ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro

(En la foto destacada: un detalle de la estructura abandonada del Teatro de Ciudad Bolívar).

Mi experiencia infantil con el legado constructivo gomecista, buena parte de él semiabandonado en esos tiempos y todavía hoy sobreviviendo de migajas de preservación incompletas y mezquinas; y en algunos casos como en el Hotel de Rancho Grande convertido en una ruina prematura que a duras penas alcanzaba a prestar abrigo a las actividades del Dr. Beebe, me estaba mostrando algo. Era conmigo, sí, con el futuro arquitecto, y es sólo hoy cuando creo ser capaz de entenderlo para hacerlo motivo de una segunda reflexión.

Esos abandonos de estructuras costosas en las cuales se había invertido dinero público, esa especie de rechazo ideológico que prefería la ruina del objeto al esfuerzo de su recuperación e integración en la nueva dinámica socio-política, me decían que éramos parte de una sociedad en la que se superponían del modo más contradictorio los deseos de representación propios de sociedades más evolucionadas (expresados en el espacio público, en definitiva en la arquitectura institucional), con los resabios de un ruralismo primitivo, de un vivir de lo simple y esencial, fundamento de modos de convivencia arcaicos ajenos a las exigencias de la formación de la ciudad, eso que en lenguaje más técnico se llama hoy el proceso de urbanización. Me decían en resumen que el desarrollo de una arquitectura de lo público se enfrentaría de modo constante con la incomprensión, con la ausencia de referencias cultas (cultas en el sentido de huellas permanentes del paso del hombre por el paisaje). Que ese traslado desde un espacio rural dominado por la supervivencia hacia uno urbano que aspira a ser la cara visible de una sociedad más compleja, forzado y soportado por la conciencia del atraso que germina en los sectores más lúcidos de la sociedad, sin embargo minoritarios y en gran medida incomprendidos por las mayorías; que ese traslado, repito, estaría lleno de obstáculos y no pocas regresiones, que ocasionaría frustración, que atentaría contra el optimismo. Que el rol de la arquitectura institucional, que es en definitiva la vertiente del arte de construir que deja las huellas más profundas y duraderas y que por ello mismo es el que mejor justifica nuestra disciplina, permanecería en cierto modo incomprendido, sería constantemente asediado por la simplificación.

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Mi experiencia es el vivo retrato de esa lucha. Tres de los proyectos más significativos de mi vida profesional permanecen inconclusos, o maltratados por el mal uso hasta límites casi inverosímiles. La Plaza Bicentenario, el Teatro del Oeste y el Teatro de Ciudad Bolívar, los dos primeros de comienzos de los ochenta del siglo pasado, el tercero de mediados de los noventa, son una ilustración extremadamente dolorosa del absurdo en que se mueven las decisiones públicas venezolanas en el campo de la arquitectura de las instituciones. Y podría nombrar multitud de otros edificios públicos en situación similar. Por ejemplo el Palacio de Justicia de Carlos Gómez de Llarena, que lleva ya tres décadas esperando conclusión. O el Foro Libertador de Tomás Sanabria y los edificios que lo rodean (La Biblioteca Nacional y el Archivo General de la Nación) que apenas sobreviven de un pésimo o nulo mantenimiento. La Plaza Caracas es sólo una sombra lejana de lo que pudo ser. El Centro Simón Bolívar se cae a pedazos. Parque Central, alguna vez centro de actividad, no puede ocultar su deterioro. Los espacios públicos de la capital del país, con excepción de las manzanas centrales que parecen simplemente la excepción de la regla, dan vergüenza. En monumentos de nuestro patrimonio físico de particular importancia como la Ciudad Universitaria y el Parque del Este la erosión del tiempo y del descuido es agresiva.

¿No era entonces el abandono del legado arquitectónico gomecista una manifestación, un síntoma de las carencias más significativas del medio social y cultural en el cual me haría adulto? ¿Carencias que en cierta manera niegan o hacen drásticamente problemático el florecimiento de la disciplina que, un poco por azar y otro por las incidencias que me tocó vivir, se convertiría en asunto central de mi maduración personal?

