ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro

Retornando a mi viaje adolescente por tierras de Rusia tendría que recordar dos visitas incluidas en la gira: la del Museo del Ermitage y la de Petrodvorets, el Palacio de Verano de Pedro el Grande, en las afueras de San Petersburgo. La primera precedida de algunas conversaciones con amigos y la segunda con total ignorancia de la historia rusa, y como ya he dicho, de todo lo que rodeó la creación del patrimonio monumental legado por el monarca. Me habían hablado de la importancia de la colección del Ermitage y respecto a ella del especial interés que tenían las obras de la llamada Época Azul de Pablo Picasso. Así que, dejando atrás el grupo turístico con el guía, me fui con mi novia directamente a las salas Picasso, y aunque no soy capaz de recordar con precisión lo que vi, sé que me impresionó y de ello guardo algunas vagas imágenes aparte del constante chirriar de las viejas tablas del piso, detalle que aún tengo presente. He tratado sin embargo de reconstruir lo visto hurgando en mi biblioteca, de donde he sacado unos cuadros de la colección que aquí muestro y que seguramente contemplé en aquel lejanísimo día. Aparte de ello no retuve ninguna otra visión del inmenso museo, lo cual habla del papel decisivo que en los años adolescentes tienen las posiciones tomadas, los gérmenes de lo que serán las posturas ideológicas de cada quien: abrirme con curiosidad a los hechos que llevaron a la formación del museo, cuestión que orientaba la explicación del guía, simplemente estaba fuera de mi interés. Y no dejo de lamentarlo.

Los detalles dorados y las mal restauradas superficies (era evidente la escasa calidad de la construcción soviética) es lo único que revolotea en mi memoria del Palacio, aparte, como ya he dicho, de su siempre presente desproporción y gigantismo.

La entrevista (las dos hermanas) Picasso 1902 (Ermitage)

Muchacho con perro. Picasso 1905 (Ermitage)

Mujer con pañuelo. Picasso 1903 (Ermitage)

Retrato del sastre Soler. Picasso 1903 (Ermitage)

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Mi ignorancia respecto a Petrodvorets, el Palacio de Verano de Pedro El Grande, era total. Ahora cuando veo las fotografías que están en la web no puedo dejar de impresionarme por la grandeza del lugar y sobre todo por la espectacularidad de los jardines. Y por el carácter especial que le da al conjunto estar muy cercano al mar, asomarse a él desde una posición alta, un acantilado, hacia donde se orienta la avenida peatonal flanqueada de árboles que parte desde el dorado palacio. Incluyo un par de esas fotos junto a las que tomé en 1959, deficientes debido al clima.

Durante la visita recuerdo que me resultaba cansón seguir de recinto en recinto las explicaciones sobre la riqueza del mobiliario que parecía ser el principal interés tanto del guía como de los turistas franceses: pesadas y a mi parecer horribles piezas con taraceados de marfil y de maderas exóticas además de vitrinas con quien sabe cuantos objetos inútiles y sin otro valor que ser vestigios hacia los cuales no sentía respeto alguno. Aparte de los inevitables cuadros con los monarcas y figuras de la nobleza en trajes de gala o actitudes heroicas. Así que me fui rápidamente, casi que arrastrando a mi novia, ella más interesada en los objetos, a los jardines donde dando saltitos trataba de guarecerme de la lluvia de verano que siempre nos acompañó en Leningrado. Así fui de carrerita en carrerita entre estatuas recién pintadas de un estridente dorado, bajando por la escalinata que precede la avenida entre árboles que se dirige hacia el mar, sin que mi incomodidad por la imprevista humedad me haya permitido tener una impresión duradera. De los valores del conjunto ni siquiera tuve sospechas.

El Palacio y los jardines de Petrodvorets vistos desde el lado del mar (Internet)

A pesar de dorados o antipatías, esto es maravilloso. La arquitectura triunfa (internet).

