ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro / 20 de marzo 2011

Es necesario aclarar lo que podemos entender por ideología, una palabra que se suele aplicar sólo a la política y produce dudas aplicada a otras actividades humanas.

Tomo esta definición: «Una ideología es el conjunto de ideas que inciden en mayor o menor grado en las características de la práctica de cualquier actividad humana, ya sea en el ámbito económico, social, político, cultural, moral o religioso, o en cualquier otro derivado de éstos».

No hay pues en la noción de ideología ningún contenido peyorativo ni tiene siempre que aludir como se ha hecho a partir de Marx, a superestructuras económicas o sociales. Me remito al «conjunto de ideas que inciden en la práctica» lo cual deja espacio para que pueda hablarse de una ideología de grupo (Van Dijk),  casi-personal, en lugar de, como es habitual, ideología en términos socio-políticos. Lo cual no impide aceptar que aquella sea informada por ésta.

Como se sigue de la definición, toda ideología tiene un origen filosófico, surge de un modo de ver el mundo, de pensarlo. Pero no por ello quien actúa según una ideología conoce el pensamiento filosófico que la originó.

Ese desconocimiento no importa demasiado, porque la ideología inevitablemente orienta un modo de proceder en la realidad. Se establece algo parecido a un código de conducta, una norma para la actuación.

¿Cómo se termina expresando ese «modo» (moral) en la práctica de una actividad, si ella pretende convertirse en arte o se define como arte: en lo que hace el pintor, el músico, el escritor, el poeta…el arquitecto?

Hay muchas respuestas posibles a esta pregunta, todas incompletas. Porque como lo he recordado con insistencia, en toda actividad humana lo que se hace se piensa mientras se hace, es decir, el pensar una actividad se expresa dentro de los límites de esa actividad.

Se piensa haciendo.

Aparte de cualquier argumento académico, que los hay muy sólidos, eso se entiende por sentido común: no hay pensamiento previo a la acción que la defina o garantice resultados. Y los mecanismos que hacen que el pensar «anterior» lleve a decisiones sobre la acción misma de pintar, escribir con letras o notas, diseñar, son siempre imprecisos. Los motiva la intuición, la reflexión, las preferencias e inclinaciones personales, las destrezas «técnicas»  de cada quien,  las afinidades estéticas o éticas («una y la misma cosa» según Wittgenstein), una constelación personal de motivos, virtudes y limitaciones, respecto a lo que corresponde hacer en cada caso.

Y en ese punto, en el que decide lo que se va a hacer, desde la ideología se da el «salto» hacia normas que quieren simbolizar los valores ideológicos. Para Le Corbusier fueron los Cinco Puntos (el edificio sobre pilotes, la planta libre, el techo jardín, la ventana longitudinal y la fachada libre), para Adolf Loos considerar el ornamento arquitectónico como delito, en música, para Schönberg, el uso de las doce notas equivalentes, para Mondrian separarse de toda representación pictórica de la naturaleza, para los surrealistas la escritura automática del poema. Y tantas otras cosas, todas ellas prescripciones «técnicas» que se identifican, que funcionan como figuras, de una ideología.

Es en estos casos la Ideología Moderna: romper con la tradición inmediata, hacer militancia (también política) desde el arte, incorporar la visión tecnológica al quehacer artístico,  alejarse de una preceptiva moral, escandalizar al estamento social en clave revolucionaria, convertir el tema social (la vivienda de las masas por ejemplo o la investigación sobre la vivienda mínima), en objetivo de la arquitectura. Quienes abrazaban la ideología «del Moderno» aceptaban el código técnico que la acompañaba.

Ideología contra ideología.

Esa normativa técnica de origen ideológico, rígida y limitada en su afán de oponerse al mundo académico Beaux-Arts, fue el objeto de los ataques postmodernistas. Es así como se plantea un regreso al discurso filosófico como posible germen de un modo de aproximarse a la arquitectura menos dogmático. Pero la visión postmoderna, a manos del oportunismo, se contaminó de revancha hasta operar como ideología reaccionaria. Se ignoró el importante origen filosófico de la visión moderna para reconectarse, en términos ideológicos, con  los códigos Beaux-Arts. Se revive así la noción de estilo. Aparecen (son los setenta del siglo pasado) los ingleses neoclásicos «fake» como Quinlan Terry, el pasticho imitativo a lo Robert Venturi en la National Gallery de Londres, los escapismos de Leon Krier, las horripilantes «Arenas de Picasso» del catalán Manuel Nuñez en París, el Bofill de aquí y allá (menos los aeropuertos). Al debilitarse el fundamento ético-ideológico se deja paso franco al manierismo del lenguaje «personal», a la visión del arquitecto como recurso instrumental del Poder, a la nostalgia, a la arquitectura espectáculo, barato o caro. Se comercializa sin mala conciencia la imagen arquitectónica. Y se deja a un lado el concepto de responsabilidad social y sus implicaciones democráticas, objetivo central para la modernidad. Así, dos décadas después, China bien vale una misa.

Es de ese confuso caldo ideológico de donde surgen en los ochenta los diálogos con el deconstructivismo filosófico francés (Jacques Derrida) capitaneados por Peter Eisenman. Pretexto para crear códigos técnicos: ruptura con el ángulo recto, fragmentación (una simplista analogía con la deconstrucción del lenguaje), torceduras, diagonales. Se «traducen» a la arquitectura métodos analíticos del lenguaje.

¿Han enloquecido los arquitectos? No, están inventando una moda. Y hacia allá van los Museos, el MOMA aloja al «deconstructivismo» en 1988. Éxito y pronto olvido.

La National Gallery en Londres abierta en 1991, un proyecto de Robert Venturi lleno de citas neoclásicas «fake» que rinden homenaje al posmodernismo en boga en ese entonces.