía se repite una y otra vez.

Este Liceo, desde hace treinta años “atapusado” en un terrenito al borde de la Autopista del Este es muestra de una funesta tradición que sigue en pie.