ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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El conjunto de Pisa (aquí los techos de la Basílica y del Bautisterio) deja una huella en la sensibilidad personal.

Oscar Tenreiro

En la Digresión anterior mencioné rápidamente las observaciones que hace Alberti acerca de la Región y la Ciudad, esparcidas por los distintos Libros del Tratado, sin hacer notar que son fundamentos basados en la observación y en la tradición inmediata que tienen el mérito de servir de orientación para tomar decisiones sobre una actividad que tendría un desarrollo inusitado en la América a punto de ser descubierta, como es la de la fundación de asentamientos urbanos. En De Re Aedificatoria están pues planteados algunos de los primeros principios de las Ciencias Urbanas.

Me quedó también pendiente, antes de dedicar espacio a dos de las obras construidas por Alberti, una de las cuales, Santa María Novella es sumamente conocida y citada, comentar una parte del Tratado (Libro Nueve, Cap. Quinto, Pag 281,10 a 15 de la traducción de Lozano) que ha suscitado numerosas especulaciones de investigadores y académicos (los doctos de Vico), porque en ella Alberti entra en terreno metafísico al intentar definir la belleza de la arquitectura (o hermosura en la traducción) de esta manera:

Por lo cual podemos concluir en estas tres cosas, en las cuales se consuma toda la razón que buscamos: el número, lo que llamamos terminación  y la colocación. Pero hay algo más verdadero que todas estas cosas, con lo cual todas las fases de la hermosura maravillosamente relucen: se llama compostura, la cual decimos que es ciertamente la que preserva toda gracia y hermosura. Y el papel de la compostura es, a las partes que de otra manera son distintas entre sí, constituirlas con arreglo a una cierta razón perfecta, de suerte que entre sí, justamente, contribuyan a hacer la cosa bella…(20 a 35)… De aquí resulta que cuando con la vista, el oído o cualquier otra razón del alma sentimos como si las cosas estuvieran bien compuestas (porque naturalmente deseamos las cosas mejores, y a las cosas mejores nos allegamos con deleite), vemos que ni en todo el cuerpo o en sus partes tiene más fuerza la compostura que en sí misma y en la naturaleza. De suerte que yo declaro que ella conforta al alma y la razón, y tiene campos muy anchos donde se ejercita y florece, abraza toda la vida del hombre y la razón, y no es ajena a la naturaleza de las cosas, porque todo lo que la naturaleza produce, todo ello se modera con la ley de la compostura, y no tiene la naturaleza otro mayor cuidado que el de que las cosas que produce estén perfectas, lo cual en ninguna manera se conseguiría si se quitara la compostura, porque perecería la gran concordancia entre las partes. Y así vale lo dicho hasta aquí: lo cual sí está bien claro nos permite determinar que la hermosura es una cierta concordancia de las partes con la totalidad de la cosa, las cuales se conforman mediante un cierto número, terminación  y colocación como lo pide la compostura, esto es, si la absoluta y principal razón de la naturaleza lo pidiere. El arte de edificar responde a ella, de ella toma para sí dignidad, gracia, autoridad y adquiere valor…

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Al intentar darle sentido más preciso a esos cuatro atributos de la belleza entramos en terreno difícil porque como ya hemos dicho, están vinculados con una metafísica, un espacio filosófico, un modo de pensar, una posición, un punto de vista (Ortega), que es el que les otorga el significado. Dicho en otras palabras, lo que nos dicen depende de nuestra interpretación. Y es lo que hago diciendo que lo que sostiene Alberti es sorprendentemente similar a lo que se sostuvo en los albores del Movimiento Moderno en Arquitectura en las primeras décadas del siglo veinte y sigue estando en la práctica actual de la arquitectura. Alberti habla de número, lo cual me inclino a ver como racionalidad basada en la dimensión técnica, es decir, en todo aquello que es medible, que constituye por decirlo así el soporte esencial del arte de construir: lo dimensional, las certidumbres y seguridades surgidas de las ciencias físicas, de la resistencia de los materiales, de la viabilidad de los tipos estructurales; convertido en punto de partida, origen, de las decisiones asociadas a la propuesta arquitectónica. Entendiendo sin embargo que la manera más lógica de interpretar número en el siglo quince sería en relación con un sistema específico de proporciones que parten de la noción de módulo, de un juego numérico dimensional derivado de la numerología pitagórica, o, lo más propio de ese momento, de la aplicación de la geometría, todas cosas sobre las cuales se ha especulado y han motivado innumerables estudios que revisan desde las unidades de medida adoptadas (que variaban en tiempos renacentistas con los países, las regiones o incluso las ciudades) hasta por ejemplo, la correspondencia entre el diámetro de las columnas y el radio de la cúpula en las iglesias de planta central. Pero nos interesan mucho más las conexiones que pueden establecerse con nuestro modo actual de ver la arquitectura.

