ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro / 03 de septiembre 2011

Maracay, la escena de mi infancia (nací en 1939), era caliente y tranquila, amodorrada, vivía de los recuerdos y vestigios de Gómez, del mundo militar, del comercio y como toda Venezuela desde esos tiempos, del efecto petróleo (activo comercio de importaciones) acompañado del toma y dame político de un país en formación.

El colegio al que íbamos, con el pomposo nombre bolivariano de San Pedro Alejandrino, dirigido por doña Mercedes Hernández futuro miembro del Congreso de Pérez Jiménez, sucedida por María de Lourdes Poveda, era improvisado y hasta insalubre, sito en una casa gomecista de dos pisos y techo de tejas.  Nunca me importó lo precario, salvo que los baños eran tan sucios que todavía tengo pesadillas en las que figuran.

En el trayecto a pie desde la casa familiar, a dos calles de distancia, se pasaba junto a una casa con jardín afuera, una rareza donde dicen que vivía una viuda, con una cerca de concreto y soportes tan próximos que, además de las ventanas de barrotes del Asilo de Huérfanos (donde vivía la Madre María de San José) eran apropiadas para hacer tac-tac con la regla de madera del bulto escolar.

¿Cómo llegó a este ambiente tan modesto, tan poca cosa, la cultura en general que rondaba en nuestras vidas infantiles y en particular la arquitectura? Por caminos inesperados. Sé que en cuanto a la arquitectura, en el cine Roxy a cincuenta metros de mi casa, que tenía aire acondicionado y sillas tapizadas en similicuir (semicuero) vimos los hermanos la película Uno contra todos, que hacía alusión a Frank Lloyd Wright. Se basaba en la novela El Manantial de Ayn Rand, escritora-filósofa ruso-americana (1905-1982). He escrito sobre eso otras veces, sobre el impacto de la imagen de este arquitecto moderno, (Gary Cooper era Howard Roark), enfrentado a lo académico, quien le construye a un personaje poderoso (Raymond Massey), casado con una bella dama (Patricia Neal), una casa que me parecía hermosísima, y un elegante edificio de aleros en cada piso con el nombre de la casa Henright. Roarke-Cooper termina dinamitando unos edificios que se encontraban en construcción de acuerdo a una ominosa modificación de su proyecto, acción por la cual fue sometido a juicio y, según recuerdo muy vagamente (puedo estar equivocado) fue declarado inocente. Una imagen atractiva para cualquier joven deseoso de romper esquemas y abrirle espacio a lo nuevo. Era el tema de esos tiempos.

Mory, amigo.

Moisés Krasner, hijo de judíos polacos emigrados, gente muy querida de todos, vivía a unos pasos de mi casa. Mory fue uno de los grandes amigos de mi hermano Jesús. Llenaba el mundo de Maracay con sus ocurrencias, surgidas de un peculiar sentido del humor. Mory tenía un talento natural para el dibujo. A él la película en cuestión, las andanzas de Roark, lo estimularon a dibujar edificios inventados. Y si por ser menor yo no participaba en las conversaciones que los dibujos motivaban en el grupo de amigos (también participaba Gustavo Niño quien junto a Mory y Jesús sería arquitecto, y creo que cada uno aportaba algún dibujo), recuerdo sin embargo, sin que descarte que el recuerdo sea hasta cierto punto una invención, por lo menos una de esas imágenes que hoy me parece familia de la iconografía de los constructivistas rusos: un rascacielos con unas grandes columnas cilíndricas que se elevaba en perspectiva hacia el cielo. Esa imagen, junto a otras que no puedo precisar, las llevaba Mory en una carpeta y servían para que estos adolescentes hablaran de arquitectura sin saber nada de ella. Soñaban.

