ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro / 27 dgosto 2011

La «desprofesionalización» de la acción pública es consecuencia del populismo. La búsqueda de aceptación privilegia la rapidez sobre la reflexión, haciendo del conocimiento profesional un obstáculo que debe dejarse de lado. La «desprofesionalización» ha caracterizado nuestro actual régimen político de modo especialmente agudo, un rasgo sobre el cual insistió el colega Rafael Iribarren en el Colegio de Arquitectos hace algunos meses.

Es la explicación de los disparates con que nos regalan a diario los más altos funcionarios, afortunadamente no siempre seguidos por los pocos que, detrás de la fachada más aparente,  buscan actuar de forma meditada y reflexiva, a salvo del mandato general de improvisación y ausencia de rigor. Gracias a ellos no todo está perdido.

Y es bueno hacer notar que desde que la visión populista se impuso hace más de medio siglo, el arquitecto y la arquitectura fueron las primeras bajas. La arquitectura es una dimensión superior del simple fenómeno de construir, algo que sociedades culturalmente maduras reconocen de modo natural, pero que resulta un «extra» innecesario, en este contexto local marcado por el peso del modo populista.

Así, dejando atrás una primera etapa en la cual profesionales de muy buen nivel tuvieron responsabilidades relevantes, se hizo fuerte aquí una visión que devaluaba cualquier esfuerzo por reconocer los contenidos culturales de la arquitectura de las instituciones.. Una actitud que era como un reflejo por oposición de las tesis del sector marxista, que revivían debates superados de la primera modernidad como el de considerar requisito excluyente de una arquitectura válida el uso de sistemas constructivos generalizables.

El mito de los sistemas.

El valor de la arquitectura, se decía en cualquier debate, era «añadidura» de la eficiencia del sistema. Pero esa Ingenuidad interesada se olvidó rápidamente. Por eso a los jóvenes de hoy les puede parecer incomprensible el prestigio que tuvieron en los sesenta las propuestas de Christopher Alexander (Viena 1936) que reducían el ejercicio de la arquitectura a una rama del análisis de sistemas. Porque la visión del arquitecto dispensador de espectáculos, antítesis de la visión «científica» de Alexander, terminó llenado el espacio del debate hasta ocultar totalmente la década cuestionadora. Pasado que la crisis financiera podría hacernos escudriñar para entre otras cosas preguntarnos si ese paso hacia términos radicalmente opuestos no ha sido, precisamente. simplificación forzada, en suma una trampa populista.

Porque hay muchas formas de populismo, no sólo el que anida en la política sino el que persigue la aceptación del público como valor supremo.

En la entrevista que hace poco me hizo Antonio Ochoa contesté una de sus preguntas diciéndole que llevar el «derecho de  existir» de Lady Gaga  y Arvo Pärt,  derecho legítimo en una sociedad democrática, hasta el punto de equipararlos y aceptarlos en plano de igualdad como parte inevitable de una realidad cultural múltiple, era puro populismo. Que se imponía tomar partido y ejercer el derecho del rechazo activo. Llevo eso al terreno del relativismo imperante y hago la misma consideración. El relativismo es una apología de la pasividad.  Y el relativismo con todas sus consecuencias, asociado a una noción de la tolerancia que lleva al «todo vale» posmoderno, es la cuna donde ha nacido una forma de ver la arquitectura que ha terminado convirtiéndola, la de éxito, en icono de un sistema de prioridades económicas y de «marketing» que se ha derrumbado estruendosamente sobre sus propias incoherencias.

Un legado

O sea que por un lado nos asedia el populismo de signo menos (para definir el nuestro) y por el otro el de signo más, el de los países «premium» que ignoran el resto del mundo. Y preguntándose uno qué hacer ante esos dos falsos caminos le vienen en auxilio los valores esenciales, los más simples, los que están en el origen de las cosas.

Jesús Tenreiro, el hermano mayor de nosotros cinco, nacido en 1936 y fallecido hace poco, fue un arquitecto de singular valor. En lo que a mí concierne, el aspecto más importante de su legado es el intelectual, o, para ser menos solemne, el espiritual. Que se expresaba de modo tajante hacia nuestra disciplina a partir de ciertas convicciones. He mencionado muchas veces su idea, inspirada por la erosión del populismo, de que «Venezuela es un país pre-arquitectónico», apreciación certera y problemática. Pero hay otras dos que apuntan hacia lo esencial de nuestra disciplina: una, considerar siempre la «ampliación del marco de lo posible» como requisito de la tarea de proponer una arquitectura. La segunda, el que la solución de problemas es parte inseparable de la tarea del arquitecto. Ambos atributos son de índole moral y han sido sometidos a una devaluación sistemática en clave de revisión de los postulados modernos. Sin embargo les da fuerza y los hace vigentes en la realidad actual, el que nos señalen la importancia del cultivo del espíritu crítico. El primero impulsándonos a abrir brechas, el segundo alejándonos de la irresponsabilidad. Ambos nos distancian  de la neutralidad.

Tienen además particular importancia en una sociedad como la nuestra que lucha por encontrar un camino. Que no será un residuo de la discusión europea, de las preocupaciones de los países centrales, obsesionados ante la perspectiva de perder privilegios, de reducir niveles, de renunciar a la estabilidad. Atrapados por el refinamiento. Tendrá que ser resultado de un examen que profundice en nuestras expectativas, en lo que somos, para, precisamente, ampliar nuestras posibilidades. Y lo que aquí logremos ¿por qué no? podría tener repercusión allá en el centro, porque sus males son análogos a los nuestros.

Esquema de circulación en Planta Baja del Centro La Floresta, en Caracas, de Jesús Tenreiro (serigrafía, 1985; 64x48cm.)

Esquema de circulación en Planta Baja del Centro La Floresta, en Caracas, de Jesús Tenreiro (serigrafía, 1985; 64x48cm.)