ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro

En el comedor había una mesa bastante grande que podía extenderse aún más, en la cual nos sentábamos, mi padre en las cabeceras y mi madre a su lado izquierdo; el mayor de los hijos, Jesús, en la otra cabecera y los otros cuatro en parejas, estando yo frente a Carlota y Pedro Pablo del lado derecho de mi padre junto a mi hermano menor, Edgardo. Detrás de la silla del pater familia había un mueble grande para guardar los cubiertos y la vajilla que todos llamaban seibó, palabra que no sólo me sonaba como si fuera francés sino que siempre me ha causado curiosidad que ahora gracias a Internet veo que viene del inglés sideboard y es una sustitución específicamente venezolana de la palabra aparador. Pongan tal cosa en el seibó, eso va en el seibó, al lado del seibó etc. son frases que asocio a esa etapa de mi vida.

Detrás mío, pegada a la romanilla que separaba del patio y a la cual dediqué ya unas líneas, sé que se colocaba una silla alta de esas en las que comen los bebés. Y lo sé porque figura en mi recuerdo más antiguo. Sentado en ella había terminado de comer y mi madre se acercó con la bacinilla en la mano para llevarme a dormir. Me sacó de la sillita cargado, salió del comedor…y ya no recuerdo más, la imagen se desvanece. Sé que no soñé la escena; quedó en mi memoria y es por supuesto muy vieja permaneciendo sin razón aparente como ocurre con ciertos instantes de la vida anterior. O con frases que recordamos mientras todo lo demás de ese momento permanece borroso.

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He mencionado al último patio donde estaba el tanque del agua que se bombeaba hacia el tercer piso. Hacia el patio ocultaba al tanque una pared que no llegaba al techo y tras de ella, con puerta independiente, estaba la poceta (otra palabra venezolana que sustituye a inodoro). Lo demás, el sitio de la ducha, un simple chorro, y un lavamanos de cemento muy rudimentario al lado de una batea, seguía hacia el fondo. El conjunto no tenía puerta sino una entrada más o menos protegida orientada hacia la pared que limitaba con el vecino de atrás. Es en ese lugar que transcurrió otro episodio que sigue vivo en mí.

Gateaba por el patio y debe haberme llamado la atención el ruido del agua. Allí estaba duchándose una de las muchachas que ayudaba en la casa. El agua le corría por la piel y caía en chorritos, uno de ellos desde un lugar que nunca había imaginado así. Ella gritó al verme y alguien habrá venido a recogerme.

Ya en la primera adolescencia esa imagen iba y venía con frecuencia a medida de los impulsos juveniles. Se une a muchas otras que recuerdo por diferentes motivos que por su persistencia en la memoria parecen decirme algo, como nos dicen a todos imágenes análogas que son como eslabones de un conjunto mucho más amplio que nos llevó a formarnos un modo de ver el mundo. Son resonancias de pasados episodios que nos hablan como en los sueños abriendo tal vez ventanas hacia el alma. El que estén aún frescas pese a todo lo vivido y se refieran a ciertos lugares, a escenarios precisos, nos permite suponer que entre ellos y nosotros se estableció un vínculo; que lo emocional, nuestro espacio psíquico, algo le debe a esos accidentes, esos panoramas, esos cuadros que resumen un ámbito que fue parte de una etapa inicial de la vida. No es sino lógico suponer, y a esa lógica se agregan los aportes de quienes han escudriñado en el acontecer psíquico, que los lugares en los cuales transcurrió nuestra infancia y la primera adolescencia, los lugares físicos y, digámoslo de una vez dejándome llevar por la deformación profesional, las arquitecturas, dejaron una huella importante en nuestra sensibilidad, moldearon hasta cierto punto nuestros afectos, nos impulsaron a darle importancia a algunas cosas y no a otras, le dieron lugar específico a nuestro mundo personal.

Tendemos a pensar que esa formación de toda persona pasa por los mismos procesos, que son experiencias comunes  que poco tiene que ver con lugares, con atmósferas especiales, con partes señaladas de una geografía, de ambientes singulares. Si es verdad que lo que vive cada quien es similar desde el punto de vista psicológico, que varía el ámbito en el cual se da pero que las experiencias son análogas, es igualmente cierto que las vivencias y sus circunstancias son eminentemente personales, que nuestras dudas, aspiraciones, deseos y sueños se desarrollan, se frustran, se expanden en escenarios físicos diferentes que de algún modo contribuyen a su desarrollo.Y por eso no puedo dejar de preguntarme de qué manera esa casa con sus patios, ese vivir así, ese ritmo pausado propio de los ambientes pueblerinos, esas formas de convivencia grabaron una palabra clara, dijeron algo que por alguna razón retengo. Y de allí a decir que somos como somos gracias al lugar donde hemos vivido en lugar de lo contrario, hay tan poca distancia que se justifica un poco nuestra deformación. Aunque sepamos por simple lógica que ninguna de las dos afirmaciones es del todo cierta. Hay algo que debemos al ambiente físico y ese ambiente nos debe algo a nosotros; no se necesita demasiada agudeza para decirlo.