El mundo decorativo Zarista en Petrodvorets (1959)

En el día lluvioso de 1959, las fuentes y el arranque de la avenida hacia el mar.

No pude con los dorados (1959)

¿Era más gris por ser soviético? (1959)

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Efectivamente, no tuve sospechas. No pude captar nada de la magia de San Petersburgo y en ello tuvo responsabilidad no sólo mi arrogancia ignorante sino la máscara espesa que sobre todo lo que gobierna tiene el totalitarismo marxista, cuya cara siniestra amenazante, su irreductibilidad fundada en la ceguera de las palabras, en las coartadas morales de su esquematismo frente a la vida de los hombres, estamos experimentando dolorosamente los venezolanos y nos ha herido el alma casi irremediablemente. Pero hay escapatoria desde luego, y una de ellas reside en esa otra realidad, que no hay que confundirla con la evasión o la indiferencia, que nos proporciona por ejemplo la literatura.

Y he aquí que rebuscando entre mis libros a la caza de la nueva lectura que suplantará a la que ayer no más terminé, esa lectura que me depara la posibilidad de contemplar, me encuentro con un livre de poche que había comprado en 1967 en la ya inexistente Librería La Francia, en Sabana Grande, del lado norte (la Ave. Solano) que vendía por supuesto libros en francés, (a los cuales recurría para mejorar en el idioma, y porque no se conseguían en otras librerías de Caracas ciertos títulos que me interesaban), que era una edición del Adolescente, la novela de Dostoievski, publicada en 1875 cuando el autor tenía 54 años, en plena madurez. Cuando la leí subrayé algunos párrafos y hojeando el viejo librito esta mañana me encontré con uno que me pareció útil para descifrar un tanto el espíritu de San Petersburgo, dejando atrás la máscara de Leningrado y dándome a la vez una versión de lo que vivo aquí. Habla de las mañanas y eso me gustó porque me he vuelto persona de las mañanas. Es en esa etapa del día cuando mejor me parece la vida, tiempo en el cual, como soy mayor y me levanto temprano sin demasiado esfuerzo, disfruto del hermoso amanecer que ilumina la serranía del Avila y contemplo desde mi refugio, Los Aromos. Aquí transcribo el fragmento subrayado (L’Adolescent pág 209- Gallimard 1966) que me habla de la magia que no pude captar en aquel viaje, cegados un poco mis ojos, o no abiertos todavía lo suficiente:

Todos los comienzos de la mañana, los de Petrogrado como los de todas partes, ejercen sobre la naturaleza humana una acción clarificadora. Hay sueños nocturnos en llamas que con la luz y el frescor se evaporan enteramente. Y a mí me ha ocurrido a veces recordarme en la mañana algunos de mis sueños de la noche apenas terminados, y con reproches y disgustos, a veces algunos actos. Pero sin embargo hago notar “en passant” que las mañanas de Petersburgo, que parecerían las más prosaicas del globo terrestre, son para mí las más fantásticas del mundo. Es mi idea personal o, para decirlo mejor, mi impresión, pero me apego a ello. Gracias a una de esas mañanas de Petersburgo, podrida, húmeda y brumosa, el sueño salvaje de Hermann el de La Dame de Pique (¡personaje colosal, nada ordinario, un verdadero tipo de Petersburgo y del período petersburgués!) debe, a mi parecer, hacerse todavía más fuerte. Cien veces, a través de esta niebla he tenido esta extraña pero tenaz visión: “Cuando esta niebla se disipe y se eleve ¿no se llevará toda esta ciudad podrida y viscosa, no se despertará la ciudad junto con la niebla para desaparecer convertida en humo dejando en su lugar el viejo pantano finlandés y en el medio, si se quiere, por su belleza, el caballero de bronce, su corcel furioso, su aliento en llamas?” En una palabra, no podría expresar mis impresiones, porque todo esto es fantasía, poesía en fin, y por supuesto tonterías. Sin embargo, me he hecho a menudo y aún me la hago, una pregunta absolutamente insensata: “Allá van todos corriendo y precipitándose. ¿Y quién sabe? Todo ello puede no ser más que un sueño. ¿Puede ser que no haya aquí un sólo hombre verdadero, auténtico, un sólo acto real? Alguien va de repente a despertarse, el que tiene este sueño, y todo se desvanecerá”

