ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro

Más allá de la pequeña puerta de madera que interrumpía la cerca de nuestra casa en dirección al mar, a pocos metros de la hamaca donde sin saberlo viví momentos de contemplación, se abría un mundo poblado de seres humanos con quienes nos unió un afecto natural. Eran como eran y hacían lo que sabían hacer; así se acercaron a nosotros y nos dejaron su imagen.

José vendía conservas de coco, de toronja o de guayaba y se plantaba frente a la puerta en las horas duras del día cuando el sol se hacía sentir. Iba caminando muy largas distancias, desde el pueblo de Ocumare (unos 10 kilómetros tierra adentro) hasta la playa, protegido solo con su sombrero de paja. Saludaba como viejo conocido y desgranaba en la conversación pequeñas noticias mientras esperaba la orden de compra (las de toronja las sigo prefiriendo porque las de coco, endulzadas con papelón, empalagan un poco).

Y también en la puerta aparecían fugaces vendedores de pescado venidos desde La Boca (la desembocadura del río Ocumare, al Este de la bahía) cuando había habido buena pesca de carite, pargo o mero porque en la casa la picúa era rechazada casi por razones de principio y el jurel, muy abundante en temporada, tiene poca carne y muchas espinas. La langosta, con ser más cara (el kilo de carite costaba 2,50, la langosta tal vez 10) era muy accesible y de vez en cuando nos esperaba como cena un buen tazón de langosta esmechada aderezada con la siempre a mano salsa rosada. Las pescaban en nasas en La Ciénaga, una bahía al Oeste de Ocumare, donde también había ostras en las raíces de los manglares, un manjar debilidad de mi padre, a quien se las preparaban, dos docenas o más, en un vaso del cual se las comía con tenedor agregándole salsa Maggi (el antecesor americano de la salsa de soya) y Ketchup. Eran esas ostras criollas que no sé si por nostalgia o por qué, he encontrado siempre mucho más sabrosas, con gusto como a mar, que las que se comen en el exterior, más grandes y de concha menos rugosa.

1. Laguna de la Ciénaga  de Ocumare.

1. Laguna de la Ciénaga de Ocumare.

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Gregorita (Gregoria Balcázar, madre de Encarnación y Yolanda, vecinas del pueblo de Ocumare) quien se encargaba de la cocina, amarraba las langostas vivas antes de echarlas en la olla con agua hirviendo ante nuestras miradas de compasión por semejante sufrimiento, y las sacaba ya rojitas para ejecutar la antipática tarea de pelarlas. Pero para ella junto a muchas otras cosas como una buena rueda de carite frito, el asunto no tenía secretos y más bien se regodeaba en su trabajo tomándose tiempo para mostrarnos en la carne cruda lo que ella llamaba el fósforo del pescado, una especie de iridiscencia que todavía busco cuando manipulo pescado crudo.

Y Gregorita era un personaje especial. Su forma de hablar, tono siempre alto, era divertida. Le quitaba las eses a todas las palabras y siempre intercalaba modismos. Su presencia era como la vida de la casa y dominaba muy bien toda la cocina costera a base de pescado. Mantuvo con mi madre una relación de mucho afecto y en un momento dado se mudó a Maracay junto a Yolanda, cuando ya nosotros nos habíamos convertido en caraqueños. Alguna vez nos visitó en El Bosque, donde vivimos desde el 53 hasta los primeros sesenta.

Asocio su nombre a Ocumare de la Costa, como si se tratara de un símbolo, junto a los de Juan Plate y Rigoberto, pescadores de vocación y vida, o Evaristo Velásquez.

