ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Por Oscar Tenreiro

Como parte de un coloquio Brasil-Venezuela que se abre el próximo Martes 18 en la UCV, la joven colega Carola Barrios me invita a hablar de la relación entre Le Corbusier y nuestros dos países. No podré hacerlo pero abordo aquí un aspecto de lo que pensaba decir.

La relación de Le Corbusier con América Latina se alimentó de la devoción hacia él de figuras de la intelligentsia de muchos de nuestros países (como Victoria Ocampo en Argentina o el Ministro Capanema en Brasil), además de la del mundillo arquitectónico, y motivó sus visitas de 1929 a Argentina, Uruguay y Brasil, a Brasil en 1936 y en 1949 a Bogotá para trabajar en su Plano Regulador.

Las tesis de Corbu encajaban bien entonces en la atmósfera intelectual latinoamericana, marcada por el deseo de abrir lo que se había cerrado en Europa luego de las tragedias guerreristas. Nuestro continente se presentaba con una fuerza análoga a la que hizo que muchos hombres de cultura vieran en América del Norte a fines del 19 una tierra de esperanza, visión llevada al arte en diversas formas, como fue el caso del checo Antonin Dvorak, quien viviendo por un tiempo en Nueva York escribió en 1893 la Sinfonía del Nuevo Mundo. Ya a fines de los veinte, en medio de las disensiones del viejo continente, al sur del Ecuador había optimismo, la opulencia argentina despertaba ambiciones y el Sur del Brasil avanzaba. Venezuela dormía bajo un caudillo que manejaba al país como propiedad personal, tal como ahora, y se vivía a distancia de un progreso real en términos culturales. Pero en los años cincuenta el desarrollismo perez-jimenista pese a su ceguera política represiva, quería usar los recursos del Estado, no para armar “redes sociales” con los dineros públicos, politizadas e ideologizadas como apoyo del Poder, sino para construir la ciudad y el territorio.

Un capítulo excepcional.

En un contexto así, pese a la poca cantidad de arquitectos en ejercicio y con el respaldo petrolero a tantas cosas buenas y malas se abrió un capítulo de gran calidad para nuestra arquitectura. Calidad explicable porque esos pocos arquitectos eran gentes de formación sólida fuera o dentro del país, con vocación y pasión; y un buen porcentaje de los que decidían en el sector público o privado, no sufrían las cargas populistas excluyentes, o mercantiles, exacerbadas, típicas de las décadas siguientes. Todo un tema para una sociología veraz, por cierto. En esa década de los cincuenta, el qué y el cómo, podría decirse, estuvieron por lo regular en buenas manos. Los resultados lo confirman.

El discurso corbusiano, ya filtrado por las realidades de la posguerra, sin la condición teórica más esencial con la que se debatió en el resto de latinoamérica, irrumpió en Venezuela en esos años. Recuerdo muy bien los puntos de vista sobre la ciudad que se manejaban en nuestra Facultad, a mi entrada en ella en 1955.

Muchos de los principios derivados del los Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna (CIAM) y la Carta de Atenas se mencionaban para hacer precisiones sobre los trabajos de estudiantes, se manejaban en las cátedras. Pero generalmente sin mencionar su procedencia, algo que no es un simple detalle. Pues se hacía como un saber técnico, sin importar demasiado sus raíces. En las cuales desde luego, Corbusier tenía una palabra importante.

Ese momento nuestra arquitectura se impregnó muy abiertamente de modernidad. Nos interesaba el uso y no su fundamento, la idea y no su genealogía. La acción era el objetivo. Los académicos de hoy hablarían de falta de bases intelectuales. Pero fue luminoso para nuestra cultura arquitectónica.

Pensar haciendo.

Mi impresión es que en Brasil se vivía ese momento de modo muy similar. Allá la hondura intelectual de un Lucio Costa, conocedor y en cierta manera intérprete excepcional de Corbusier, se perfilaba de manera clara ya a fines de los treinta. Y la experiencia del jovencísimo Niemeyer “et al “ con Corbu y el Ministerio de Educación, junto a sus obras de Belo Horizonte (Pampulha), habían hecho huella directa en el primer Villanueva de la Ciudad Universitaria. O en Cipriano Domínguez su compañero generacional. Allá la modernidad sobrepasaba cualquier nostalgia de la vieja academia y aquí, simplemente, no existía nostalgia alguna.

Le Corbusier era parte indiscutida, central, en el panorama referencial de ambos países.

Pero como venezolano que admiro el empuje de esa etapa de nuestra arquitectura destaco una conclusión parcial que me interesa de modo especial: más vale un edificio, una decisión de construir y la selección de las personas adecuadas, que mil palabras sobre arquitectura.

Porque la arquitectura se piensa construyéndola, no reside en su comentario.
Hoy aquí abundan maestrías y doctorados, la Academia escribe, hay algunos debates, pero la construcción de la ciudad tanto desde el cliente, público o privado, como desde el arquitecto, está mayoritariamente en manos equivocadas. Que se ganaron su derecho por influencias, por sumisión, pero no por méritos. Que ello no haya sido así en los cincuenta (fue el talento y la intuición constructiva de Fruto Vivas, por ejemplo, lo que le abrió todas las puertas) no es producto de un programa ideológico, sino el resultado de un contexto. Me distancio de los análisis que hablan de geopolítica, o estrategia yanqui, para explicarla, mientras esquivan referirse a que hoy la ideología es de hecho una barrera perversa. En aquel tiempo vivimos una circunstancia especial, inédita, única, muy nuestra. Hoy estamos casi paralizados.

Utilizo un dibujo de Steinberg que me envió Carlos Pita desde España, porque lleva hacia lo que acabo de afirmar. Habla de la reflexión aguda y poética de Antonio Machado (se hace camino…) y del aporte filosófico de Ludwig Wittgenstein. Y más cerca, del británico vivo y activo John Searle: la arquitectura se piensa haciéndola.

La formación inicial de Saul Steinberg (1913-1999) fue la de filósofo. Tal vez por eso sus agudísimos dibujos son mensajes llenos de ideas.