ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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En estos días leía en el libro de Gershom Scholem sobre Walter Benjamin «Historia de una amistad», algo sobre la preparación de la fundación de la Universidad Hebrea de Jerusalén mucho antes de la creación del Estado de Israel. Me sorprendió ver la seriedad y profundidad de los preparativos, la pausada incorporación de talentos personales a la tarea, el proceso lento y meditado en lo que se hacía con vistas al objetivo final: la fundación de una institución sólida, destinada a estar en estrecha relación con el prestigio intelectual y espiritual de un pueblo. Lo que me llevaba por contraste hacia esa inmensa superchería que se ha hecho común en los últimos años venezolanos, de crear universidades por decreto y darle categoría universitaria a cualquier caricatura surgida de las aspiraciones políticas de quien maneja un presupuesto. De allí han surgido cataratas de universidades de mínimo nivel que serán con seguridad factorías de profesionales sin calificación, entre los cuales sólo los más aptos podrán superar las limitaciones de una formación incompleta.

Y lo que ocurre como consecuencia es que entre las fragilidades venezolanas fundadas en el populismo y en una tradición cultural por demás escasa se haya hecho fuerte la de ver la vida académica como un transcurrir entre requisitos, diplomas, títulos y complicidades entre compañeros que se ocupan de vivir y dejar vivir, cediendo a una cierta ojeriza hacia la valoración individual expresada en respeto y aquiescencia frente a quien se destaca en el mundo profesional o intelectual y puede estar por ello mismo exento de las formalidades reglamentarias.

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Para justificar ante terceros una excepción, una concesión a una persona de valía, se necesita convicción por una parte, y una fuerte personalidad fundada no en cordialidades de corte político, sino en valores culturales e intelectuales, profundidad en la mirada disciplinaria y un conjunto de cualidades que no han estado demasiado bien representadas en los más altos cargos burocráticos de nuestra Facultad de Arquitectura.

Con frecuencia me preguntaba durante mis años más activos de profesor por qué razón no podía dedicarse algo de las interminables horas que nuestros Decanos queman en la reuniones del Consejo Universitario, a presentar ordenadamente, con rigor y fundamentación, las razones por las cuales los requisitos para tener acceso al cuerpo profesoral mediante los Concursos de Oposición por ejemplo, debían adquirir fisonomía diferenciada en el caso de la Facultad de Arquitectura dado que nuestra disciplina cabalga entre las Ciencias y las Humanidades de un modo específico que exige ser visto por separado. Algo se ha logrado a lo largo del tiempo, es verdad, pero ha tomado décadas, a pesar de que de la uniformidad reglamentaria establecida surgían condiciones para concursar tan irritantes y desprovistas de sentido para un profesor de arquitectura que hacían de la preparación para la prueba un proceso bastante humillante desde el punto de vista intelectual. Porque se obligaba a los concursantes a leer libros supuestamente teóricos y supuestamente importantes cuando sabemos lo relativas e incluso inexactas que en arquitectura son todas las posibles teorías. Y en distintos momentos de la prueba el Jurado pedía, con un talante propio de internado eclesiástico, que el aspirante vomitara un «caletre» que revelara que en efecto se había leído todos los libros exigidos. La preparación del concurso era pues una desagradable etapa dedicada a engullir textos y apagar cualquier impulso de utilizar criterios e ideas personales tal como si eso se considerara una desviación inconveniente. O se pedían para los trabajos de ascenso en la escala profesoral, el cumplimiento de exigencias propias de los trabajos científicos o de los de las ciencias sociales, del todo irrelevantes y hasta contrarios, por ejemplo, a un discurrir creativo afirmado en puntos de vista derivados de la práctica profesional, asunto que sin embargo es fundamental para el enriquecimiento de la docencia en arquitectura.

Por aversión hacia este tipo de condiciones, muchas gentes de valía reconocida como arquitectos se abstuvieron de subir de nivel, un poco como protesta y un poco como cansancio frente a tanta ceguera institucional. Sin que pueda dejar de mencionar el caso de Jesús Tenreiro que se negó a seguir esas pautas y se mantuvo como Profesor Asistente, muy alejado del grado de titular, categoría que merecía sin la menor duda. Y se fue del mundo sin que se le ocurriera a ningún miembro directivo de nuestra Facultad pasar por encima de los tecnicismos y concedérsela; y mucho menos un doctorado Honoris Causa que sin embargo se le entregó a algunos de cuyo nombre no vale la pena acordarse.

