ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Por Oscar Tenreiro

Uno entiende mejor ahora las admoniciones de Juan Pablo Pérez Alfonzo al recordar al petróleo como «excremento del diablo» que envenena el alma, cuando observa el cinismo de los funcionarios oficiales implicados en la pérdida de miles de toneladas de alimentos importados.

Y como arquitecto veo el escándalo de un modo particular, porque nos obsesiona construir y sabemos la necesidad desesperada de dinero que este país tiene para completar su infraestructura física, para actuar en las ciudades y para impulsar la arquitectura institucional. Vemos además en Caracas los mismos edificios públicos incompletos desde hace veinte años, la falta de Proyectos Urbanos, asuntos vitales como las obras de transporte masivo que avanzan a duras penas. Actividad mínima en las zonas marginales. Y se pregunta cómo puede sostenerse incólume un régimen que ante tantas carencias es todavía capaz de encubrir semejante crimen de dilapidación de recursos.

Circulan ya desde hace algún tiempo por Internet fotos y costos de las más importantes obras de arquitectura e ingeniería del mundo que estrujan en nuestra patética cara de súbditos del absurdo, la enormidad del despilfarro venezolano.

Y cabe una pregunta: ¿es que el excremento del diablo ha enfermado a toda una sociedad?  ¿Basta vivir aquí para que se nuble la lucidez? 

Darcy Ribeiro el antropólogo brasileño (1922-1997), muy amigo de Venezuela por cierto, escribió una vez que bastaba con que un europeo bajara del barco en el que venía desde el otro lado del mar y empezara a vivir «la américa», para que su modo de ver las cosas cambiara.

El medio transforma.

Es natural decir eso y estar de acuerdo, aunque se pase por alto con frecuencia: el medio hace la forma de pensar, la modela, la modifica en mayor o menor grado pero de modo seguro. El italiano de aquí es distinto del de allá, el que recaló en Nueva York distinto del de aquí, el español que llegó a Caracas ya no se reconoce con el de Asturias, el de Lugo o el de Sevilla.

El sol, el clima, el paisaje, la gente, el modo de ser, de ver las cosas, por acuerdo o por desacuerdo, termina transformando, creando un nuevo punto de vista. Eso ha sido documentado y elaborado.

¿De qué modo transforma el modo de ver de los dirigentes de una sociedad el dinero petrolero excesivo y recurrente? ¿Será siempre de este modo absurdo? ¿Se alteran sus prioridades hasta tal punto que los millones de dólares nada significan porque «vendrán» de nuevo? ¿No será precisamente esa abundancia de recursos a su disposición, que nada tienen que ver con la capacidad productiva real de la sociedad sobre la que ejerce Poder, lo que ha convertido al Gran Conductor en una suerte de terminator omnipotente, en líder de un proyecto político basado en el financiamiento de la frustración y la revancha?

Habrá estudios que apoyarán al sí como respuesta. Y también explicarán la relativa ausencia de indignación general, clara y sin excusas, ante el despilfarro del dinero público: es dinero reciclable con ayuda del próximo barril.

Y se abre espacio para preguntarse si ese modo de ver los recursos públicos es causado por el populismo instaurado aquí durante más de cuarenta años o, a la inversa, ha sido la influencia del modo de ver «petrolero» lo que ha hecho de nuestro populismo un caso especial, casi surrealista. Porque explica que los enormes recursos recibidos no se hayan expresado en una transformación física visible, en hospitales de primera, universidades y escuelas que susciten el orgullo como lo suscitó una vez la hoy maltratada Ciudad Universitaria. En cárceles dignas, cementerios-parques, ciudades con calidad de vida, patrimonio histórico restaurado, museos, bibliotecas, lo que debe quedar en toda sociedad como producto de un programa político coherente.

Complicidad.

Porque ha habido dinero. Lo que ha habido siempre aquí es dinero como decía el otro día Graziano Gasparini en una entrevista. Pero el liderazgo piensa, tocado por la caca diabólica, que ese dinero es para gastarlo en comprar Poder.

El dinero público va hacia un «asistencialismo» que sirve para la manipulación electoral, hacia pequeños o medianos contratos de obras públicas para amigos, con coimas fáciles de encubrir (los más grandes lo hacen más difícil). Y particularmente, y en primerísimo lugar, para compras aquí o en el exterior con descuentos que se convierten en comisiones indetectables. A las inversiones para esa transformación física que acabo de mencionar, se les reducen los recursos, se ejerce presión para «abaratarlas». Se continua así una torpe tradición iniciada hace cincuenta años y se pretende, siguiendo un guión que caracteriza al populismo, convertirla en enemiga de la mejora comunal. Una oposición que busca ocultar las omisiones en el patrimonio colectivo perdurable con la celebración de la minucia y la «organización del pueblo», subterfugios ideológicos que sirven de apoyo a la escandalosa pérdida de las oportunidades que el dinero abrió para Venezuela.

Así se ha olvidado que la más duradera compensación que el sector público puede dar a todos los ciudadanos es el mejoramiento de la calidad de la vida urbana con la arquitectura de las instituciones como instrumento esencial.

Ignorar esa obligación es la mayor debilidad ideológica del régimen. Y lanzar dinero a todas partes para cimentar sus privilegios su principal línea política, la que descalifica todos sus lemas revolucionarios. Por eso la orden del Jefe es encubrir el crimen alimentario.

Pero los arquitectos sabemos que el dinero sirve para construir mejor. Pasamos nuestra vida buscando cual puede ser nuestro aporte personal a esa tarea. Y cuando vemos echarlo literalmente a la basura podemos pensar con Jorge Luis Borges, que así se escribe un capítulo de la Historia Universal de la Infamia.

Otra vez la medusa de Le Corbusier