ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Hace más de dos años durante una visita a Barcelona, España, mi amiga y colega Isabel Sánchez que allá vive, me llevó con mucho entusiasmo a ver por fuera un edificio de los primeros de José Luis Sert, me imagino construido antes de 1936, que había sido recientemente restaurado. Lo vi con cuidado sin hacer demasiadas consideraciones y guardé las fotos, de las cuales muestro aquí un par. No le di demasiada importancia sino ahora cuando me hago más consciente del nivel que se le exige a los habitantes de una ciudad para hacer lo necesario y rescatar una pieza de arquitectura que en definitiva estuvo originalmente dirigida hacia el mercado de compra-venta y por ello mismo su destino era sucumbir al abrazo general de la escenografía urbana y en cierto modo desaparecer. Pero no se deja desaparecer sino se cuida, se invierte lo necesario para remozarla y allí está hoy tres cuartos de siglo después exhibiendo sus virtudes y ¿por qué no decirlo? también su medianía en el sentido de que no se trata de nada excepcional. Nada excepcional,pero a la vez excepcional porque Sert es figura clave dentro de la cultura arquitectónica catalana y lo que produjo, por venir de él y por haber sido construido en tiempos en que lo general apuntaba en otra dirección, merece cuidarse para ser apreciado por las nuevas generaciones.

¿Qué más puede pedir un arquitecto? Porque lo que ocurre siempre (y es a lo que me refiero en la nota de hoy) es que la arquitectura sucumbe, se deteriora, es mal cuidada y peor tratada y finalmente desaparece quedando el diente roto, el vacío, en el tejido de la ciudad. Pero ocurre que Barcelona es Barcelona y los catalanes aman a su capital, la cuidan, se sienten orgullosos de ella, hacen lo que pueden para ayudar a que sea siempre un poco mejor, todo ello por encima de las circunstancias.

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Pudiera decirse que exagero diciendo tantas cosas buenas de los de Barcelona, pero es que no puedo evitar las comparaciones con, por ejemplo, las miserias de una ciudad como Caracas, habitada por muchísimos a quienes muy poco les importa su apariencia, su decoro, su cuido, su prestancia, porque esos muchísimos simplemente sobreviven en ella, vienen de zonas rurales o de sitios lejanos en cultura y costumbres y la usan como herramienta básica, sin ver méritos, sin anotar detalles, acosados en cierto modo por la vida, viviendo marginalmente, trabajando luego de horas de traslado con extremas incomodidades. ¿Qué importancia tiene entonces una acera, un árbol, un espacio para descansar lejos del ruido? Y mucho más aún, que es lo que quiero destacar ¿Qué importancia tiene un edificio cualquiera hecho por una persona cuyo nombre, vida y esfuerzos nada significan para él? Ninguna, está claro. Y ese es el drama de una ciudad como Caracas ciudad del mundo tercero, en constante arreglo y desarreglo, sin normas claras, siempre impulsada por la urgencia, plena de actividad y a la vez de anonimato, con cosas buenas sin duda junto a cosas malas sin duda, en un constante enfrentamiento entre opuestos. Y habitada por muy pocos ciudadanos en el sentido de personas que viven en ciudad y son conscientes de sus valores; y por muchos, muchísimos repito, que carecen totalmente de una visión clara de lo que significa la ciudadanía.

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Es en un contexto como el que describo donde tenemos que construir, Y cuando construimos muchas veces, casi siempre podría decirse, las interferencias condenan lo construido a una erosión irremediable. Y a pesar de lo que se dice formalmente, de lo que se comenta en los círculos en los cuales uno se mueve, eso que construimos no le importa a casi nadie.

Mencioné una vez el caso de «Ladrillal» la casa primera de Martín Vegas Pacheco (1926-2012) que tanto admiré, hoy transformada de un modo tan irreverente (y con mano de arquitecto que es lo peor) que realmente resulta incomprensible. Por innecesario, por absurdo, por simplemente estúpido.

Y está claro que muy poco de lo que hagamos sobrevivirá a esta especie de marea informe que es la sociedad en la que nacimos y hemos escogido vivir.

Y si además de eso, tenemos una dirigencia política que gestiona un Estado dueño de casi toda nuestra riqueza, riqueza postiza por lo demás, rentista y más contaminante por gratuita que la riqueza habida con el trabajo, una dirigencia cuya cortedad e inanidad cultural es realmente extrema, revolucionarios de pacotilla que están en el Poder sólo para tener obscenos y corruptos privilegios, la situación es mucho peor. Pero es así. Y eso descorazona. Hace pensar y puede llevarnos hacia una situación de frustración que resultaría incomprensible para quienes viven, incluso en países cercanos a nosotros, otras realidades. Pero que adquiere relieve, insólito relieve, en el contexto venezolano. A ese respecto Venezuela se ha convertido en un caso excepcional. En un «Aunque usted no lo crea» de aquel señor Ripley que aparecía en los periódicos de antes.

