ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Hago esfuerzos por seguir el propósito de alejarme un tanto de lo que acontece en mi país para terminar una serie de comentarios que había venido haciendo sobre la crítica. Y hablo de esfuerzo porque las últimas cosas que han salido a la luz, las cuales los venezolanos ya conocíamos y exponen de modo más directo un panorama altamente corrompido, hacen que apartarlo de la mirada se convierta en una empresa muy difícil. Lo hacemos sin embargo, no sin antes preguntarnos si es ceguera total o simplemente tontería, oportunismo o miedo de perder un cargo, lo que hace que algunos altos funcionarios del Régimen, entre ellos colegas que han disfrutado del Poder, sigan sosteniendo un proyecto político mediocre y pervertido haciendo un insensato esfuerzo para ocultar el inmenso amasijo de mediocridades, inconsecuencias, asalto a los fondos públicos y desvergüenza que lo caracteriza.
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Lo vivido en estos últimos meses venezolanos había interrumpido los comentarios que le dediqué a la crítica y me quedaban por publicar unos apuntes dedicados al incómodo y con frecuencia funesto peso que la ideología como superestructura ejerce en la visión crítica de la arquitectura, peso que tuvo consecuencias en el debate de los años sesenta del siglo pasado, cuando en ciertos sectores marxistas se hizo el inútil esfuerzo de despojar al ejercicio de la arquitectura de los «prejuicios artísticos» a la vez que se convertía a los aspectos técnicos vinculados a la concepción y producción del edificio en la referencia fundamental para evaluar la pertinencia de una arquitectura, de su valor como resultado.

Esos apuntes no son sino eso, reflexiones cortas que no aspiran a otra cosa que situar nuestros puntos de vista acerca del ejercicio crítico. No pretenden ser exhaustivos y menos aún de rango académico, pero fijan con su parquedad el tono general de lo que escribo aquí, inspirado sobre todo por un deseo de comunicación que quiere ser de lenguaje accesible a todos, fuera de pretensiones especializadas.
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Pero no es sólo la cuestión ideológica sino el muy extendido intento de hacer de la crítica algo así como una rama de la filosofía, una suerte de filosofía del ambiente edificado, lo que considero también un ejercicio equívoco que ha servido en los tiempos recientes para edificar prestigios arquitectónicos sobre bases muy endebles. Me temo que ha contribuido a ello la proliferación de cursos de post-grado y doctorados sobre «teoría de la arquitectura», modo de discurrir que quiere ser un cuerpo de conceptos que fundamentan el ejercicio de la arquitectura, sin dar debida reflexión a la imposibilidad de elaborar teorías sobre actividades como la nuestra, que si bien con importantes contenidos técnicos, sigue procesos basados en la intuición, en el manejo de referencias provenientes de una enorme diversidad de orígenes (de la memoria, de la experiencia personal, de la capacidad de invención, de los saltos de genio muy localizados y específicos pero eventualmente presentes, de asociaciones de imágenes) que se resisten al razonamiento y no encuadran en el mundo de los conceptos.

A esa intención de pensar la arquitectura la he llamado crítica filosofante y estoy persuadido, repito, de que ha servido de fundamento para convertir en figuras de la arquitectura a personalidades, e incluso edificios, que poca atención hubiesen merecido en tiempos menos atentos a los despliegues «ilustrados».
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En virtud de algunas de las cosas que acabo de decir y de muchas otras que he expresado en textos que deseo publicar oportunamente, he promovido la idea de ir hacia un modo de ejercer la crítica de arquitectura análogo al que ocupó lugar en tiempos de la primera modernidad (hasta la Segunda Guerra y un poco después) cuando un puñado de pensadores de bastante calibre, no dependientes de la industria editorial sino de sus propias convicciones y de su prestigio intelectual, fueron acompañantes de los intentos de cambio de los arquitectos que buscaban erosionar el pensamiento académico y realizaban una obra significativa en medio de innumerables dificultades. Eran tiempos muy cargados con la controversia ideológico-política, pero buena parte de esos hombres de pensamiento, pudieron mantenerse en un espacio intelectual más autónomo hasta lograr promover una arquitectura cuya autenticidad en términos de valores estéticos asociados a la respuesta a problemas acuciantes de ese tiempo histórico, es indiscutible y los ejemplos construidos se sostienen a más de tres cuartos de siglo de distancia, asunto que contrasta con las promociones de tiempos más recientes, nombres que ya se han olvidado y edificios destinados a ser simples vestigios de una memoria más o menos superada.
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No estoy en modo alguno buscando resucitar viejas cosas sino expresando una inconformidad activa respecto a la forma como ha ido orientándose el discurrir sobre arquitectura y la publicidad de los modos de actuar.

