ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro / 30 Enero 2011

I

Tenía diez años sin ir a España, en el mismo período he ido a los Estados Unidos varias veces porque cuatro de mis hijos viven allí. Y si percibo en este último país cambios que pudiera llamar predecibles, hay realizaciones públicas en España que producen sorpresa y hasta perplejidad. Por ejemplo, apreciar los terminales aéreos de Barajas y Barcelona en relación a los de Nueva York, Boston o Miami es como comparar un Mercedes Benz de última generación con un Ford de los ochenta.  Los niveles españoles (costos, sofisticación, gadgets tecnológicos, lujo de detalles) son elevadísimos. Ni siquiera en Alemania se tiene la misma sensación.

Los sectores «nuevos» de Barcelona (el Forum y sus adyacencias, el sector 22@ -la ciudad tecnológica- y Hospitalet) están tan marcados por una búsqueda de lo último que es obvio el exceso, casi el nuevoriquismo. por elegante que sea. Como si la austeridad hubiese quedado en el pasado. Y el espacio Calatrava de Valencia además de esa inmensidad que es la Ciudad de la Cultura de Galicia se suman para aturdirnos. Llega uno a pensar que esas desmesuras junto a muchas otras tienen algo que ver con la crisis económica actual. Remiten a lo que sobra, al «surplus» económico.

Y la arquitectura de la propaganda es el instrumento. Se persigue estar al día, se cultiva el refinamiento, ha habido dinero para ello. La palabra sostenibilidad se reduce al uso de técnicas, al «cómo», esquivando la discusión sobre el «qué».

Y la discusión sobre el «qué» es muy compleja. Hasta ahora es un tema que en cierto modo flota sobre cualquier intercambio de ideas en torno a la actualidad arquitectónica. La crítica lo trata todavía con cautela. En España se percibe una general disposición a abordarlo, y sirvió  de pretexto de un evento muy publicitado y poco eficaz como fue el del foro «Más por Menos» de hace un tiempo en Santander. Y hace muy poco inspiró el lema de un Seminario sobre Arquitectura y Pensamiento organizado por la escuela de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Valencia: «Miradas para un nuevo Paradigma».

Será tema de muchos debates porque la crisis global ha puesto en la agenda la necesidad de cambiar la visión o visiones, intención o intenciones que han servido de punto de partida a la que podríamos llamar la «gran» arquitectura, la de las grandes inversiones, la que se viene haciendo en el mundo central y cuyo brillo atrae a todos.

II

Pero resulta significativo que al ver las cosas así, es decir, haciendo crítica del «qué» desde el mundo de los arquitectos, se regresa en cierto modo a la visión del utopismo moderno. Se reconoce que la política y la economía determinan la arquitectura pero se olvida que no sucede igual a la inversa. Un rasgo del utopismo de hace cien años que ha sido una y otra vez devaluado como ingenuidad imperdonable

Y sin embargo es el único camino. Que debe incorporar a la perspectiva crítica como ingrediente indispensable la visión de quienes trabajamos en la contradicción de los  mundos que comienzan a construirse, en la periferia, en las zonas ajenas a las grandes decisiones del poder global. Porque desde ámbitos en que la necesidad y las limitaciones económicas y culturales se imponen, podría ayudarse mejor, habría más libertad para hacerlo, a destrabar el discurso del espectáculo de los arquitectos del éxito y sus cronistas, que han llenado el espacio de la discusión. Un discurso en el cual las decisiones de diseño, los puntos de partida para la concepción del edificio o la ciudad, se exponen, se tienen que exponer, desde dentro de los límites de la disciplina. Y digo «tienen» porque los clientes o las instituciones que recurren a la estrella, buscan en ella sobre todo una marca de fábrica atractiva, rentable, que sin costo adicional incluya un comentario que no debe importunar. Que guarde prudente distancia de una visión del mundo más completa, consciente de los desbalances y las exclusiones, conocedora de los «otros» puntos de vista. Se busca un discurso desde la opulencia hacia la opulencia. Y lo «universal» se reduce a temas de consenso, como la cuestión energética entendida como incorporación de alta tecnología al edificio, tal como lo hace Norman Foster cuando es llamado a hacer consideraciones sobre las cuestiones globales. Para la mayoría de los arquitectos que diseminan sus obras por todo el mundo, la arquitectura es «commodity», mercancía  que se vende al mejor postor.

Esa es la explicación de que la «sostenibilidad» se ubique exclusivamente en el «como». La crítica elogia entonces los mismos desmesurados edificios, las mismos caprichos, los mismos despliegues de costoso ingenio, porque se construyen con materiales reciclables, que dependen menos de energías fósiles o aspiran a ser de «energía positiva».

Para romper esa rigidez, se impone, repito, abrir espacio a los argumentos del sector del mundo para el que la arquitectura más que mercancía es necesidad. Que se abra espacio a una crítica del discurso más valiente, menos temerosa, acaso más insolente, dispuesta a reencontrarse con su papel orientador. Es en cierta manera ir en busca de una atmósfera cultural análoga a la de la Viena de Adolf Loos, de la cual surgieron voces siempre débiles que sin embargo dejaron una huella en la conciencia cultural de su tiempo que todavía hoy ofrece sentido. El fanatismo político la ocultó y quiso aplastarla pero somos ahora capaces de entenderla mejor y encontrar en ella alimento. Conciencia que motivó el aforismo de Ludwig Wittgenstein, escrito en 1930, al cual tantas veces he recurrido:

«Actualmente, la diferencia entre un buen arquitecto y uno malo estriba en que este sucumbe a cualquier tentación, mientras que el primero le hace frente»

El terminal aéreo de Barajas en Madrid (2007) obra del Arquitecto británico Richard Rogers (1933)