ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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SETENTA Y CUATRO
Oscar Tenreiro /16 Noviembre 2013

Hoy cumplo setenta y cuatro años, una edad que no sé si califica como «edad avanzada» pero sí garantiza mi condición de persona mayor. Nací en 1939 y mi madre fue atendida por el Dr. Gutiérrez Alfaro en la Clínica Córdoba de Caracas porque según ella fui el único de sus cinco hijos que le dio ciertos trabajos en el parto. Los otros cuatro nacieron todos en la casa, dos en Valencia, los mayores, y dos en Maracay, el menor y mi hermana, un año exacto mayor que yo, fallecida muy joven.

Me dice una de mis hijas que en esta edad hay más sabiduría, aunque, me dice también, que en muchos casos no lo parece porque lo impiden las tareas pendientes. Me gusta que me lo diga y fantaseo pensando que tiene razón. Tal vez por eso me compré hace poco un libro de Herman Hesse que aún no he leído, «Elogio de la Vejez» . Lo abro hoy y leo al final del primer texto: «Siempre volverá la Pascua, una y otra vez el placer se trocará en angustia y la angustia en redención, la canción de la caducidad me acompañará sin luto en mis caminos, rebosante de afirmación, rebosante de buena disposición, rebosante de esperanza».

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La esperanza no la he perdido. No sólo en relación a mi vida personal, sino a la vida colectiva que remite a temas más amplios, más abstractos, que existen sólo como conceptos y que sin embargo en una situación como la venezolana parecieran ser realidades que a todos afectan. El país, la sociedad, la colectividad, la solidaridad, la confianza, la desconfianza, la tranquilidad, la crispación, la cultura, la ignorancia. Todos temas con una dimensión política que se agiganta y en cierto modo se hipertrofia cuando la democracia es ahogada, tal como ocurre aquí. Temas que cualquier ciudadano del Primer Mundo democrático sabe que se ventilan o debaten, en términos casi académicos, de especulación intelectual en clave sociológica, y para los que apenas dedicaría una fracción de su discurso personal en encuentros de amistad o de intercambio social. Y que sin embargo están presentes de modo casi permanente entre los venezolanos de estos tiempos, en cualquier reunión, en cualquier conversación, profundamente insatisfechos con «la marcha general de las cosas», ese modo de llamar la Providencia que, junto a otros conceptos (puede leerse en la presentación de este Blog), tomé de Gianbattista Vico.

Es cierto, estamos obsesionados con esos temas; y comparto esa obsesión sin sentirme demasiado culpable porque algunas lecturas en cierto modo dan luz verde para expresarla. Por ejemplo en esa recopilación de textos de Fernando Pessoa que mencioné hace dos semanas y que con el título de Iberia se publicó recientemente. El título se debe a que son textos en los que Pessoa se ocupa del tema de la identidad castellano-catalana-galaico-portuguesa como estrechamente unida a una visión de la península, Iberia, y de su especificidad cultural-civilizacional, incluyendo el escenario político (la República, la Monarquía, el colonialismo, incluso el imperialismo, que para él debe ser sólo cultural). Son textos interesantes pese a su carácter demasiado especulativo no exento de razonamientos que pueden resultar gratuitos o, incluso, prejuiciados, que se alejan demasiado de la muy atractiva ambigüedad en el que se mueve la obra poética de Pessoa, o de la profundidad de su discurrir en el Libro del Desasosiego o en sus Textos de Crítica e Intervención que tengo en edición portuguesa.

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Sí, es definitivamente un rasgo propio de los venezolanos de hoy el hacer consideraciones de sociología política aplicadas a nuestro caso en cualquier ocasión que se presente; y no viene mal saber que no hace tantos años también fue así en países de mucha más tradición, de raíces más profundas. Lo atestigua lo escrito por un poeta, no uno más sino uno muy grande, que lo hace además con gran intensidad y un impulso casi militante, desde su perspectiva portuguesa, coincidiendo en esa tarea con otros, grandes también y muy ilustres, en la España de ese tiempo. Con lo cual podría decirse que son ciertos momentos en la vida de las naciones, momentos marcados por la contradicción, la controversia, la inestabilidad política, los retrocesos, la aparente decadencia, las dudas sobre identidad y razón de ser, los que impulsan, explican y justifican esa necesidad.