Llamo la atención sin embargo sobre dos cosas principales: por un lado la tendencia a enfocar la mirada exclusivamente al mundo de la opulencia (con crisis y sin crisis) y sus preferencias. Las arquitecturas que pudiéramos llamar «sustitutivas» de las del mundo del espectáculo, las que a tono con la crisis económica ahora se quieren promover, terminan siendo siempre las que se «escogen» desde el mismo mundo opulento. Se extraen como con pinzas valores «jóvenes» que se encuadran sin dificultades con las preocupaciones revisionistas en boga y se sigue estando lejos, muy lejos, de las realidades del ejercicio en las tres cuartas partes del mundo y sobre todo de los esfuerzos interesantes, llenos de sentido y sin duda valiosos para la escena arquitectónica, de muchos arquitectos sólo conocidos en sus propios medios. «Sólo conocidos» digo porque inevitablemente la opulencia conoce sólo lo que se expresa dentro de la opulencia, lo que exige por supuesto el idioma inglés en primer lugar y estar en un país «emergente» también en primer lugar, siendo «emergente» uno que no tenga problemas políticos calientes y decadentes sino que esté integrado, ya, al intercambio fluido de una economía globalizada.

Y la segunda cosa que me interesa señalar atañe a quienes localmente ejercen la crítica. Pocos, pero -es a eso a lo que quiero referirme- demasiado tímidos en cuanto a su capacidad para entender mejor el ambiente en el que se desenvuelve la práctica de la arquitectura de las sociedades en las que viven. Parecen a veces en exceso interesados en plegarse a los modos de la opulencia, con lo cual terminan despreciando o desdeñando lo que «los arquitectos» (esos sujetos díscolos y siempre problemáticos) de su propio medio hacen, considerándolos equivocados o desorientados porque no calzan en sus esquemas. Y cuando no es así, entonces se desentienden, se sumergen por ejemplo en el mundo académico y tratan de fijar su mirada en un pasado que generalmente ofrece menos problemas. Se dedican entonces a valorar lo ya valorado, los prestigios de los fallecidos que siempre ganan en consenso a los vivos, elogian a los fundadores, a los que en general son vistos con benevolencia y se abstienen cuidadosamente de señalar nada preciso en dirección a quienes están como ellos luchando con un presente problemático, tratando de construir, languideciendo a veces sin contar con un apoyo que podría abrir algunas puertas.

Volveré sobre este tema.

CRÍTICA E IDEOLOGÍA
(Publicado en el diario TalCual de Caracas el 25 de Mayo de 2013)
Oscar Tenreiro

Toda crítica se hace desde una ideología porque el juicio de valor como su nombre sugiere, está asociado a un conjunto de valores que constituyen un marco de referencia para la persona que emite el juicio. Ese marco de referencia puede ser llamado ideología si definimos ésta (lo he mencionado antes aquí) como un conjunto de ideas que apoyan una visión del mundo y no según la visión marxista como superestructura que regula las conductas. Y sin que nos adentremos en una discusión filosófica compleja que se escaparía de nuestro alcance, podemos decir que en toda persona ese marco de referencia define sus preferencias y señala sus afinidades.

Cuando alguien, en virtud de su persona, es decir de su rol público, escoge compartir con los demás las reflexiones a propósito de sus juicios de valor en el campo que le interesa, por ejemplo en la arquitectura, necesita elaborar, desarrollar, o aludir de algún modo, aunque sea rozándolos, los argumentos o razones que participan de su marco de referencia. Pero esos argumentos, para ser conocimiento trasmisible acerca de la disciplina considerada necesitan referirse a los instrumentos propios de esa disciplina. Sólo así puede el juicio de valor tener un fundamento sólido útil y aplicable a otros casos. Deja de ser hojarasca verbal.

