ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Confieso que hace unos treinta años me molestaban los juicios de valor negativos a propósito de Le Corbusier. Pero puedo decir en mi descargo que lo que me molestaba más es que se hiciesen desde una posición de negación más amplia, como de antipatía, de distancia afectiva. Estaba dispuesto a aceptar ese tipo de juicios u observaciones puntuales de gente «cercana a Corbu», de compañeros de admiración podría decir. Como era el caso de quien he nombrado muchas veces, José Oubrerie quien por ejemplo se mostraba duro al decir que Corbu había rechazado una vez el ofrecimiento de un promotor norteamericano por puros prejuicios hacia el modo gringo, por pura distancia, digamos ideológica, con los Estados Unidos. Yo no estaba de acuerdo con esa observación, pero la encontraba coherente en una persona como él, colaborador dedicado de quien juzgaba. O cuando mencionaba las aflicciones que hubo de sufrir José Luis Sert (1902-1983) respecto al tratamiento de la pared ciega del núcleo de circulación que da a una de las calles que sirven al Carpenter Center de Harvard, proyecto de Le Corbusier cuya construcción dirigió Sert. El tratamiento de esta superficie tan importante como «cara» del edificio frente al acceso principal no había sido definido por Corbusier y Sert se angustiaba porque la obra avanzaba. Finalmente, no sé las circunstancias, la decisión se tomó: se abrieron perforaciones en los distintos niveles de la escalera y se rellenaron de ladrillos de vidrio, dejando todo el resto del volumen, alrededor de los servicios sanitarios, sin aberturas. Se configura entonces un volumen ciego, pesado, que en cierto modo impone su presencia sobre todo el resto de esa fachada. Asunto agravado hoy por un frondoso árbol que tapa parcialmente la vista de la totalidad cuando uno se aproxima desde los accesos peatonales dando la impresión de que lo que el edificio ofrece a la ciudad es sobre todo la contundencia de ese volumen poco feliz.

En una conversación suya con otra persona, oí una vez sin proponérmelo a un ex-profesor mío, expresándose mal del edificio de Harvard recién inaugurado que acababa de visitar. Y recuerdo que me molesté. Yo era mucho más joven y estaba tal vez en la etapa mimética por lo cual hoy se me hace comprensible mi reacción, pero prefiero decir ahora que las observaciones tenían sentido aunque tal vez con un énfasis diferente, porque en efecto en ese edificio ese preciso aspecto, su presencia urbana, plantea varias preguntas. ¿Fue por ejemplo la solución del volumen de servicios producto de un impulso no bien meditado?

En todo caso, habiendo podido visitarlo una media docena de veces a lo largo de muchos años no tengo muchas dudas al decir que no es de la mejores cosas de Le Corbusier. Es producto de un momento menor en su larga cadena de aciertos (o desaciertos). No me inquieta su antagonismo con los alineamientos predominantes allí y me parece muy acertada la idea de cruzarlo mediante la rampa central, pero hay sin duda algo incómodo en su modo de presentarse a la ciudad. Tal vez por eso, Rafael Moneo, Decano entonces de la Facultad de Arquitectura situada a pocos metros de distancia del Carpenter, en ocasión de una visita mía, para matar el tiempo antes de un evento al que me había invitado, no me habló de él sino más bien me sugirió acercarme a un edificio de ladrillo que está justo frente al Carpenter, el Sever Hall del arquitecto americano Henry Hobson Richarson (1838-1886), un ejemplo especialmente afortunado del uso del ladrillo, muy elogiado años atrás por Robert Venturi, el apóstol del postmodernismo.

Y vuelvo a lo del principio, cuando el juicio de valor se pronuncia desde la incomprensión del autor y de su obra, desde fuera de una relación estimulante; versus el que se emite a partir de la comprensión y el estudio de un legado. Este último caso es análogo a los juicios que un pariente o amigo muy cercano, un padre o una madre, pronuncian sobre un hijo: se abre un espacio de reflexión en lugar de uno de controversias. Eso es lo que a veces olvidan los seguidores apasionados, los bergson de Unamuno.

Y queda además planteado otro aspecto muy importante: esas obras por problemáticas que sean, por preguntas que no respondan satisfactoriamente, son obras esenciales de la arquitectura y quisiera uno llegar, aún permitiéndose juicios de valor, a acercarse siquiera al nivel de quienes las produjeron. Allí reside una palabra importante. Pero hay otra que lo es más todavía: cualquier obra humana admite las imperfecciones, los errores, los tropiezos, las inadecuaciones, los errores de juicio. Y eso lo deciden en nosotros nuestras preferencias, nuestra visión de las cosas, nuestros puntos de vista, lo que valoramos más o valoramos menos.