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Y sin embargo hay tantos casos notorios de abandono de la arquitectura en los países centrales que se agregan razones para una suerte de «desasosiego arquitectónico».

Pongo aquí fotografías de algunos edificios emblemáticos que han estado al borde de la ruina. En Viena tomé fotos de dos ejemplos; uno el Karl Marx-Hof (1927-30), conjunto de vivienda que estuvo hasta los noventa muy abandonado. O la casa Wittgenstein (1926-28), que el filósofo construyó (tuvo Licencia de Arquitecto en Viena en los años 20) para su hermana y estuvo a punto de ser demolida y que en estos años siendo su dueño actual la República de Bulgaria (su Departamento Cultural en Austria) tampoco está nada bien. La Reconstrucción del Pabellón de Alemania de Mies van der Rohe en la Exposición Internacional de Barcelona de 1929, demolido poco después y reconstruido en los años ochenta. Reconstrucción que se debió a la conciencia de las autoridades de la ciudad (con Oriol Bohigas como promotor importante) del valor cultural de ese edificio.  Y por supuesto la Ciudad Universitaria de Caracas que a la revolución no sólo le ha importado poco su deterioro sino que sus huestes han agredido los edificios con bombas incendiarias.

Y en este último caso me detengo.

A los estudiantes del colega Manuel Delgado profesor de Arquitectura en Boston  les contaba yo en una reciente sesión por Skype que en nuestra Facultad de Arquitectura (para los que no lo saben, parte de la Ciudad Universitaria de Caracas) había sólo un baño para sus 1500 estudiantes y respectivos profesores. Y no podían creerlo. Pero voy a mucho más. Entrar a esa Ciudad Universitaria «Patrimonio de la Humanidad» por la Unesco, desde los estacionamientos externos es desfilar a través del más absurdo abandono, por un trayecto que muestra toda clase de pavimentos desiguales y abandonados, cruzar calles de tráfico donde ha habido arrollamientos, por espacios traseros sin cuido alguno, con absoluta prescindencia de la mínima dignidad de un acceso. Y eso se acepta. A nadie le importa. El hábito hizo desaparecer el absurdo.

Y el abandono o la precariedad del mantenimiento ha puesto a prueba la resistencia de esa arquitectura, que afortunadamente es recia, es potente, los detalles no la molestan demasiado. Lo cual no quita de mi memoria la imagen de Villanueva ya afectada su salud, visitando y percibiendo ya en esos tiempos el descuido. Recuerdo haberlo visto una vez en silla de ruedas llegar a nuestro edificio, su edificio, y yo pensaba entonces, lo pienso ahora, cuanto le podría afectar ver tratar mal a su edificio, su lugar, el producto de su esfuerzo.

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Y queda la pregunta ¿Tantos ejemplos ilustres de agresión a la arquitectura no nos dicen algo del destino de lo que hemos construido nosotros, mucho más modesto, mucho menos importante? ¿Vale la pena tanto esfuerzo, tanto empeñarse, tanto esperar?

EL DESPRECIO A LA ARQUITECTURA

Oscar Tenreiro

(Publicado en el diario TalCual de Caracas el 13 de Diciembre de 2014)

Hace poco estuve en Puerto la Cruz, en El Morro para ser más exacto, después de más de una década desde que terminé un palafito cuya construcción disfruté para terminar vendiéndolo después. Y la visita casi me produjo un episodio depresivo que me ha llevado a preguntarme, una vez más, sobre el sentido de ser arquitecto en una realidad como la venezolana.

De haber sido un área para casas-bote cuya importación se convirtió en problemática, la zona de los palafitos, se transformó en apta para construcción sobre pilotes en el agua, y de allí le vino su nombre. Regían ciertas regulaciones (de área de construcción, alturas, contigüidades, etc) que estaban en vigor para el momento de mi experiencia. Pero muy poco tiempo después se fueron modificando, hasta que, al pasar el control de las normas de la empresa promotora a la Alcaldía, se convirtieron en letra muerta hasta el punto que, tal como ocurre siempre en Venezuela, cada quien hizo lo que le dio la gana, así no más.