Eso ocurre en toda actividad científica o técnica. Descalificar una operación quirúrgica exige hablar en términos técnicos o científicos, no morales o filosóficos.

Pero en el campo del Arte la cuestión no es tan clara. Con frecuencia el impacto de cualquier obra de arte tiene que ver con cuestiones inconscientes que evaden el razonamiento o conscientes que escapan a los medios expresivos a nuestro alcance, por lo cual comunicar nuestra impresión obliga a salirse de lo estrictamente disciplinario. Ir hacia lo poético si es posible, o enredarnos en razonamientos que nos tienden la trampa del lenguaje.

Voy a un ejemplo para explicarme mejor.

II
Nos interesó el Angelus Novus, cuadro de Paul Klee (1879-1940), porque lo admiró y lo llevaba consigo su dueño, Walter Benjamin (1892-1940), o porque la caligrafía (Klee pintaba como si escribiera) de ese pintor nos emociona. Pero ni la admiración por Benjamin concierne a la pintura ni la condición caligráfica es propia del pintar: es metáfora. Y Benjamin habla del cuadro de un modo que ilustra bien lo que digo. Lo hace en estrictos términos literarios asignándole cualidades al ángel (que por otra parte es un ángel porque lo dice Klee, no porque lo parezca) que seguramente estaban muy lejos de las intenciones del maestro suizo al pintarlo. Dice Benjamin:

«Hay un cuadro de Klee (1920) que se titula Angelus Novus. Se ve en él a un Ángel al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava su mirada. Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la Historia debe tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del Paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas…Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso»

Benjamin hace pues un comentario poético (una crítica) sobre la obra de Klee. Ajena a criterios disciplinarios (composición, color, dibujo, materia, forma-figura, etc.), análoga a la que oí como estudiante a Arturo Uslar Pietri, en el auditorio de nuestra Facultad de Arquitectura a propósito del Guernica (1937) de Picasso (1881-1973). Literaria y extraordinaria.

III
El comentario sobre una obra de arte, es decir la crítica, busca pues en los recursos poéticos un apoyo para sugerir o ir más allá de lo estrictamente disciplinario. Se enriquece con la mirada personal del crítico, que puede estar beneficiada por el dominio de lo poético. Incluyendo como en el caso de Benjamin, una descripción sui generis.

Pero cuando se pretende filosofar, o cuando se encuadra la crítica en un marco ideológico en el sentido marxista, además de cortarse el vínculo con lo disciplinario, se va hacia una pretendida explicación en el primer caso, o a un arrogante ajuste de cuentas en el segundo. En el primero, se razona sobre lo que nos atrae de una obra, lo irrazonable, y nos perdemos en el embrujo del lenguaje. Que en el segundo caso se manipula hasta encasillarlo en el espacio político. En ambos casos se pervierte el comentario al pretender sustituir lo disciplinar, o lo poético, por conceptos, criterios, puntos de vista que, tal cual dice Niestzsche, no tocan el arte. Lo ven supuestamente cerca pero no se comprometen con él. Es una crítica que se enreda en razonamientos que no dicen nada. Que son simple apariencia.

Eso pasó (pasa todavía en medios atrasados como el revolucionario nuestro) con la crítica marxista que trata de hacer política a propósito de la arquitectura. Que hizo estragos en los años sesenta del siglo pasado e indujo a Aldo Rossi a pronunciar su conocida frase, que he citado en muchísimas oportunidades: «no puede haber justificación ideológica para un puente que se cae». La acuñó él, venido del marxismo, para desmontar la pobreza intelectual de una crítica que pretendía colocar a la ideología como referencia suprema para el juicio de la arquitectura. Y si es verdad que un edificio no es un puente, necesario era dar a entender que la mala arquitectura no podía justificarse solamente con argumentos de corte ideológico.

Angelus Novus, grabado de Paul Klee, 31 x 24 cm., pintado en 1920.

Angelus Novus, grabado de Paul Klee, 31 x 24 cm., pintado en 1920.