ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Forma parte de la vida del arquitecto una lucha constante por tratar de que sus ideas sobre el «qué hacer» en relación al edificio, sobre su organización, su configuración formal, los materiales a utilizar, ganen respeto y apoyo por parte del cliente o de quien lo representa. Sabemos que para superar esa lucha conviene tener una estrategia, pero no siempre está a nuestro alcance la capacidad de concebirla y menos aún de seguirla. Se recomienda paciencia, capacidad de resiliencia (aceptar rechazos que pueden ser dolorosos), de convencimiento y muchas cosas más. Recomendaciones que nuestra rigidez, muchas veces producto de fuertes convicciones sobre lo que se debe hacer, nos hace difícil seguir.

El asunto tiene tantos matices que se llega a decir que los arquitectos que construyen mucho son los que menos convicciones tienen, o sea que no son tan buenos arquitectos. También que entre los buenos arquitectos hay algunos que tienen una muy buena capacidad de convencimiento combinada con una personalidad tranquila que les permite establecer una relación fluida y amable con el cliente y por eso mismo logran construir mucho más que otros, igual de buenos pero de carácter más áspero. También es común decir que las dotes intelectuales lejos de ayudar perjudican porque el cliente se siente intimidado. O que lo mejor es usar el «colombian way» para las conversaciones difíciles, es decir, asentir a todo lo que se propone pero después hacer lo que uno le parece. Hay tantas cosas.

De los grandes arquitectos de la historia hay abundantes anécdotas sobre este tema. De Wright por ejemplo se decía que era de una arrogancia insufrible, pero tenía tal capacidad de respuesta, dibujaba tan bien y se situaba por encima del bien y del mal con tanta facilidad que los clientes caían a sus pies. Y cuando el Sr. Johnson de la Johnson Wax, propietario de esa maravillosa casa llamada Wingspread (1939) en Wisconsin EUA lo llamó por teléfono durante una cena de muchos invitados, muy disgustado, y le dijo que estaba presidiendo la mesa y había una gotera que le caía directamente sobre su cabeza, Wright, con gracia natural, le respondió que moviera la silla.

Mies era alemán y por lo tanto calculador, lo cual permite suponer en él una cierta frialdad que siempre da buenos resultados. Corbusier era arrogante pero como se hizo famoso desde joven por sus dotes de artista y hombre de vanguardias, sus clientes, como Madame de Mandrot por ejemplo, lo buscaban para darse importancia como gentes pertenecientes al mundo artístico. Y en cuanto a Alvar Aalto todo el que lo conoció insistía en que era una persona encantadora, que además consumía suficiente alcohol como para superar los momentos de conversación difícil con una buena sonrisa.

En realidad lo que interesa es que lograr construir sin que en el proceso de relación con el cliente se sacrifiquen los aspectos esenciales de la idea arquitectónica es muy difícil. Con frecuencia es necesario hacer compromisos en lo secundario para no afectar lo más importante, y tal vez puede decirse que los grandes arquitectos han tenido esa capacidad, han podido negociar para evitar el mal mayor.
Lo que relato a continuación del Memorial del Ground Zero me interesó especialmente porque ilustra muy bien el problema más agudo que se presenta con los promotores en la cuna del capitalismo moderno, que no es otro que la idea de quien decide es el que paga, criterio que se lleva en ciertos casos hasta la última consecuencia de sustituir al arquitecto demasiado problemático. Y el desarrollo del Ground Zero, por lo que se ha sabido, es un caso característico de esa arrogancia. Sabemos por ejemplo que Daniel Liebeskind quien fue el ganador del concurso por invitación para el Master Plan, y quien habría de diseñar la ¨Freedom Tower», el edificio más alto del conjunto, fue sacado del panorama por el promotor, Larry Silverstein, en virtud de diferencias no siempre bien aclaradas. Y la torre será el diseño de David Childs, de la firma Skidmore, Owings, and Merrill con un resultado que no es precisamente una pieza arquitectónica de valor; al contrario. Las otras tres grandes torres son diseño de Norman Foster, Richard Rogers, y Fumihiko Maki. La torre de Maki, está en avanzado estado de construcción y tiene el especial mérito de su limpieza volumétrica resaltado por un «curtain wall» de refinadísima tecnología. Una quinta torre de menor tamaño y una curiosa volumetría que hacía que la compararan con un WC, a cargo de la firma americana Kohn, Pedersen, Fox parece que no será construida. Forma parte también del conjunto un Pabellón-Museo a cargo de la firma noruega Snohetta (arquitecto Craig Dykers-1961) que se levanta adyacente a una de las depresiones del Memorial. El caso es que las características de un conjunto urbano de tanta importancia, son sobre todo consecuencia de consideraciones fundamentalmente económicas impuestas tanto por el promotor principal como por las agencias de la ciudad a cargo del desarrollo.