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Es una ceguera «institucional» que sin proponérselo promueve la mediocridad, situación que muchos consideramos debe cambiar y que las circunstancias previas a la muerte de un profesor valioso ponen sobre la mesa de un modo duro y doloroso. Se nos hace viva de nuevo una profunda inquietud, la de que nuestra Facultad carezca de alma, como digo en la nota de hoy. Y se apreste a ser invadida definitivamente por una legión de cumplidores de requisitos y  de doctores reglamentarios (con las excepciones debidas), y a ser sepultada por el peso del papel de innumerables trabajos de ascenso o tesis doctorales engrosadas a base de citas, mientras se va apagando el dinamismo del debate sobre un deber ser y deber hacer y, por supuesto, la pasión por la arquitectura.

Y vienen en nuestro auxilio (es un tanto paradójico) las tradiciones de las universidades anglosajonas en las cuales es perfectamente admisible conceder privilegios especiales a quienes se consideren de valor suficiente. E, incluso, nombrarlos en cargos de autoridad como ha ocurrido en muchos casos, con la intención, precisamente, de que la institución reciba de ellos un aporte intelectual, personal, espiritual puede decirse, que le imprima una dirección a la docencia, que le entregue a ella parte de su alma.

¿Por qué a una sociedad como la nuestra, imitadora de cuanto se le ocurre a cualquiera que resida al norte de Key West , Florida, EUA, no le ha parecido bien imitar este aspecto de la tradición universitaria americana? ¿Por qué ha escogido para sus Universidades un modelo europeo más pesado, más arraigado a la tradición por razones que por supuesto son obvias? Por muchas razones que tienen que ver con una visión de la institucionalidad heredada de Europa, pero también con una que es bastante menos interesante: el deseo de estabilizar los cargos, de atarlos a procedimientos a resguardo de posibles recién llegados, a preservar la seguridad personal.

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Y termino la introducción de hoy refiriéndome a una anécdota. Hace unos años se publicó un libro conmemorativo de los 50 años de la creación de nuestra Facultad. El libro registraba datos diversos y en lo fundamental era una sucesión de referencias a fechas, cargos directivos, profesores activos, empleados, etc. Bastante ausentes estuvieron textos relativos a la historia profunda, esa que precisamente atañe al alma. Podría decirse que se hizo «con lo que hay», es verdad, lo cual justificaría su carácter «light». Pero para quienes notábamos la ausencia de tantas cosas importantes el asunto resultaba demasiado chocante.  Jesús Tenreiro acusó de tal modo ese vacío que llegó a proponerme una tarde durante la visita semanal que le hacía en sus últimos años de vida, que, como respuesta al libro en cuestión, hiciéramos él y yo nuestra propia historia del lugar donde nos habíamos formado. Libre, que mirara más profundo, una que abarcaría entre él y yo cuarenta años por lo menos. Le dije que sí, que lo haríamos, sabiendo que nunca sería posible, y en su lugar escribí una pequeña carta para el Decano de entonces, el colega Azier Calvo, diciéndole que le devolvía el ejemplar recibido por incompleto. Nunca la envié y por mi parte tampoco haré el esfuerzo de delinear una historia. Pero haré, cuando piense que vale la pena, consideraciones como las que hoy hago a propósito de la ausencia de uno de esos profesores que le entregaron parte de su alma a la Facultad de Arquitectura.

NO PERDER EL ALMA
Oscar Tenreiro
(Publicado en el diario TalCual de Caracas el 14 de Septiembre de 2013)

Entiendo que poco antes del día de su muerte Joel Sanz estuvo envuelto en un desagradable contencioso con el Consejo de Facultad en relación con el Concurso de Oposición realizado hace poco del cual había sido nombrado jurado para, seguidamente y siguiendo argumentos formales, había sido destituido. Como consecuencia Sanz presentó una protesta y según he sabido, intentó la impugnación del Concurso.

El impacto que todo ese asunto tuvo en él fue considerable y sin duda influyó en su estado de ánimo, y sin que sea mi intención terciar en un debate sobre la eventual ilegitimidad de su destitución, me interesa sin embargo referirme al escenario que hizo posible una situación tan difícil de entender en el caso de un profesor con la trayectoria de Sanz.

