ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro / 10 de Mayo 2014

Saber de Antonio Gaudí y su obra es de simple lógica para cualquier estudiante de arquitectura. Lo fue para mí y mis compañeros gracias a fotos de revistas y libros o reproducciones de dibujos. Las reacciones ante lo que veíamos eran variadas, siendo bastante común que uno se sintiera como observador distante. Fue mi caso. Me parecía que se trataba de algo ajeno a mi capacidad de comprensión. Es probable que una de las personas que me dio las primeras noticias de esa arquitectura extraña haya sido Federico Manzano, compañero de estudios (ya fallecido) nacido en España, de fuerte acento castellano, excelente dibujante (sus dibujos de las estatuas griegas eran como construidos a base de volúmenes y deleitaban a Charles Ventrillon nuestro profesor) que hacía cosas gaudianas en sus ejercicios de diseño arquitectónico. Cosas que a mí no me gustaban, como confieso que tampoco me gustaba lo que había llegado a nosotros de la obra del gran maestro catalán. No entendía el por qué de ese permanente desafío al ángulo recto, la obsesión por la sinuosidad y el abigarramiento que fue característico del modernismo catalán.

Mi distancia era ignorancia. No me había siquiera asomado al mundo cultural que a comienzos del siglo veinte había impulsado en toda Europa esa búsqueda formal, ese modo de hacer las cosas que en Cataluña había adquirido fisonomía particular, radicalmente diferente al que había cristalizado en el Movimiento Moderno y, guerra de por medio, llegaba hasta nosotros ya en segunda generación para modelar nuestras preferencias.

Y además no había podido nunca recorrer esa arquitectura ni conocía a nadie que lo hubiera hecho para darme noticias de su impresión.

II
Para entender, pues, debía superar dos obstáculos: el cultural y el geográfico. Todo lo cual me diferenciaba de mi compañero Manzano. Porque para un español, Gaudí y su arquitectura forman parte de un espacio propio, (más allá de separatismos).

No lo sabía entonces con la seguridad de ahora: Para valorar una arquitectura, para comprenderla en todos los sentidos hay que conocer el contexto cultural de donde surgió. Y hay que recorrerla, tocarla.

Lo comprendí tiempo después, ya cincuentón, cuando tuve la oportunidad de darme una vuelta por el Parque Güell. Ya estaba condicionado, sin embargo. Ningún arquitecto serio puede siquiera pensar que no le gusta Gaudí, y no necesariamente por serio pero sí por ser parte de la comunidad cultural que caracteriza la práctica de una disciplina, ya era admirador de Gaudí. Pero sin suficiente convicción. La adquirí esa mañana en el Parque, cuando observaba, sentado en uno de los bancos.

Me sedujo la presencia del constructor, de la mano del hombre, de la capacidad para hacer las cosas apoyándose en esa prodigiosa artesanía catalana, un fragmento mínimo de la cual hizo algunas cosas en nuestro país. Fue todo un encuentro. Hice algunos dibujos pequeños, hoy muestro uno. Y seguí el recorrido hacia la Sagrada Familia y las demás.

III
Ya lo he dicho aquí con otras palabras y vuelvo sobre ello: uno de los valores esenciales de la arquitectura está en su condición táctil, entendiendo por táctil su presencia como un objeto que es posible tocarlo pero también vivirlo. Es así, en su relación con el lugar, como adquiere su completo sentido. Más allá de lo aparente, de lo que muestra en abstracto la fotografía, el dibujo, o incluso, de sus cualidades formales.

Y respecto a esto último no está demás destacar que en cierto modo la apreciación más superficial de la arquitectura sigue unida hoy a una suerte de deformación alimentada por su síntesis mediante la imagen dibujada o fotografiada, que lleva a sobrevalorar sus cualidades volumétricas, su representación, los aspectos estéticos de su reducción a lo bidimensional.

Y por ello, en la arquitectura actual se tiende a destacar como lo más valioso lo puramente visual, menospreciando la condición táctil. Molesta ese deseo permanente de nitidez y perfeccionismo que se ha convertido en requisito en la arquitectura de éxito de estos tiempos. Ese aspecto exento, frío, distante, que tienen ciertos interiores se viene denunciando por décadas; y si bien tiene relación con la afirmación de las claves estéticas que regirían la concepción del edificio, dejan fuera la vida. Y no hablo de la arquitectura del espectáculo, la de las grandes dimensiones, que se ha convertido en la villana del momento a manos de los críticos que quieren recoger velas desde que se declaró la crisis. Hablo también de los nuevos santos, de los que son candidatos a sustituir al star system ya un tanto envejecidos y sobre todo empalagosos (¡por Dios, ese centro Cultural de Zaha Hadid en Azerbaiyán!).

Y surge entonces como una cualidad especial la huella del hombre. Que se revela en la forma de construir. Con seguridad es eso lo que disparó en Le Corbusier la admiración hacia Gaudí, de la cual me enteré, sin comprenderla, es decir sin explicarme la razón, gracias a lo que publicó Antonio Granados Valdés en el número 3, de Julio de 1961, en la Revista Punto de nuestra Facultad de Arquitectura, de la cual conservo los primeros ejemplares.

He aquí un fragmento:
Lo que ví en Barcelona – Gaudí- era la obra de un hombre de una fuerza, de una fe, de una capacidad técnica, extraordinarias, manifestadas durante toda una vida de cantero; de un hombre que hacía tallar las piedras ante sus ojos sobre trazas verdaderamente muy pensadas. Gaudí es el «constructor» del 1900, el hombre de oficio, constructor en piedra, en hierro o en ladrillo…»

El texto lo escribió Corbu en 1957 para un libro sobre Gaudí. Habla de cómo, ante la sorpresa de sus anfitriones catalanes que lo creían ajeno a ese mensaje, descubrió la arquitectura de Antonio Gaudí.

Una columna del Parque Güell, en Barcelona. Dibujo en lápiz 11x8 cm. 1990.

Una columna del Parque Güell, en Barcelona. Dibujo en lápiz 11×8 cm. 1990.