Y atrapado en esa maraña de poderosísimos intereses está el joven Arad. No tuvo en sus manos los medios para iniciar un complejo proceso de defensa de su idea, o de las alternativas posibles, como fue el caso de Norman Foster hace más de quince años con su diseño de la cúpula del Reichstag en Berlín, que lo llevó a proponer una decena de alternativas ilustradas con maquetas y un despliegue impresionante de información. Aquí Arad era una especie de advenedizo cuyo único activo era el de haber sido ganador de un concurso público. Es pues más que comprensible que haya luchado con medios duros y que haya debido hacerse oír con una cierta violencia.

Para todos los arquitectos, su experiencia es iluminadora y merece atención. Y en cuanto a lo que he dicho del modo americano de ver lo público hay mucha tela que cortar que me llevará de nuevo al tema, porque resalta los problemas culturales de un país muy poderoso que sin embargo no termina de asimilar la trascendencia cultural de la arquitectura de la ciudad.

GROUND ZERO
Oscar Tenreiro / 14 de julio 2012

El 11 de Septiembre del año pasado fue inaugurado en Nueva York, en el sitio donde estaban las Torres Gemelas (Ground Zero), el Memorial al 11 de Septiembre de 2001. Ha sido tan visitado que en seis meses ya habían pasado por él un millón de personas. Allí fuimos hace poco.

Es el resultado de un concurso que tuvo lugar en Enero de 2004, ganado por el arquitecto israelí-americano Michael Arad, y consiste en dos enormes depresiones (61×61 m.) coincidentes con la huella de las desaparecidas torres, cuyo fondo está a 10 m. de profundidad, conformando un espejo de agua que recibe cascadas de agua por cada lado y en su centro tiene otra depresión profunda que se «traga» el agua para su reciclaje. El público bajaba (el pasado se aplica porque no se construyó así) hasta el mismo nivel del espejo de agua, a un corredor-deambulatorio perimetral que se desarrollaba detrás de la cascada, cuya pared interna llevaba los nombres de los caídos en el atentado. Según su autor, ese espacio subterráneo, limitado por el agua cayendo como cortina frente a la luz natural, con el ruido monótono de las cascadas ocupándolo todo, creaba una atmósfera de concentración, silencio psicológico y reflexión.

Arad ha explicado su proyecto diciendo que ese deambulatorio inferior era un espacio para la expresión de la pena y el dolor; y había previsto espacios de oración privados para los familiares de las víctimas. Por otra parte, si la depresión en cierta manera recordaba la desaparición, el sumirse en una especie de nada simbolizada por un hueco que recoge el agua, el parque a nivel de calle (construido todo sobre estructura de varios pisos) venía a ser expresión de un renacer.