Y volviendo a mi persona y mis 74 años, debo confesar que en estos momentos de mi vida me pregunto más que nunca qué es en realidad, en qué consiste, ser venezolano. Qué es lo que me hace sentirme satisfecho y recompensado por haber nacido y vivido aquí, mientras, igualmente, me invade la sensación de mucho tiempo perdido, de desgaste innecesario, de cosas incompletas, de haber caminado en el sentido equivocado. Y comparto esa sensación que mucha gente de orígenes y edades muy diversas que, como a mí me ocurre, parecieran no encontrar dirección, propósito de algún modo constructivo, coherencia mínima, a lo que acontece entre nosotros.

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No sé si puedo decir que soy ahora más paciente. No lo creo. Me desesperan las mismas cosas que me desesperaban hace tiempo y tal vez lo que sí tengo es más capacidad para aceptarlas. Para integrarlas a la realidad aunque sea de mala gana. Eso no es sabiduría sino resignación. Tampoco puedo decir que soy más tolerante con los demás sino que me importunan menos sus peculiaridades. He aprendido, es verdad, a ver a la familia amplia con más distancia y eso me hace encontrar virtudes que antes me pasaban desapercibidas. La familia cercana, mis hermanos y sus hijos, los míos, las familias que han fundado, son como un escenario rico, variado, cargado de significados, de promesas, de rumbos que despuntan, y de una alegría de vivir que es para mí un necesario y bienvenido llamado de atención. Que no deje de verlo, me dicen con su actitud, pocas veces con las palabras, que no me deje arrastrar por los momentos bajos, que pueden abundar. También es un escenario de preguntas. Tratar de contestarlas se convierte en una tarea difícil que abre muchos caminos y entre ellos el de la trascendencia. Eso me ha hecho decir varias veces y ahora lo escribo, que lo mejor que he contribuido a hacer como ser humano ha sido mi familia. Con todo lo que he sido, acertado y errado pero orientado por el deseo de decir que sí a lo que la vida me fue ofreciendo. Por sentir eso tan fuertemente, empujo a los más jóvenes a entregarse a ese fin, que será lo único realmente vivo y perdurable al cesar todo lo demás, que lanzará sus preguntas en todas las direcciones para la mayor gloria de Dios.

Era esa una frase que se colocaba en el pasado y que encabeza algunas de las obras más importantes de la humanidad. A veces era imposición de las jerarquías pero había sinceridad en muchos casos. Un profesor mío de secundaria, de la orden de los hermanos cristianos de La Salle, él de origen francés, el hermano Francisco, muy viejo ya, bondadoso, que guardaba los exámenes escritos cuatro años antes por Jesús el mayor de mis hermanos, como ejemplo de cómo había que hacer las cosas, luego de explicarnos las leyes físicas que rigen la órbita de los planetas, nos contó emocionado que Kepler (Johannes Kepler 1571-1630), una vez seguro de sus descubrimientos, había caído de rodillas para agradecer a Dios el haber sido capaz de entender.

¿Por qué, en medio de tantas cosas, recuerdo al hermano Francisco diciendo eso con su voz suave y atiplada? ¿Por qué es eso, precisamente, lo que recuerdo? Y, más curioso aún, lo recuerdo hoy cuando esto escribo, un 15 de Noviembre, al cumplirse exactamente 383 años del fallecimiento de Kepler. Me acabo de enterar.

Y es posible entender esa frase como un deseo de que lo hecho aquí mientras vivimos se agregue, pequeñísima suma, a todo lo demás. Tal vez por eso, mi santo particular, Ludwig Wittgenstein, menciona en alguna parte, con admiración, esa intención expresada en una dedicatoria a lo más alto. No recuerdo donde lo leí.

Y siempre volverá la Pascua.

Leyenda de la imagen:
Tres casas, tres símbolos. Acrílico. OT 2013

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