ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro/23 de Noviembre de 2013

La semana pasada me ocupaba de la edad y sus consecuencias porque cumplir años siendo mayor invita a hacerlo, sobre todo cuando empieza a golpearnos el que tantos se hayan ido antes que uno.  Hoy me detengo en la diferencia de perspectivas que parece separarnos de los que están comenzando y lo hago bajo la experiencia de haberme dedicado a lo largo de los últimos seis meses, a ordenar y en cierto modo revivir (y hasta revisar) lo hecho a lo largo de mi tiempo de ejercicio.

Lo primero que debo decir es algo que comenté a raíz de la muerte del colega Gustavo Legórburu, fallecido recientemente. Para el momento en que terminé mis estudios en 1960, Gustavo era una referencia entre los arquitectos que despuntaban dentro de lo que podríamos llamar la «tercera generación» después de Villanueva, siendo la segunda la de Tomás Sanabria, José Miguel Galia, Oscar Carpio o Julián Ferris. Y me refería cuando recordaba su desbordante talento, a un modo de ser, una manera de ver la actividad profesional en la cual lo fundamental era responder a las exigencias de cada encargo, sustentando esa experiencia con las anteriores, convirtiendo así su trabajo en lo que hoy se da en llamar una autoreferencia: lo que se hace es lo que alimenta y fundamenta lo que se va a hacer, sin que eso excluya, por supuesto, una relación despierta con la escena más amplia, tanto la local como la internacional.

Esa actitud tenía mucho que ver con el dinamismo de la Venezuela de entonces, en la cual permanentemente se presentaban posibilidades de trabajo. Un dinamismo que en cierta manera dejaba de lado cualquier búsqueda de repercusión de la obra más allá del entorno local. Podría resumirse esa actitud diciendo que se trataba de un hacer despojado de la ansiedad de la figuración, del reconocimiento de los más alejados, centrado más bien en la satisfacción de cumplir usando las herramientas al alcance.

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Esa actitud se manifestaba ya desde los tiempos de estudio y un buen ejemplo de ello, de lo cual fui testigo, es que, cuando el primer contingente de arquitectos jóvenes se trasladó a Londres a mediados de 1958, a raíz de la concesión de las primeras becas de estudio de post-grado de la Universidad Central, prácticamente ninguno de ellos tenía elaborado eso que en el mundo anglosajón (y ahora en todas partes) se llama un portfolio, un album que debía contener un resumen ordenado de lo hecho durante los años de estudio, documentado con imágenes precisas y algún que otro original, que se muestra para apoyar lo que ha sido la experiencia personal.  Ante su carencia se veían obligados a escribir a Caracas pidiendo lo que estuviera a la mano, o buscaban sustituirlo con palabras.

Esta simple anécdota ilustra bien lo que decía más arriba, lo de la autoreferencia. Se era lo que se era, y se suponía que cada quien lo representaba sin necesidad de recurrir a terceros o a evidencias que otro debía juzgar. Cada quien en cierto modo se mostraba sin buscar que se le reconociera más allá del conocido círculo inmediato. Una visión que podría llamarse pueblerina, o en clave más dura inconsciente, pero que me interesa destacar sobre todo porque era muy auténtica desde el punto de vista humano. Era como decir: aquí estoy ¿no le basta? ¡pruébeme!

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Pero el mundo moderno, en general, no funciona así. Se buscan siempre pruebas externas que demuestren el valor de lo que se hace, pruebas que puedan ser examinadas, analizadas, estudiadas. Un mundo que aún no había calado en el ambiente venezolano de esos años. Siendo cierto que en Venezuela se publicaba por ese tiempo la mejor revista de Arquitectura de América Latina, «Integral», de impresión impecable, con material muy cuidado, y Villanueva había sacado ya dos números de una promovida por él, «A», también de alta calidad, no era preocupación ansiosa de ninguno de los arquitectos que surgían (ni aún de los mayores) publicar trabajos en ellas. Una actitud en completo contraste con la que ya despuntaba en Europa y se hacía intensa en los Estados Unidos, que colocaba la publicación como un asunto extremadamente importante para surgir entre la competencia, para afirmar con el reconocimiento externo la experiencia de cada quien. Y esa tendencia ha ido en continua progresión, hasta el punto de que los arquitectos jóvenes europeos (y en un menor grado los americanos) prácticamente no trazan una línea ni construyen un simple muro, sin pensar en la publicación. Y, dicho sea de paso, la publicación tiene que hacerse con fotografías muy bien pensadas, impecables, profesionales, que sean capaces de realzar, digamos, la poética de lo hecho, congelando en la imagen los mejores ángulos, destacando valores estéticos que se suponen personales, bien cuidados, etc. etc.

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He escrito antes sobre lo que Kenneth Frampton me dijo en una entrevista respecto  al papel instrumental de la fotografía:  «…reconozco que aunque uno parte de la neutralidad de la cámara porque teóricamente una fotografía de un edificio es una fotografía de un edificio, tuve la experiencia de que cuando uno manda fotógrafos diferentes a fotografiar un edificio, termina teniendo dos edificios distintos, porque el ojo a través de la máquina no ve la misma cosa…estas cosas se mueven en la dirección de reducir la arquitectura a imágenes fotográficas….» [1]  En ese momento no había hecho irrupción la fotografía digital (la entrevista fue en 1985) que ha exacerbado el papel traductordel edificio que la fotografía tiene; y más bien asistimos, con el mejoramiento de la calidad de impresión de libros y revistas, que en el caso de las revistas ha llegado muy lejos, a una especie de reinado universal de la imagen fotográfica como medio de juzgar la arquitectura.

Y si la imagen fotográfica es por sí sola incapaz de reproducir o emular con fidelidad la experiencia arquitectónica en su complejidad porque explora sobre todo sus cualidades puramente plásticas, mucho más se revela insuficiente para trasmitir el peso del medio ambiente en la obra, el del lugar, el de las múltiples caras del contexto, todo lo que en realidad define la experiencia de vivir la arquitectura. O, incluso, y eso es muy importante, su papel de precedente cultural en un medio dado. Aspectos absolutamente inseparables de la percepción de su validez, de su alma, de su valor primordial. Lo que perdura.

Esa insuficiencia de la imagen, tan evidente hoy y a la vez tan relegada en la conformación del juicio de valor, la percibían con toda claridad los jóvenes arquitectos de mediados del siglo veinte en una Venezuela entregada febrilmente a lo que pudiéramos llamar la colonización y apropiación de su espacio natural, a la conformación de sus ciudades, todo en un ambiente marcado por el optimismo. Y en ese preciso sentido esos arquitectos se situaban ante el mundo con una seguridad y una autonomía que hoy parece inalcanzable. Eran esencialmente auténticos y es de esa autenticidad de lo que más podemos aprender en estos momentos signados por la apariencia, por la vestidura, por lo superficial.

[1]«Oscar Tenreiro, Sobre Arquitectura-Conversaciones con Kenneth Frampton, Oriol Bohigas, Rafael Moneo, Jaume Bach, Gabriel Mora y César Portela / Ediciones Nave, Caracas 1990 Pág.30

De la serie de René Magritte «La traición de las imágenes» (1928-1929)