Y el resultado es realmente catastrófico por lo desordenado, anárquico e inapropiado. Una sumatoria de intervenciones guiadas por la ansiedad de ocupar territorio, uso de materiales inadecuados y costosos (juego nuevo-rico de apariencias) y en general inconsistencia respecto al lugar, el clima, el ambiente marino. Y la catástrofe se llevó a mi palafito. hoy desmantelado y totalmente alterado, no sé por cual razón. Un desastre que representaría el mentís más categórico para quienes creen (los libertarios. la nueva moda) que la ausencia total de regulaciones da lugar a un juego social y cultural positivo. Al menos en una sociedad como la nuestra, dominada por el irrespeto a la ciudad y la búsqueda de ventajas personales (ah! y el mal gusto) en el sector acomodado, el libre juego produce los peores resultados.

II

Ver pues lo que es hoy El Morro (no sólo los palafitos sino el conjunto, con unas cuantas excepciones) no puede causar sino desasosiego y hasta tristeza. Estamos acosados de un lado por la agresividad de un sector social bien dotado de dinero sin raíces culturales de mínima solidez, y por el otro el desinterés revolucionario por el valor instrumental de la arquitectura, que se deja deteriorar (Ciudad Universitaria) se abandona (Palacio de Justicia, Plaza Bicentenario) o se confisca para hacerla ruina como en el lamentable caso del Puerto de Cruceros proyectado en Margarita por el colega Folco Ricio.

Es, en cualquiera de los casos desprecio por la arquitectura, porque ella es (y por extensión la ciudad), la expresión pública de los componentes de un cuerpo social. La arquitectura y la ciudad son un espejo de los recursos culturales de un país.

Por todas partes nos tropezamos aquí con ese desprecio, con el irrespeto, con la agresión a lo construido, que si bien pueden excusarse cuando se trata, como es por cierto el caso actual en amplias zonas de las ciudades venezolanas, de una consecuencia de las limitaciones económicas que impiden destinar dinero para un decoro básico, no es posible justificarlo si es el subproducto  de las omisiones de sectores dirigentes que ignoran la importancia que el escenario arquitectónico tiene como componente básico de la calidad de vida en la ciudad. Es por cierto este desdén un atributo intrínseco del populismo, que en la tradición política venezolana ve mal lo que se llamaba ornato: la conservación de la escena física donde nos encontramos como ciudadanos.

Pero ese desprecio no se da sólo aquí, se manifiesta incluso en países cultos dueños de los mayores recursos. Con frecuencia leemos sobre obras de arquitectura merecedoras de conservación y renovación que son demolidas o amenazan ruina quedando su rescate como una reivindicación manejada por activistas sociales. Lo que nos fuerza entonces a aceptar que, en definitiva, el destino de casi toda la arquitectura que se construye es la alteración, la transformación o la simple desaparición a mayor o menor plazo. Es la derrota de la arquitectura como ha dicho (¡pura pose!) algún arquitecto-estrella

III

Los arquitectos trabajamos para lo efímero podría decirse, a menos que tengamos la fortuna de que el edificio se constituya en parte inseparable (y sujeta a conservación) del continuum urbano. O que hayamos podido tener la oportunidad de proponer un edificio con vocación de patrimonio. Como es el caso por ejemplo de la Ciudad Universitaria de Caracas, sometida al deterioro y el abandono en un contexto político que sin embargo dice orientarse, sin duda a través del uso intenso del cinismo como he dicho bastante, hacia el rescate de nuestra identidad.

Situación que revela la importancia de crear esas instituciones de los nuevos tiempos que son los Museos de Arquitectura, que tienen como objetivo central guardar la memoria y la documentación de lo meritorio, de lo valioso que los arquitectos producen, además de promoverlo y hacerlo conocer. Aquí se fundó uno, todavía esperamos que se haga presente de alguna forma positiva.

Nos encontramos pues en Venezuela en una situación que pone a prueba nuestra persistencia en torno a la búsqueda de una arquitectura con raíces profundas. Aparte de la carencia institucional, el libre juego apunta hacia lo mediocre. Considerar que la arquitectura va más allá de lo utilitario se asemeja a la insensatez. El Morro no es más que otra cara de una realidad que nunca pudimos imaginar cuando los años nos pesaban menos.

Pero no estamos derrotados. No haremos, disfrazando el oportunismo de agudeza, lo de Robert Venturi respecto a Las Vegas hace treinta años. No diremos «el Morro está casi bien». Porque no lo está, como no estaba Las Vegas. Y hay que decirlo, dejando fuera el ingenio intelectual.