Lucha difícil.
Arad es un hombre muy joven (1969) y se hizo parte de las noticias por su difícil lucha para preservar sus derechos ante la agencia encargada de las obras. A causa de ello su reputación se vio afectada negativamente. No sin que él fuese totalmente inocente, como lo describe un amplio artículo publicado en un suplemento del New York Times en 2006 titulado «La quiebra de Michael Arad». De allí extraigo algunos párrafos: «Arad había librado una guerra personal contra el LMDC (Lower Manhattan Development Corporation a cargo del desarrollo) para defender su diseño del manejo falso y excluyente de esa agencia»… «desde el comienzo Arad tuvo que trabajar con otros arquitectos por la complejidad y escala del Proyecto y se aisló de todos ellos…(entre ellos) el arquitecto paisajista Peter Walker (de 74 años en ese entonces) quien rara vez le habla a Arad»…»Fue acusado de ego-maníaco y acosado por todos lados» Y citan al arquitecto: «no tuve otra alternativa que luchar a cada paso del proceso y soy incapaz de decir cuantas propuestas estúpidas se manejaron a lo largo de dos años».

Mucho después, ya en ocasión de la reciente inauguración del Memorial, el importante diario se refiere a él de modo diferente, más bien condescendiente, en el reportaje titulado «Tanto el Arquitecto como el Memorial evolucionan con los años». Allí, refiriéndose al cambio de actitud de Arad, dicen: «…la evolución del Sr. Arad (lo llevó) desde ser un novicio cabeza caliente de 34 años cuyo diseño superó otros 5.200, hasta convertirse en el confiado arquitecto, probado en batalla aunque todavía perfeccionista, que es hoy».

Concesión negativa.
En definitiva, Michael Arad, pese a que logró permanecer como el arquitecto del Memorial y logró importantes concesiones de los otros arquitectos involucrados en el Ground Zero, tuvo que hacer muchos compromisos. Logró por ejemplo que Santiago Calatrava eliminara unos tragaluces para la estación de tren subterráneo que sirve a ese sector y está en construcción, los cuales perforaban el piso de la plaza superior. Quizás su mayor éxito fue que se aceptara que alguien de tan poca experiencia, que trabajaba solo y que fue después del concurso que se asoció a una oficina de arquitectos, Handel Architects, haya sido aceptado como el responsable principal de una inversión de 700 millones de dólares.

Pero dentro de las concesiones hubo una de decisiva importancia: la eliminación de las galerías subterráneas detrás de las cascadas. Sobre eso dice Arad. «…lo sentí como si fuese una tremenda explosión…¿te vas del proyecto después de una derrota como ésa? ¿O encuentras una manera de adaptarte a los nuevos parámetros?»

Arad se quedó, se adaptó, llegó al final. Y sin embargo uno no puede evitar la impresión de que su propuesta fue destruida, en cierto modo herida de muerte.
Porque sin las galerías subterráneas la idea pierde su sentido original. Como los nombres de los caídos se colocaron a nivel del parque superior en un parapeto de granito negro justo en los bordes de la enorme depresión de huella cuadrada de cuyos bordes fluyen las cascadas, la visión que se tiene del espacio vacío de la depresión, del agua cayendo, es distante, como la de un observador lejano que termina por considerar el parapeto un incómodo obstáculo. Se pierde la eficacia del potente gesto hasta un punto de fracaso, de algo que no funciona.

Se ha dicho que la principal razón para haberlo hecho eran precauciones de seguridad, pero la otra versión es que fue para bajar costos. Con lo cual viene a plantearse un tema muy común en los Estados Unidos: la enorme dificultad para que las instituciones que en ese país están a cargo del equipamiento urbano, den paso a una noción en la cual lo público reciba la consideración que merece, más allá de los argumentos sólo económicos. Porque uno se pregunta si no habría habido aquí la justificación suficiente (se trata de un Monumento Nacional) para un subsidio del Gobierno Federal.
Pero así son las cosas casi siempre: lo público lucha por abrirse paso y con frecuencia es derrotado. Y el arquitecto con él.