Pero de todos modos había diferencias entre quienes habíamos vivido la primera infancia en ese contexto pueblerino en el cual la relación personal con gente cercana, familia o no, parece estar en un primer plano y aquellos citadinos con quienes me confronté mucho más tarde cuando nos mudamos a Caracas. Y claro, la ciudad más grande, el transitar por ella de modo muy distinto al más plácido del Maracay anterior, el iniciarse en hábitos que parecían más actuales, más modernos, iban también a decir su palabra. Pero ya iremos a ello, por lo pronto sigamos dejándonos llevar por las imágenes.

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La familia Flores vivía también en Lopez Aveledo más hacia la esquina de la Escuela de Artes y Oficios donde mis dos hermanos mayores recibieron unas cuantas clases de mecanografía porque había que reconocer la importancia de la máquina de escribir en los nuevos tiempos. Eran gratis porque ya desde entonces comenzaba a manifestarse el populismo en Venezuela y todo lo del gobierno tenía que ser gratis.

Luis Guillermo, un poco mayor que mi hermano Jesús, era para nosotros el representante formal de la familia Flores, porque su madre, la señora Flores, moriría por esos mismos años. El iba de cuando en cuando a donde nosotros a buscar hielo de nuestra nevera porque la teníamos así como teníamos batidora, radio y picó (el nombre del tocadiscos en Venezuela y el caribe que viene de pick –up turntable, que proporcionaba la música para los picoteos), porque papá los distribuía en su negocio que se llamó un tiempo Casa Philco para identificarse con la marca americana.

La casa de Luis Guillermo era como la nuestra, más ancha, sin el segundo piso y con los patios llenos de plantas, porque los nuestros estaban pavimentados y revestidos de mosaico de cemento con dibujos geométricos que si bien no estaban mal porque en las piñatas se podía correr por ellos, agregaban calor por radiación, un pecado mortal del sentido práctico en un clima como el de Maracay. Pecado muy recurrente al que nosotros los arquitectos nunca le damos la absolución y con el que tenemos que lidiar permanentemente.

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No recuerdo un señor Flores pero sí a dos viejecitas de pelo largo, muy blancas ellas y muy blanco el pelo larguísimo y con el mismo aire que según veo en las fotos tenía mi bisabuela Escolástica. Ellas hacían las arepas en una cocina de leña (o carbón supongo) que ocupaba el mismo espacio relativo que la nuestra, con su comedor al lado pero sin romanilla. Y sé lo de las arepas porque las Flores nos las suministraban previo acuerdo y a veces me tocaba a mí irlas a buscar usando para transportarlas una cestas que incluía la toallita para cubrirlas, adminículo que se me antoja muy típicamente venezolano aunque desde luego no hay cosa peor que una arepa fría, y la toallita servía para evitarlo. A veces llegaba a buscar el encargo un poco temprano y tenía que esperar que rasparan las arepas para quitarles lo quemado, algo que ya se ve poco desde que se inventaron las tostiarepas, pero no hay imagen más particular, en el sentido costumbrista podría decirse, que ese raspado de arepas junto al fuego de leña, algo que uno no quisiera ver desaparecer tras las panquecas y el corn-flakes. Y menos aún de la leche descremada, ese brebaje diabólico de la agroindustria.

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En la próxima casa hacia la esquina vivían los Ontiveros, de quienes recuerdo a la madre Ilia, una señora flaca amabilísima siempre con la sonrisa en los labios y a su hijo Rafael, flaco también, mayor que nosotros, y a su padre. Sé que se mudaron a Caracas y que Ilia de vez en cuando llamaba por teléfono, pero hasta allí llego. Los patios también tenían matas y además, puede que la memoria me engañe, recuerdo vagamente una romanilla con paneles de perforaciones geométricas, huequitos en la madera haciendo figuras. Pero no sigo porque corro el riesgo de inventar demasiado.

Al lado de los Ontiveros la Escuela de Artes y Oficios, que como ya he narrado, tiene que haber sido una casa de las de Gómez que quedó en manos del gobierno y de cuyo interior no tengo el más mínimo recuerdo porque era un lugar de entrada vedada para un niño. Formaba esquina con la Avenida Miranda y al cruzarla se encontraba el bar de Jaime Roca que se llamaba Roxy Bar, nombre tal vez influido por el del cine Roxy, a cuadra y media pero en la Ave. Bolívar. Roca era uno de esos españoles simpáticos y habladores completamente asimilado a Venezuela y su gente que se había hecho amigo de mi papá gracias a que Chucho, como llamaban a mi padre sus amigos, lo frecuentaba ocasionalmente en el curso de sus sábados de copas, lográndose con ello que mamá le tuviera una no ocultada antipatía, al lugar y a su dueño. Casi no recuerdo su cara aunque creo que era corpulento y de cabeza calva. Y lo que no olvido es que una vez hubo en su local una riña violenta de cuyas consecuencias fui testigo involuntario porque pasé por allí cuando se lavaba el piso con un haragán y me impresionó el olor a sangre diluida en el agua que los baldes hacían correr. Una imagen bastante menos grata pero que retrata el primitivismo que en Venezuela aflora por donde uno menos lo imagina. Y de lo cual hemos visto muestras en estos días.

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