La Dame de Pique (Reina de Espadas) es una novela fantástica de Pushkin publicada en 1834. Motivó una ópera de Tchaikovski y muchas versiones cinematográficas. Hermann es uno de sus principales personajes. El Caballero de Bronce es una estatua ecuestre de Pedro el Grande debida al escultor francés Étienne-Maurice Falconet, mandada a hacer por Catalina La Grande y colocada en 1782 en la Plaza de los Decembristas, junto al Neva, frente al edificio del senado de San Petersburgo. Pushkin le dedicó un poema llamado El Caballero (o el Jinete) de Bronce, que pude disfrutar ahora en la web. Es en realidad un poema a la ciudad, del cual transcribo estos versos:

Te amo, creación de Pedro, amo tu aspecto / severo a un tiempo y lleno de armonía / la corriente majestuosa del Neva / Sus orillas de granito / Tu armoniosa valla de hierro / Tus noches contemplativas / Crepúsculo brillante, brillo sin luna, / Cuando yo en mi habitación / Escribo, leo sin lámpara, / Y claras masas adormiladas / De las calles desiertas, y brillante / Aguja del Almirantazgo…./ Muéstrate, ciudad de Pedro, y de pie / Resueltamente como Rusia, / Y tranquilícese contigo, / El elemento victorioso;…/ …Que las olas finesas olviden / Y vana malicia no vaya / A perturbar el sueño eterno de Pedro….

El Caballero de Bronce (Internet)

Pintado por Vasili Surikov (1848-1916). Detrás la Catedral de San Isaac (Internet)

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Una última palabra sobre la espectacularidad zarista, hasta cierto punto superpuesta a la cultura rusa gracias al poder económico y político, tal como se superponen de modo análogo en cualquier sociedad las preferencias dictadas desde lo más alto de la escala social. Que puede ser asimilada como ha ocurrido muchas veces, pero también quedar como un fenómeno coyuntural, fruto de circunstancias irrepetibles, económicas o políticas.

Y me pregunto si no puede pensarse que lo que llamamos hoy, precisamente, arquitectura del espectáculo, en boga en las últimas dos décadas en los países centrales, no es también en muchos casos superposición, o por lo menos un deseo forzado de instrumentalizar la arquitectura que proviene del voluntarismo de alguien con poder (que hoy puede ser el arquitecto). Y tal como se usó para demostrar autoridad y dominio en tiempos monárquicos, prestigio y fuerza militar en los primeros tiempos republicanos, hoy, a tono con la trivialidad capitalista, se usa para aparentar alto nivel de cultura y de paso rentabilizarla como atractivo turístico contando para ello con una especie de autorización ética venida de la historia.

En efecto, el hecho de que en los tiempos fundacionales de una sociedad haya ejemplos extremos de este hechizo de la arquitectura, nos impulsa a pensar que en el inconsciente de algunos arquitectos hijos de esas sociedades, hoy protagonistas del éxito, las formas construidas del delirio de Poder de los tiempos monárquicos anidan como referencias. Y si no están en los arquitectos están en quienes los ponen a su servicio. Nouvel (1945) y su reciente Philharmonie, por ejemplo ¿no tienen su antecedente cultural en la tradición arquitectónica absolutista cuya arrogancia trata hoy de ser revivida por la opulencia europea versión francesa. Y esos desatinos, análogos pese a su opuesto origen, como son el Valle de los Caídos (bien conocido monumento franquista) o la Ciudad de la Cultura de Santiago, (proyecto del 2007 de Peter Eisenman -1932- aún en construcción), no vienen a ser ecos distorsionados de momentos imperiales pan-europeos y colonialistas de la historia de España? Porque especulando para encontrar las claves de ciertas conductas, uno puede imaginar que de algún modo la búsqueda de la monumentalidad a través de lo enorme la refrendan con la autoridad que da el tiempo las imágenes palaciegas de la historia nacional que anidan en las profundidades de la psique de los arquitectos o sus poderdantes.