Pero no sólo era la magia del cine que movía el ambiente en Maracay sino que en la modestísima ciudad ocurrían eventos singulares que hoy sorprende hayan tenido lugar. Eventos que buscaban mucho más allá de lo que puede suponerse en esa pequeña ciudad provinciana. Uno de ellos lo propició nuestro colegio: Jesús y Mory fueron seleccionados para escenificar el diálogo que la leyenda fabricó entre Alejandro Magno y Diógenes el Perro, el filósofo Cínico de la Grecia antigua. Mory hizo de Diógenes, Jesús tenía que ser Alejandro, era su personalidad. Se representaría como parte de unas festividades escolares.

Diógenes, como se sabe, vivía en un tonel, pero no había un tonel para Mory y algo debe haberse improvisado en el escenario del caricaturesco edificio construido por Gómez llamado el Ateneo, pequeño teatro recientemente restaurado, hecho según modelos europeos, tan pequeño que se dice que el dictador hizo comentarios irónicos cuando visitó la obra en su etapa final. A Mory lo vistieron con una especie de guayuco y Jesús fue ataviado con el cubrecama con hilo dorado de mi madre, a la manera de una toga. Ambos en calzoncillos. Y allí, en una tarde de velada como se las llamaba, escenificaron el diálogo. Luego de las frases iniciales del poema sacado del Tesoro de la Juventud, enciclopedia que mi padre nos había regalado, Jesús-Alejandro, vencedor de todas las batallas, poderoso señor, le pregunta a Mory-Diógenes: ¿Qué quieres de mí?

No me tapes el sol dijo Mory. Y con la respuesta que ha perdurado con los siglos y los aplausos de familiares y amigos culminó la escena.

Rafael Sanzio y Diógenes

Hace unos días, conversando con mi esposa, la frase y la ocasión regresaron. Y pensé en lo que vivimos de niños, en su carga simbólica. Por una parte, en la presencia de la arquitectura, pero también en el deseo de superación cultural que se expresa siempre por encima de las limitaciones aparentes en cualquier lugar por modesto que este sea.

Sobre Howard Roark-Gary Cooper y Frank Lloyd Wright se ha escrito mucho, y ahora, indagando y releyendo, hombre de edad, voy hacia Ayn Rand y su modo de ver el mundo. Y la actitud de Diógenes, autónoma y plenamente consciente del valor individual me hace pensar sobre el camino seguido por mi hermano y el que de algún modo se ha asomado siempre a nuestras vidas. Buscaba Diógenes hombres con su linterna y proclamaba el mínimo valor del Poder y las riquezas. No sé si era eso lo que quería recordarnos Mercedes Hernández en aquellos años de Maracay, pero si fue así, puedo decirle hoy, sesenta años después, que lo he descubierto.

Pero lo que me impresiona es que de Diógenes sólo se conserva la memoria de su modo de vivir. Su enseñanza como predicador de la pobreza desde su tonel. Se ha escrito sobre él, se relatan sus anécdotas, se ha representado su figura, todo a partir del recuerdo de su firmeza inconmovible que llevó a Alejandro, se dice, a querer ser como él. Porque los mensajes éticos, aprendemos, equiparan y con frecuencia avasallan a los del intelecto. Mueven al mundo como movieron al casi veinteañero Rafael Sanzio al pintar a Diógenes en lugar central, postrado en una escalera. al pie de Aristóteles y Platón en La Escuela de Atenas.

Cobra fuerza además en nosotros, la idea de que la educación no depende de los brillos externos. Que en el provincianismo del Maracay rural, en la Venezuela profunda, atrasada y marginal, estaban los ingredientes, como lo están en todas partes, para despertar las inquietudes más esenciales. Era cuestión de doña Mercedes y sus maestras. No todo Harvard es oro, buena noticia para la Venezuela nuevo-rica, vacía de tantas cosas.

Mory y Jesús se fueron ya, ambos llegaron a la arquitectura cada uno a su manera. Y siguieron siendo amigos. Gustavo sigue aquí.

Su imagen y las enseñanzas de lo que representaron esa tarde las conservo.

Escuela de Atenas de Rafael Sanzio (1483-1520)-Palacio del Vaticano

Diógenes en la escalera, a los pies de Aristóteles y Platón

Autorretrato de Rafael Sanzio