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Sin duda esas ruinas prematuras, ese languidecer de intentos civilizatorios con el carácter de máscaras en medio de la quietud pueblerina, podían verse como señales. Eran un curioso símbolo, congelado en la arquitectura y la ciudad a su alrededor, de lo que es intrínseco al acontecer venezolano y que siempre está presente en diversos grados en toda sociedad: la lucha entre civilización y barbarie, entre cultura e ignorancia, entre lugar y no-lugar, entre orden y desorden. Contradicción recogida incesantemente por la literatura nuestra y experimentada en formas diversas por los venezolanos de varias generaciones, y que lo construido hace evidente al mostrarse como escenario del acontecer social.

El abandono y agresivo deterioro de los ejemplos que mencioné más arriba, insertos en una ciudad que ha sucumbido al desdén, no son demasiado diferentes del de los restos visibles del gomecismo que pude percibir desde muy niño. Que se haya producido en tiempos en los cuales el Estado venezolano ha sido enormemente rico en dinero petrolero y que lo hayan justificado por acción u omisión conspicuos personajes que a fuerza de ideología se convirtieron en lamentables remedos del mujiquita de Gallegos, nos revela que todavía hay mucho trecho que recorrer para lograr que la formación de ciudad con la arquitectura como instrumento, pase a ser un asunto central de nuestras preocupaciones como sociedad. Que la preservación y mejoramiento del espacio público tenga importancia similar a la que se le otorga a las necesidades de servicios básicos como medio de preservar la convivencia social, es tema que debe convertirse en parte de la controversia política en procura de que la arquitectura institucional y el espacio público que ella genera deje de ser máscara.

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Mucho de todo esto que digo a propósito de las experiencias de mis años infantiles, ya me ha ocupado en oportunidades anteriores. Es otra faceta, una mirada desde otra perspectiva, de los mismos problemas derivados de la intención de ser arquitecto en el contexto socio-cultural que caracteriza a la sociedad venezolana. Podría hasta verse como una nueva razón a favor de la desesperanza, algo así como la constatación de la inexorable derrota de nuestras expectativas a causa de las condiciones en las que nuestro ejercicio se realiza aquí, sobre todo si esas expectativas quieren ir más allá del ámbito estrictamente privado y comprometerse con los intereses colectivos, aspiración que, pese a todo lo que hoy conspira en dirección contraria, está entre lo más esencial de nuestra disciplina.

Pero no es mi intención vaticinar derrotas sino despertar la conciencia acerca del tipo de obstáculos que debemos superar, insistir en la importancia de contribuir a formar un pensamiento con raíces firmes en nuestra realidad cultural, que reconozca los atavismos heredados de una historia llena de sobresaltos, para superarlos. Y mantenernos despiertos ante esa especie de tendencia constante a la regresión que, por ejemplo en los momentos actuales parece haberse impuesto con toda su carga destructiva.

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No había nada particularmente negativo en la intención de construir el Hotel de Rancho Grande, aparte de que la idea había surgido en unas circunstancias políticas de obligada superación. Cuando esas circunstancias cambiaron, la madurez cultural hubiese indicado una revisión, un ajuste, incluso un cambio de dirección, pero nunca debió haber prescrito el abandono. Y si se trataba de adaptar la estructura a un nuevo uso, eso podía hacerse bien, aplicando niveles de exigencia cónsonos, desechando esa permanente tendencia a la improvisación que se ha convertido en culturalmente intrínseca a la sociedad venezolana. Pero no fue posible y triunfó la parálisis, se impusieron los prejuicios, se instaló la arbitrariedad, algo que habría de pasar de modo análogo, tres décadas después, con el Hotel Humboldt en la serranía de Avila, construido en 1957, otros tiempos dictatoriales, por uno de nuestros más importantes arquitectos, Tomás José Sanabria, y que aún hoy, después de innumerables intentos todos oscurecidos por las interferencias políticas, sigue abandonado a su suerte tal como si lo poseyera un maleficio.

Maleficio que no es en realidad sino ceguera. O más bien acumulación de prejuicios que han terminado por nublar el entendimiento de quienes toman las decisiones.

Y se nos abre entonces, en este momento en el cual, a pesar de todas las resistencias, va a darse en Venezuela un cambio político que definirá el curso de nuestra lucha a favor de una identidad de signo positivo, un campo muy importante para el enriquecimiento del debate acerca de lo que nos corresponde impulsar como arquitectos.

Esa será tarea de muchos y con estas reflexiones nos proponemos estimularla. La historia de esa estructura semioculta en la selva lluviosa que marcó un hito en mi recuerdo, ayuda a situarla mejor.

(Hacer los comentarios a través de la dirección otenreiroblog@gmail.com)