ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro / 03 Julio 2011

Cuando Luis Kahn (1901-1974) se hizo presente en el mundo de la arquitectura, a partir de sus propuestas para Filadelfia y la construcción de las Torres Médicas de la Universidad de Pennsylvania (1957-65), el impacto de su obra, y sobre todo de su discurso, fue extraordinario. A su muerte podría decirse que no quedaron seguidores sino adoradores, tanto arraigo adquirió su legado y sobre todo tanto se valoraron sus enseñanzas.

Kahn ejercía una atracción casi magnética en sus estudiantes y colaboradores y tanto en su oficina como en su cátedra de la Universidad de Pennsylvania donde se educó, reinaba un ambiente hasta cierto punto religioso, todo ello impulsado por su personalidad seductora, su cordialidad personal en particular con los más jóvenes, Ya he dicho otras veces que se expresaba como pronunciando aforismos siguiendo un hilo que podía escapársele al oyente. Aforismos de corte filosófico-lingüístico que le crearon fama de pensador profundo un poco difícil de seguir.

Podía decirse pues que hablaba de la arquitectura alejándose de la tradición moderna. Porque ésta hacía énfasis en los contenidos técnicos y su derivación hacia una «ética» del ejercicio como punto de partida del nuevo modo de ver la disciplina mientras que Kahn apelaba a conceptos filosóficos con consecuencias técnicas o relativas a las decisiones de diseño. Como cuando hablaba  del «orden» refiriéndose a los parentescos que podían existir entre los componentes del edificio (el orden de la circulación y el movimiento, el del intercambio, el del recogimiento; los ambientes servidos y los que sirven), como la «naturaleza» de los materiales (el ladrillo como material eficaz sólo a los esfuerzos de compresión que llevó a su famosa frase: «yo le pregunté al ladrillo…») el uso del concreto como material esencial debido a su cercanía  tecnológica con culturas de todo el mundo.

Universo personal

Kahn dio forma a un universo estético muy personal, con referencias en la arquitectura del pasado, que expresaba también mediante un singular modo de dibujar, o utilizando maquetas de madera de factura muy refinada, casi ebanistería, muy hermosas, complementadas por excelentes fotografías en blanco y negro. Así le abrió la puerta a un nuevo tipo de expresión, distante del modo rápido y gestual para estos instrumentos de estudio heredados de los «modernos». Un refinamiento que llevó a la imitación universal hasta hoy, y que se condimentaba con otros detalles como hacer esquemas en papel «de croquis» amarillo, usar lapicero de mina gruesa como la de los «brokers» de la Bolsa de Nueva York («broker´s pencils» que Domingo Alvarez buscaba en las librerías durante un viaje que hicimos juntos hace siglos), invitar a repensar cualquiera de las cosas que se daban por establecidas (el modo de leer el «programa» por ejemplo) y otros rasgos casi litúrgicos instituidos por el culto a su persona.

Todo este andamiaje estaba sin duda respaldado por una visión de la arquitectura y una obra que ya hoy es hito esencial en la evolución de la arquitectura. Edificios inscritos en la historia. Hechos realidad por un artista excepcional que intervino la tradición moderna haciendo uso de la libertad de no justificar su punto de vista en los términos racionales en uso. Las razones de Kahn eran vagas, poéticas, oscuras casi pero siempre sugerentes y por ello tuvo un enorme éxito en los tiempos de lo que se llamó «el reverdecer» de América, el mundo «hippie». No tuvo complejos de ser visto como artista, filósofo o poeta y colocó en segundo plano el discurso político-social o puramente tecnológico, siendo sin embargo sus mejores obras muestras de un altísimo nivel técnico que refutaba la populista acusación de «formalismo» que siempre lo persiguió desde la envidia y los celos.

Momentos menores

Pero asumiendo el papel de abogado del diablo, uno puede ir más allá de la admiración y preguntarse si no fue Kahn en cierto modo el fundador de una manera de entender la arquitectura que fundamenta una visión que ha dado paso a deformaciones protagonizadas por personalidades del éxito carentes de la consistencia. la profundidad, la singularidad como artista, de Luis Kahn.

Y tal vez la biblioteca ubicada en el campus de la Academia Philips Exeter en New Hampshire, cerca de Boston, obra que terminó en 1972, puede ser un argumento a favor de esta conjetura.

Desde fuera el edificio muestra un respeto especial al contexto (un campus típico del Este de los Estados Unidos, con sobrios edificios de ladrillo), situándose en él moderadamente, mientras que su interior está dominado por el gesto formal, por el impulso de dar un toque glamoroso al atrio interno con luz cenital hacia cual se orientan las estanterías. El resultado es un edificio de dos caras, una interna en la que reinan cuatro enormes círculos decorativos dibujados en el espacio por las vigas de concreto de una estructura difícil de justificar, pesada e ineficaz.  Y otra externa rigurosamente ortogonal construida en ladrillo superpuesto al esqueleto de concreto. Ese contrapunto termina siendo el mayor interés del edificio: el espacio interno exultante y sorpresivo, que «engancha» al visitante, versus un exterior escueto y medido. Y pese al disfrute impulsado por la hermosura del atrio, subrayada por la nobleza y austeridad de los materiales dominantes, el edificio deja la impresión de que se cedió a la tentación de «expresarse» forzando decisiones de diseño.  Algo que no ocurre en lo mejor de la obra de Kahn.

También los grandes tienen sus momentos menores. Tal vez no coincida en ello el amigo y colega Manuel Delgado, gran admirador del Maestro, quien desde Boston nos llevó a Exeter. Pero hacerse estas preguntas ni agrega ni disminuye nada al legado de un arquitecto esencial. Estimula el pensar y eso siempre es útil.