Quienes dirigen la Facultad (no personalizo), parecieran con frecuencia contentarse con una observancia de normas académico-administrativas, asociadas con un cierto desdén hacia el valor personal, profesional e intelectual, no exento de celos respecto a todo aquel que posea atributos superiores. Es un caso más de la constante mezquindad venezolana tantas veces denunciada. Por una parte hacen de la institución un espacio cómodo para personalidades de corte esencialmente funcionarial que han cumplido con todos los requisitos exigidos y, paralelamente sospechan, corrigen y vigilan, a todo aquel que se maneje con cierta libertad frente a ellos a partir de sus capacidades, convicciones y saber profesional. No es que eso no sea así, de algún modo, en todas las instituciones similares, en todas partes. No, no se trata de eso, sino que aquí se ha hecho rutina, para que lentamente, con paso firme, la institución se libere de los más autónomos, intelectualmente vivos, productivos…e incómodos, en provecho de una marea de aspirantes a beneficios académicos cada vez menos interesante, pero cumplidores de los requisitos exigidos.

II
Lo ocurrido en el caso de Sanz es consecuencia de ese estado de cosas. Hay un desfase, un divorcio entre el valor personal y una representatividad institucional en gran parte vacía de contenido y hasta contaminada de hipocresía. Que se revela como análoga a la que se vive en el ámbito político-social venezolano. Se es estricto aquí pero permisivo allá según convenga y de modo atento a un qué dirán burocrático-ideológico que permite no comprometerse.

Es una de las razones de que la imagen que ofrece hacia afuera la Facultad de Arquitectura sea de deterioro, y explica su ausencia en el debate sobre arquitectura, ya de por sí muy débil y casi inexistente en la decadencia que vivimos. Y ello se da en un contexto en el cual las Universidades autónomas, como la UCV, se encuentran bajo ataque. ¿No es precisamente en una situación así cuando deberían reforzarse las cualidades personales y disminuirse las formales a menudo vacías? La respuesta es obvia pero a veces parece que quienes actúan instalados en un cargo pierden las perspectivas. Porque la Facultad de Arquitectura nuestra, y en eso soy sumamente enfático tiene que renovarse. Y no hablo de un barniz, hablo de un cambio de fondo que, lo repito, se hace más necesario, cuanto desde fuera se trata de ahogar su existencia por razones políticas.
Y no se trata de una renovación ideológica o de juegos de Poder, como la que en 1969-70 condujo a tantos errores y alimentó el cinismo de muchos de sus protagonistas hoy instalados en el Poder y erigidos en verdugos de la Universidad Autónoma, sino de una que se refleje en cambio de actitud frente a quienes, con su valor personal, pueden darle fisonomía, elevar su nivel académico e intelectual, devolverle la vida, proporcionarle alma.

III
Porque en una institución universitaria es sobre todo el valor individual de cada quien, su capacidad de crear conocimiento, su capacidad de ser referencia permanente para quienes han sido sus discípulos, lo que viene a ser su alma. Pensemos en Gropius, Mies, Klee, Schlemmer, Albers y muchos otros como el alma múltiple de la Bauhaus; Wright, alma de Taliesin East y West; Mies, Gropius, Sert, Kahn, alma de Illinois, Harvard y Penn; Vilanova Artigas en Sao Paulo, Alberto Cruz y Godofredo Ionmi en Valparaíso; Ossot, Ventrillon, Crema, Villanueva, Ferris, Carpio, Galia, en nuestra vieja Facultad ¿No fueron mientras vivieron parte del alma de la más reciente Hernández, Legórburu, Jesús Tenreiro, Rigamonti, Lasala, Sanz y otros también hoy ya semi-olvidados y ocultos por la niebla actual de conformismo y rutina?

La semana pasada rocé este tema y vuelvo a él: con todas las distancias guardadas de contexto y contenido, no es de figuras de otras partes de donde sacaremos la sustancia para darle espesor a nuestra cultura arquitectónica. Ellas desde luego, dependiendo de su universalidad y su densidad cultural, nos dan una guía inestimable, nos alimentan en un sentido profundo, pero será sobre todo de los esfuerzos nuestros, de las obras de aquí, modestas o no, de los sueños no realizados, de las ideas que quedaron en el aire y las reflexiones de gentes de nuestro mundo, como le daremos espesor a nuestra cultura arquitectónica. Estoy seguro de que, por ejemplo, del trabajo que Joel Sanz me hizo llegar hace algunos años titulado «Cinco Lecciones de Carlos Raul Villanueva» que presentó en una charla en Milán en Noviembre de 2006 se pueden encontrar temas y reflexiones que significan mucho más como fuente de conocimiento de nuestra disciplina, que la mayor parte de las intrascendencias brillantes que producen los arquitectos del espectáculo y circulan entre nuestros estudiantes. Es hora de que fijemos en nuestras conciencias que son las personas las que nos ayudarán a no perder el alma. Personas como Joel Sanz.

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