La Philarmonie de Jean Nouvel (2015) (Internet)

Valle de Los Caídos (1940-58) Pedro Muguruza y Diego Mendez (Internet).

Ciudad de la Cultura de Peter Eisenman (Internet)

Mi foto en 2010

Más cerca de nosotros geográfica y culturalmente, me ha parecido siempre que la grandiosidad azteca, el haber sido un poderosísimo virreinato en tiempos coloniales o el haber estado la idea monárquica revoloteando entre las élites mexicanas a lo largo de su historia post-independencia hasta realizarse en dos fugaces oportunidades (1821-22 y 1864-67), circunstancias asociadas en mayor o menor medida a la monumentalidad del legado construido, sembró una semilla dispuesta a germinar como emulación, o como modo de valorar o apreciar, en los arquitectos mejicanos. Que en algunas obras, como el Palacio Legislativo de San Lázaro de Ramírez Vásquez (1919-2013) y en alguna medida en su Museo de Antropología, en distintos aspectos de la Ciudad Universitaria, y más cerca en algunos de los edificios de Teodoro González de León (1926-2016), o la Biblioteca Vasconcelos (2006-8) de Alberto Calach (1960) hacen del gran tamaño, del deseo de impresionar con las dimensiones, una tentación aceptada.

Museo de Antropología de Pedro Ramírez Vásquez. Ciudad de Mexico (1963-64)

Palacio Legislativo de San Lázaro (1981) de Pedro Ramírez Vásquez

Edificio del Poder Judicial de Teodoro González de León (Internet)

Biblioteca Vasconcelos Ciudad de México, de Alberto Kalach (2015) (Internet)

Y en cuanto a nosotros los venezolanos, puede pensarse lo contrario. Que  nuestra concepción de la ciudad siempre corta, dispuesta a regatearle a lo público lo que se merece, es consecuencia de nuestra marginalidad de tiempos coloniales, simple Capitanía General de mínimas riquezas y de vastos territorios insalubres. De allí la modestia de nuestra herencia construida; producto también de la discontinuidad política que favoreció un continuo recomenzar desde cero, el quiebre permanente de los proyectos ambiciosos. Incidencias de nuestra historia que nos acostumbraron a desdeñar el espacio ritual, lo ceremonial, lo recreativo ambicioso, a la medida de las necesidades reales y futuras, hasta justificar sólo lo que sirve, las infraestructuras, los servicios básicos. Eso aparte de que Caracas es una ciudad donde todo parece estar amontonado. Y los caraqueños, habitantes de un valle tan estrecho en el cual no hay suficiente espacio libre para darle amplitud y perspectiva a lo que se construye, llevamos dentro algo así como una versión disminuida (con frecuencia caricaturizada) de la tradición urbana universal, tal como si se nos hubiera metido en el espíritu la larga cadena de frustraciones que ha sido nuestra historia. Desde luego que no llevamos dentro a Villanueva en su momento estelar, sino a las deficientes imitaciones guzmancistas o la tacañería del populismo pre-arquitectónico moderno del cual hablaba Jesús Tenreiro.

La Iglesia de Na. Sra. de Lourdes en El Calvario, Caracas, de Juan Hurtado Manrique (1882)

Al fondo, en El Calvario, el Arco de la Federacion y atrás la Capilla de Lourdes de Hurtado Manrique (1882-83), Caracas. En primer plano nuestra Plaza Bicentenario. Foto de 1985