ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Roberto de las Ruinas llamaban al pintor francés Hubert Robert (1733-1808)

Oscar Tenreiro / (Publicado en el diario TalCual de Caracas el 3 de Mayo de 2014)

Me siento a escribir y me pasa lo de la canción. Doy vueltas, miro alrededor, a los lados, más lejos hacia la montaña tutelar, observo el techo, que en mi caso no necesita pintura, en la canción sí. Y me acuerdo de ella porque me cuesta hilar las ideas. El aburrido tiene cadena nacional todos los días y ayer habló sobre Ucrania improvisando falsedades para justificarse. Siguen dictándose medidas absurdas, irracionales. La falta de criterio, la torpeza que exhiben desde el Poder es increíble. Comento con mi amigo que esto que ocurre aquí, por lo inédito e incoherente, deberá ser motivo de estudio. Lo digo en serio. Estudio sociológico y cultural sobre cómo la ineptitud, la improvisación, la falta de escrúpulos, la ignorancia, sumada a la inanidad de los sectores dirigentes de una sociedad, puede terminar confiscando la libertad de un país entero. Una pandilla, apoyada en la perfidia de una de las dictaduras más longevas del planeta, maneja a su antojo a una nación joven de casi treinta millones de habitantes, prometedora y con futuro. Hacen lo que les viene en gana, apoyados en idea, palabras y especulaciones, por afiebrados sesentones y setentones que creen navegar por fin en la ola revolucionaria que admiraron, frustrados, a lo largo de una vida. Y también de algunos más jóvenes que dijeron esta es la mía y se hicieron de algo de Poder. Y por supuesto de convencidos ilusos. Además de una todavía enorme masa de engañados que no pueden sino creer, porque ese tipo de fe es barato. Cuesta entender cómo se sostiene esta comedia en la que uno de los favorecidos, o enchufados, dice que han construido un modelo exitoso. Mientras todo se cae a pedazos y se respira frustración.

La energía de esta ola de absurdos se disipó en su empeño de ignorar la historia de una sociedad, por frágil que pueda parecer. Ya sólo queda tener paciencia y ver como se convierte en espuma. Sin violencia, por obra de su misma falta de sentido.

II
¿Y por qué no hablo de arquitectura? Me ocupo de lo que presiona y eso no deja de parecerme un problema. Vivo una cierta pasividad espiritual. Me parece a veces que nada vale la pena. Y como me voy haciendo mayor, igual que todo el mundo, también resuena en mí, como resonaba en mi padre, el Eclesiastés: vanidad de vanidades todo es vanidad.

¿Y cuanta vanidad no hay en construir? A la arquitectura se la traga la vida, la consume, la reduce. Se hace polvo. Por eso Kahn hablaba de las ruinas y deseaba construir edificios con vocación de bellas ruinas. También Joel Sanz, lo mencionó en una charla que le escuché en Chile refiriéndose a algunas de sus experiencias.

Y sin embargo es lo que sabemos hacer. Es para lo que hemos trabajado. Y mientras espero, me dedico a lo que puedo hacer con mis medios inmediatos.

Y hasta eso se hace difícil por estos días: terminar un murito de piedra en donde vivo y hacer una escalera de ladrillo. Con un par de artesanos que no son albañiles sino personas deseosas de hacer algo bien hecho, con condiciones para saber lo que está bien y lo que está mal. Pero no hay cemento, debe comprarse en mercado negro, vaya modelo exitoso. Pensaba que la escasez no llegaba a afectar a un muro y una escalera, pero llega. Lo voy logrando sin embargo y me acerco así al placer de hacer, que tanto he comentado. Su modestia, su pequeñez, anima de un modo que me sorprende. Y allí me reencuentro con lo vivido. No es verdad que la arquitectura no necesite construirse, como decía Hans Hollein el austríaco recientemente fallecido, hoy semiolvidado. En sociedades europeas plenas de historia y construcción eso puede decirse. Aquí no.

¿Y a quien le importa una escalera? A nadie. Pero de todos modos vale. Lo cual me recuerda cuando mi hermano Jesús se refería al ruso constructivista Iván Leonidov (1902-1959) productor de poderosísimas imágenes en tiempos soviéticos, diciendo que sólo pudo construir…una escalera. Lo demás fue proponer, sugerir, esperar lo imposible de una revolución ciega y sorda.

III
Y vuelvo de nuevo sobre el tema que he tocado otras veces: una sociedad cualquiera se realiza, madura en todos los sentidos, cuando sus miembros tienen la capacidad de hacer. Concepto que deja claro el enorme fracaso de la experiencia de Venezuela en estos años y aún más de lo que viene ocurriendo en Cuba, un país adormecido en la inacción, durante más de cincuenta años. No hay retórica que pueda sustituir esa realidad. Si se supusiera que el adormecimiento y la sujeción a una Nomenklatura es un objetivo revolucionario, del mismo modo se estaría diciendo que el término revolución no corresponde, que se trata de una usurpación de significado.

Esa es la razón principal de esa especie decaimiento del entusiasmo que he experimentado en estos tiempos, decaimiento que de ninguna manera quiero asimilar a un pesimismo o a una renuncia a la lucha o la esperanza de ir hacia estadios más altos. Porque por ejemplo entre mis estudiantes percibo algo que se manifiesta por igual entre los que en estos días manifiestan en las calles, incansablemente, su inconformidad con el estancamiento y deterioro que nubla toda esperanza de futuro. Todos sin excepción saben que por el camino que han ido las cosas no se puede continuar. Cada uno de ellos quiere hacer su escalera con libertad, usando recursos acordes a las necesidades. Y por supuesto, esperando que se abran opciones más ambiciosas, que se despeje el camino hacia la participación en la tarea de hacer un país.

Pudiera ser que las universidades venezolanas cumplieran el papel que cumplió la iglesia luterana de San Nicolás de Leipzig y culminó en Octubre de 1989 un mes antes de la caída del Muro de Berlín. Lugares de encuentro y esperanzas, de deseos de paz. Pero con firme voluntad de liberación.

Jaime Caballero Ligardo y su hijo John Jairo, en su escalera.

Jaime Caballero Ligardo y su hijo John Jairo, en su escalera.