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Evaristo no era pescador. Tenía una bodega en lo que llamaban El Playón la gran zona plana inundable entre el río y la barra de arena de la playa. (Una vez la ví desde la casa de la playa luego de una crecida, totalmente inundada como si fuese una laguna limitada por el terraplén de la vieja carretera de acceso a la playa que actuando de dique daba protección precisamente a la zona donde vivía Evaristo). Cuando se llegaba desde Maracay y se pasaba un puente colgante de madera, sustituído después por uno metálico, que crujía fuertemente al cruzarlo, cruzando a la derecha frente a un espacio más amplio con vocación de plaza estaba la iglesia de un lado y en diagonal respecto a ella la bodega de Evaristo, un hombre tranquilo que en los tiempos de democracia, con Caldera en su primera Presidencia, fue nombrado Prefecto de Ocumare. Aprendo gracias a una de sus biznietas, Annel Arismendi, quien me escribió hace unos años a raíz de un texto en el que hablaba de él, que fue Evaristo quien crió a Rigoberto el pescador y que se ocupaba de cuidar la iglesia además de tener a su cargo la vigilancia de la casa vacacional de los jesuítas, que quedaba al Oeste de la bahía cerca de La Punta, el promontorio rocoso con el que termina la playa. Y para nosotros los niños Evaristo fue la primera persona que identificamos entre la gente de Ocumare porque viniendo de Maracay había que detenerse un rato en su casa para recoger las llaves de las casas petroleras que estaban en su custodia (y después las de nuestra propia casa). En su bodega fue donde vi por primera vez una lámpara de carburo como la que describí la semana pasada, así como una de esas grandes panelas del llamado queso de año, saturado de sal, que se mantenía sin refrigeración.

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Juan Plate nos enseñó a todos a nadar y se turnaba con Rigoberto (no retuve nunca su apellido), dependiendo de quien tuviera el bote disponible, para llevarnos de paseo a Maya una bahía cercana en dirección Oeste; a Cata, en sentido contrario (en esa época sólo se le llegaba por mar o jeep); o a La Ciénaga que quedaba un poco más allá de Maya. Eran esos botes de madera muy marineros que en un momento dado todo el mundo aquí empezó a llamar peñeros, (tal vez se llamaban así en Margarita y Oriente pero no en la costa central), con remos grandes y tan pesados como los botes. Los impulsaba un fueradeborda Johnson o Evinrude pero antes de que se generalizara el uso de motores hicimos travesías sólo a remo. Me asombraba lo rápido que podía irse, en silencio, dejando un pequeño remolino en cada contacto de la pala de madera con el agua. Hicimos algún viaje a Maya e incluso a La Ciénega a puro remo, por supuesto con mi madre como jefa de la expedición apertrechada con suficiente agua porque rápidamente nos convertíamos en sedientos, y con sandwiches o arepas rellenas que se conservaban en cestas porque las cavas plásticas aún no habían hecho su aparición.

2. Un peñero típico hoy.

2. Un peñero típico hoy.

A Maya podía llegarse caminando por el cerro y así empezamos a hacerlo cuando éramos mayores. Era un trayecto corto pero fuerte por el sol y las pendientes, porque había que subir hasta la fila que la separa de Ocumare. Es una bahía muy abierta, pequeña, sin río, que no tiene mayores atractivos aparte de su aislamiento. Por ser tan abierta la playa es castigada con fuerte oleaje en las épocas de mar viva (de Octubre a Marzo), y supongo que cuando había lo que llamaban los pescadores mar de leva, que golpeaba ocasionalmente ese litoral, la marejada podía castigarla muy duramente.

Y seguí la relación con Juan Plate, ya grande, ya arquitecto y todo lo demás, porque mi debilidad hasta casi sesentón ha sido siempre el mundo submarino, primero la pesca con arpón, que comencé a practicar antes de los quince años, y luego el buceo que me llevó a toda la costa venezolana. Y durante un tiempo junto con un amigo ya fallecido, Pedro Gluecksmann, de padres austríacos, que decidió ser ingeniero de transporte y regresó de estudiar en el exterior a la Venezuela de 1968 que no era como hoy país de emigrantes, nos acordábamos con él para que llegando muy temprano desde Caracas nos llevara de pesca en su bote, generalmente hasta cerca de Turiamo, para regresar en la tarde.

