ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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UN GALLEGO

Oscar Tenreiro

Hoy voy a hablar de un gallego, padre de una de mis nueras (tengo cuatro), hombre que me hizo pensar mucho en la nobleza, la mansedumbre bíblica y la integridad moral. Acaba de dejarnos.

Era un emigrado más. Venía de la provincia de Lugo, de un pueblito cuyo nombre no recuerdo, metido en el hermoso y húmedo campo de Galicia donde, de niño, recibió una coz en el pecho cuyos efectos vinieron a sentirse décadas después en este trópico venezolano. A sus hermanos no los conocí salvo en Pontevedra a su hermana monja, en quien reconocí los rasgos de mi hija política y de una de mis nietas.

No creo que me hubiera contado de las vivencias iniciales de su viaje a este país buscando una vida, pero sí me habló de algunas cosas de su experiencia de recién llegado. Como por ejemplo que conoció a Perón cuando era mesonero en no sé cual lugar de Las Mercedes. Y otras anécdotas que apenas recuerdo y le avivaban la voz, porque después de todo en este país nuestro, que hizo suyo, pasan cosas que dejan buena huella en la memoria.

Porque en eso no era como tantos hoy, que parecen pensar que no habrá mas allá de la banda de tontos que nos vigilan y disfrutan poderosos. El se reía de eso pero nunca pasó por su cabeza dejar el suelo que lo acogió antes de morir hace dos días. Ni siquiera regresar por alguna temporada a ver a su gente. Se había hecho de aquí, de una sola pieza, con la convicción gallega. Se reía y disfrutaba la vida sencilla. De sus tardes de fin de semana en Valle Fresco con sus paisanos, a donde acudía semanalmente a disfrutar de los consensos que abre en cada quien el haber nacido en el mismo sitio del mundo.

En los últimos años manejaba un taxi. Durante bastante tiempo era uno de marca americana que cuidaba tan bien que parecía recién comprado. Y anteriormente era socio de una estación de servicio por la Avenida Casanova donde atendía siempre de buen humor y alguna vez fue asaltado por malandros, como nos ha ocurrido a todos en la Tierra de Gracia.

II

Así, con su modestia que nunca lo impulsó a hacer la América levantó a su familia ayudando a formar a una hija única que ahora es parte de mi sangre. Vivió en Chacao y facilitó lo necesario trabajando fuerte, siempre sin descanso y sin esperar favores de nadie para que esa hija tuviera la mejor educación posible.

En Chacao disfrutó de esa relación de comunidad un poco europea de un lugar de Caracas que, como La Candelaria, acogió a muchos venidos de España e Italia que encontraban allí un tipo de relaciones que se desvanecen totalmente en la Urbanización, el barrio de casas aisladas separadas por retiros donde uno ni siquiera conoce a quien vive al lado (mis vecinos por ejemplo se mudaron y no se despidieron). Estacionaba su carro en un lugar que ya desapareció y caminaba un par de cuadras llevando alguna compra al fin del día donde le esperaba su esposa de nombre Amalia (también la hija) a quien conoció aquí, más intranquila que él, quien se fue del mundo hace ya unos años. Vida urbana trabada humanamente, un ideal que ha sido dejado de lado en los modos de crecer modernos de nuestras ciudades, demasiado asociados al ejemplo americano o a las lacras populistas que desprecian la ciudad y abandonan todo intento de crear comunidad.

Y sin embargo Ramón hace poco tuvo que mudarse y dejar atrás a sus amigos del barrio. Amigos a quienes hace unos días, según me contó mi hijo, quiso ver para despedirse porque sentía que ya estaba echada su suerte. A Esteban le pidió que lo llevara y al regresar apenas tenía fuerzas para caminar. Lo había atacado esa enfermedad siempre tan cruel que a nadie le gusta nombrar, que lo consumió muy rápido.

Su edad como podrá suponer quien sabe la mía, era avanzada. Me llevaba una década y a ella había llegado con la mejor sensación que cualquiera podría tener: de haber vivido una vida plena donde no le faltó cercanía, calidez, aliento, gente querida. Realidades que atenúan la tristeza de cualquier partida. Son un don para agradecer y nos cuesta reconocerlo.

III

Quise escribir sobre él porque sin que hubiéramos sido cercanos me enseñó. Sin pretenderlo, sólo siendo como él era, sin aspaviento alguno. Nos invade tanta cosa sobrante, tanta vanidad, tanta falsedad, que Ramón López se recorta nítido como persona esencial. Como ser humano completo.

No estaremos mi mujer y yo en su entierro porque andamos visitando hijos regados por el mundo, pero tuve urgencia de rendirle un homenaje. Quise decirme, y decirlo, que la integridad moral, la coherencia, el servir a los otros, tiene sentido. Quise señalarlo, no predicarlo, aunque esa sea mi gran debilidad.

Abandoné entonces mis disquisiciones semanales para hablar desde lejos de Ramón el abuelo de dos de mis nietas, y hacer notar que una sociedad la construye desde lo más profundo y con la mayor fuerza, gente como él que nunca quiso presumir de otra cosa que de su capacidad para afrontar la vida como le fue dada. Y así mientras ayudo a olvidar ese funesto peso de fatuidades y sandeces que hoy nublan el entendimiento de todos los venezolanos, recuerdo (me lo recuerdo) que la vida puede ser vivida en toda circunstancia dando valor a lo que en realidad importa.

No tengo a la mano una foto de Ramón y tampoco me parece apropiado usarla ahora, así que pensé que lo que mejor ilustra lo que fue su tránsito (y tal vez el de todos nosotros) es la de un árbol. Puede ser que para un gallego ese árbol deba ser un roble tal como debería ser un samán para un venezolano. Y como no sé distinguir un roble en las tierras donde estoy ahora, escogí el primer árbol que tuve cerca en este suburbio donde vive uno de mis hijos. Ese podría ser el símbolo de la vida de Ramón. Lo echaremos en falta, como sus amigos de Valle Fresco. Con él su tierra de origen nos enriqueció y eso también hay que decirlo.

Un árbol

Un árbol