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No creo ser ya, a estas alturas, uno de esos seguidores apasionados de Le Corbusier. Le debo mucho a su visión de la arquitectura, como digo en la nota de hoy, y disfruto enormemente sus escritos, lo que registró en sus interesantes y extraordinarios «carnets de voyage», sus palabras, su obra plástica, de extraordinaria fuerza, su desdén por lo convencional, su esfuerzo por dejar de lado los refinamientos del «connoisseur». Eso será para mí, siempre, una referencia. Y puedo decir que mi fidelidad a la actitud y aspectos concretos de la obra de Carlos Raúl Villanueva quien fue un importante heredero, a su manera, de ese modo de vivir la disciplina, se debe a las mismas razones. Eso mismo puedo decir de otros grandes de la historia más o menos recientes con quienes he establecido un vínculo emocional, un universo me nutre y le soy fiel. En él hay filósofos, escritores, artistas, gente común, afectos personales, que he decidido incorporar a mi santoral privado y a quienes recurro. Me he referido a ellos aquí y allá y en estos años de vida de hombre mayor, impulsado a vivir más hacia adentro. A ellos voy agregando otros nombres porque mi personal «proceso de canonización» se mantiene activo.

Pero ya no me ofende que alguien descubra pecados en mis santos. Me sacude, es verdad, pero me hace pensar más que reaccionar, pese a mi natural impulsivo.

Y entre los santos de la arquitectura que tengo en mi altar están sin la menor duda, porque soy como todo el mundo hijo de mi tiempo histórico, los de la cuaternidad original: Mies, Wright, Aalto y Le Corbusier. Y agregué uno que despuntó más tarde pese a su contemporaneidad con Aalto, cuya obra he estudiado tanto como la de lo otros, con el añadido de que lo conocí personalmente y contribuí modestamente a que un libro fundamental para conocerlo en su integridad fuese publicado en español. Me refiero a Luis Kahn.

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Son santos disciplinares a los cuales podría agregar otros más recientes. Pero me ocurre algo que debe atribuirse a las peculiaridades del momento: encuentro los de ahora demasiado cómodos, demasiado instalados, demasiado ricos, demasiado famosos, demasiado pagados de sí mismos, demasiado publicados, demasiado consagrados, empalagosos en fin. Me resultan antipáticas tantas celebraciones en vida, tanto barullo mediático, tanto traje de gala, tanto merodear por los ejes principales del Primer Mundo. Quisiera verlos en dificultades y cometer pecados, en la precariedad que tal vez los acercarían a las nuestras, a las que vivimos en estas sociedades incompletas, contradictorias y agobiadas por el peso de los prejuicios.

Proclamo para concluir, sin ruborizarme, que de cuando en cuando le prendo una velita arquitectónica a cada uno de mis cinco santos y les pido el milagro de perseverar en la búsqueda de la diosa arquitectura. Y entre ellos la vela más intensa es la de Le Corbusier.

TODO LLEGA AL MAR (CONCLUSIÓN)
Oscar Tenreiro
(Publicado en el diario TalCual de Caracas el 20 de Julio de 2013)

Hace un tiempo mencioné lo que un amigo y colega, Víctor Ochoa Piccardo, me decía a propósito del idioma chino, que él domina con destreza. Según le entendí a Víctor, en esa lengua no es posible designar una corriente de pensamiento utilizando el nombre de la persona que sentó sus bases. No es posible decir marxismo o maoísmo o cualquier ismo como sí se hace en castellano y muchos otros idiomas. En chino habría que decir «quienes siguen el pensamiento de Marx» o «la doctrina de Mao», de modo que es el lenguaje el que protege la integridad del pensamiento original de las interpretaciones de los continuadores.

No sé si lo entendí bien, pero si non é vero, é ben trovato, porque sería esta una comprobación tajante de hasta qué punto el lenguaje interviene en los fundamentos del discurso. Apoyarse en el pensamiento de alguien no es necesariamente la prolongación de ese pensamiento sino una elaboración con nombre y apellido nuevos, el de quien interpreta. Y eso es bueno tenerlo claro ante lo que recordaba hace dos semanas en relación a la mimetización de los seguidores o admiradores, que en cierto modo suplantan al admirado haciendo que su legado se contamine con lo que no le pertenece.

El tiempo y sobre todo, y en eso quiero insistir, la crítica y la discusión abierta a veces dura sobre una obra ayuda a ubicar mejor lo específico, lo más valioso, de la obra y de su autor.