3. Juan Plate en 1969

3. Juan Plate en 1969

4. Juan Plate y mi compañero de pesca submarina  y buceo, Pedro Gluecksmann, navegando desde Ocumare hacia el Oeste.

4. Juan Plate y mi compañero de pesca submarina y buceo, Pedro Gluecksmann, navegando desde Ocumare hacia el Oeste.

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Y no puedo dejar de preguntarme por qué estas personas que apenas conocí y cuya imagen sin embargo persiste de modo tan intenso han sido para mí y mis hermanos (porque conocerlos fue una experiencia compartida) figuras que parecen parte inseparable de esos fragmentos de vida de hace ya lejanos años. No se trata de personas de cuyos esfuerzos pedagógicos fuimos objeto, sino tal como ya dije, gentes que eran como eran y hacían lo que sabían hacer. Coherentes consigo mismas, unidas con espontaneidad y naturalidad a su mundo de relaciones; centradas, auténticas, cualidad esta última que examina con mucha lucidez Charles Taylor en su libro Ética de la Autenticidad, del cual me habló mi hija Victoria y recomiendo sin reservas. Y así se presentaban ante nuestros ojos infantiles, ávidos de cercanía con el prójimo como ocurre con todo niño, en el sentido de vivir la vida con plenitud pese a todas las limitaciones. Cuando escribo sobre ellos sé que a mi manera trato de rescatar un tiempo perdido. Y me doy cuenta además; y está en eso, creo, la razón de la brillantez que en el recuerdo han adquirido esas figuras, que lo específico de ellas era un modo de vida estrechamente unido al mundo natural. Al decirlo distingo un eco de lo que mucho tiempo atrás dijeron ilustres pensadores acerca del papel benéfico de esa relación. Y nosotros niños nos asomábamos a ella en esos períodos de vacaciones carentes de obligaciones, sólo viviendo un día a día regido, dominado, por el lugar físico, el sol, el mar, la naturaleza en suma. De un modo tan intenso que cuando regresábamos a la ciudad, lo recuerdo muy bien, los primeros días sentía la incomodidad de contaminarme.

Hemos sido afortunados por haber vivido esa especie de mundo ideal gracias al gusto que nuestro padre tenía por Ocumare, una relación muy especial que lo hizo hacer todos los sacrificios para convertirlo en escenario habitual para la familia. Mi madre la compartió y la amplió contribuyendo con lo que puede ser la mayor virtud de toda madre, la tutela amable, leve, bienvenida, la dimensión de los afectos en la vida familiar. Y ahora entiendo mejor, como padre que ha vivido los vaivenes de los hijos, el por qué de la queja del mío, casi un lamento, cuando ya avanzando hacia la adolescencia nos importaba más quedarnos por la ciudad, estar con otros, enredarnos en los primeros amores, fraternizar entre amigos, lamento que se hizo intenso e hirió su intimidad cuando por estrecheces se vió obligado a vender la casa y separarse ya definitivamente de ese pedazo de país.

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Mañana es Domingo de Resurrección. Hoy sábado se repetirá en las iglesias católicas el rito del Fuego Pascual al cual asistí por primera vez oficiando el Padre Juan Cardón (1932-2001), belga integrado en cuerpo y alma a Venezuela al frente de la Parroquia Universitaria con sede en la iglesita que en ese entonces había en la Plaza Venezuela. En esos tiempos mi fe era intensa y mi práctica también. Era un modo de vivir lo religioso estrechamente vinculado a una idea de responsabilidad que podría llamarse social, en la línea del tipo de espiritualidad que promovía Cardón (así le decíamos, sin el padre). Y fue con él como, en incursiones en grupo hechas en los lugares donde trabajaba, conocí más de cerca la vida en las zonas marginales de Caracas, experiencia que contribuyó a formar mis perspectivas en lo sucesivo.

Hoy me sitúo ante ese espacio de un modo diferente, menos lineal, con más aceptación de la incertidumbre. Vivo menos de respuestas, me acosan las preguntas.

Se cumplen 57 años de aquel sábado. Nos congregamos en la oscuridad frente a la fogata que Cardón había prendido, en la pequeña explanada rodeada de ciudad para entrar después a la capilla-rancho donde alguien de nosotros, cada uno con una vela encendida en la hoguera, conectaría las luces luego que se encendiera la Vela Pascual. Allí, en el centro, Cardón dijo: Cristo ha resucitado.

 

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