Creo que con Le Corbusier eso ya está ocurriendo. Superó las distintas fases de su notoriedad y sufrió la última, la de chivo expiatorio, con lo cual su figura se ha delineado mejor. Ya sus admiradores dejaron de ofenderse por un juicio de valor que pudiera plantear preguntas, y la solidez de su herencia permite asumir defectos y errores, reales o relativos, con tranquilidad. Su integridad no sufre, ni su calidad de artista o pensador, si se admite que como en toda obra humana la de él tuvo momentos mayores o menores. La persona se acerca a nosotros, se hace más real, más próxima.

II
Seguir un legado desde la unanimidad o la actitud reverencial es poco interesante y debilita la imagen del reverenciado. En el caso de Le Corbusier ya eso pertenece al pasado porque nos distancia de él lo acontecido, lo vivido, lo experimentado para quedarse con nosotros lo más sustancial. Que para mí es, digámoslo de una manera incompleta, su aproximación a la vida y desde ella al arte y la técnica, incluyendo a su materia principal, la arquitectura y el mundo de lo visual. Su esfuerzo por incluir, por no dejar nada de lado, por tratar de lanzar, como decía en un poema sobre la Fe Joaquín Alliende, presbítero y poeta chileno, una mirada a través de la maraña.

Están desde luego sus obras con su poderoso mensaje y sus valores abiertos a la admiración, pero quedó atrás el deseo de imitación, la intención de seguir su estela. La vida, el medio en el que vivimos, su cultura, sus hábitos, su naturaleza, nos ha enfrentado a preguntas que no son las que le tocó contestar a él. Y las limitaciones personales se han hecho presentes, establecimos preferencias que maduraron nacidas en nuestra intuición y terminaron trazando nuestro camino. Somos radicalmente otros. Lo sabemos mejor con el tiempo transcurrido.

Pero me apetece señalar un aspecto en el que me apego con fuerza a su enseñanza. Su insistencia en estar fuera de todo propósito filosófico como dijo en una entrevista que reseñé hace años. Porque Corbusier nunca quiso explicar lo que hacía recurriendo al filosofar. Sus argumentos a favor de sus decisiones fueron siempre fundamentados en la técnica, en la racionalidad constructiva, en la respuesta al relieve del lugar, en los requerimientos de confort climático, en las exigencias de un programa de necesidades, en la obligación de resolver un problema, en el uso de sistemas numéricos de proporciones, de separación de funciones, de economía. Dejó siempre que sus obras se explicaran mostrándose, como he señalado durante estos días, evitando parlotear sobre ellas. Eso para mí es una enseñanza entrañable, la que mejor define una manera de ver la arquitectura a la cual me afilio.

Y cuando cedió a la tentación de explicarse recurrió a la poético. A lo poético escueto, nada hiperbólico. Habló de sinfonía de las formas, de espacio indecible, metáforas que no intentan decir sino sugerir.

III
Y publico hoy el dibujo que Corbu quería que acompañara al texto » De los trece a los diecisiete años…» que publiqué hace tres semanas. Se resolvió la situación con la Fundación Le Corbusier cuyo copyright está garantizado.

Invito a los lectores a descifrarlo: en la parte superior, en trazos negros, el perfil del pico de un pájaro, del cuervo que asociaba a su persona. Con su pico atrapa una figura azul ¿El Mediterráneo quizás? A la izquierda una montaña (sus Alpes de la infancia) y un sol con una media naranja. Abajo, entre dos rayas negras horizontales, tal vez la parte de él dedicada a la arquitectura, el torso y en su centro corazón y pulmones. Más abajo el sexo y una figura en azul claro. La fecha es 1956, cuando ya Chandigarh iba avanzando. ¿Es pues, concluyo, un autorretrato?

Sé bien que esta descripción es innecesaria, que contradice la idea de mostrar. Que esto o aquello…poco importa. Es una licencia que me tomo impulsado por la pregunta acerca del por qué de ese dibujo junto al texto autobiográfico. La licencia de quien se asoma a un espacio personal extremadamente rico, lleno de sutilezas, encerrado en sí mismo y a la vez empeñado en comunicarse con los demás. El espacio de un hombre que pudo saltar más allá de lo contingente con una capacidad excepcional para hacernos reflexionar. De eso se trata. Pensar y estimular en otros el pensar. Es eso lo que unirá nuestros tránsitos para entregarnos al mar.

Leyenda de la Fotografía:
Dibujo de la página 20 del libro «L’Atelier de la Recherche Patiente» de Le Corbusier. Copyright Fundación Le Corbusier