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Y en ese preciso sentido es imprescindible comentar el intento sistemático y intensamente elaborado de Le Corbusier con su sistema dimensional regulatorio, El Modulor, basado en la sección dorada, que aspiró a convertir en norma, lo cual revela una postura ante la arquitectura análoga en ese aspecto específico a la de los tiempos renacentistas. Postura que sin embargo se alimentaba de una mirada crítica guiada por su intención de renovar y abrir nuevas fronteras. Mirada crítica que se muestra en algunos puntos del texto que acompaña a la presentación del Modulor en los cuales se distancia de los excesos intelectuales que prevalecieron en la visión renacentista que exacerbó la importancia de las combinaciones geométricas. Y lo dice así (Le Modulor, Collection Ascoral, Editions de L’Architecture d’Aujourd’hui, 1962. Pag.61): El Renacimiento aporta el espíritu de escuela (Pienso que aquí Corbu se refiere a la institucionalización de la profesión de arquitecto), los trazados “intelectuales” sin límite, ajenos a la percepción, fuera del sentido y de la vida, modo de pensar que se hace esterilizante y un buen día mataría la arquitectura…

Y más adelante (pags. 74 y 75): Los grandes teóricos del Renacimiento siguieron caminos tentadores…Componían la arquitectura en el papel con compás o en forma de estrella: los geómetras humanistas habían llegado al icosaedro y al dodecaedro estrellado, obligando a la mente a una interpretación filosofante que se alejaba, en lo que se refiere al arte de la construcción, a los datos mismos del problema: la visión del ojo…La arquitectura no es un fenómeno sincrónico sino sucesivo, hecho de espectáculos que se suman los unos a los otros y se continúan en el tiempo y el espacio, como por otra parte ocurre con la música. Y aquí es muy importante, incluso crucial, decisivo: las estrellas del Gran Renacimiento produjeron una arquitectura ecléctica, intelectualizada, y un espectáculo cuya intención no se ofrece sino por fragmentos… (Dos siglos después de los humanistas renacentistas, Fenelon (François de Fenelon 1567-1622), viviendo las horas verdaderamente peligrosas de la arquitectura –las de la gran tentación de lo “clásico,” preparadoras de la decadencia- había dicho: “Desconfíe usted de los embrujos y atractivos diabólicos de la geometría”.

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La traducción del segundo atributo es problemática. La palabra latina de Alberti es finitio, la cual Lozano traduce como finición, palabra que no figura en el diccionario moderno del español, sino en el francés, y se traduce como terminación o acabado, las mismas palabras, con los que se traduce la palabra latina. Es pues con esa traducción, la de terminación como la asumo, pese a que la traducción moderna que consulté propone delimitación lo cual me parece un intento de abrir espacio a una ambigüedad que si puede verse como intelectualmente atractiva es más bien arbitraria y desorientadora. Y la terminación es propia de lo bello en todo tiempo histórico, si bien nuestra visión actual exigiría incluir el contraste entre lo terminado y lo imperfecto como atributo complementario.

Y del mismo género es la colocación, la cual Alberti señala como el tercer atributo. Lo asocio a la organización del edificio, a su correcta disposición en atención a su uso, atributo al cual el Movimiento Moderno asignó especial importancia cuando se acuñó la palabra funcional (la cual también es relativamente imprecisa y evoca la metafísica de la modernidad) usada hasta el exceso en los tiempos de la posguerra segunda e hizo común hablar de funcionalidad en tiempos de mis estudios, años cincuenta y sesenta del siglo veinte.

Y llegamos al último atributo, el verdaderamente impreciso y de evidente corte filosófico que es la palabra latina concinnitas utilizada por Alberti en el latín original, una cualidad propia de la retórica latina que tiene que ver con el orden general, la coherencia que deben guardar el todo y las partes del discurso. Es por supuesto, Alberti lo recalca, una cualidad de la naturaleza, donde no hay nada que sobre o que falte, palabra que Lozano traduce como compostura, traducción que pese a que tiene, a diferencia de las otras tres cualidades, una indeterminación casi insuperable, es una de las posibles palabras que pueden utilizarse en nuestro idioma. Pero si nos apoyamos en la referencia a la naturaleza también tendría sentido usar la palabra armonía, como lo han propuesto muchos estudiosos, pero también orden, porque el orden es una cualidad de lo natural. Puede hablarse por ejemplo del orden jerárquico; del orden que existe entre el todo y sus partes; del orden de similitud; del orden de intenciones o cometidos; del orden dimensional. Y si sustituyéramos la palabra orden por compostura o armonía el sentido se mantendría. En todo caso, compostura, armonía u orden nos acercan también a nuestro tiempo porque Luis Kahn, por ejemplo, hablaba insistentemente del orden. Así podemos verlo en las transcripciones de sus conversaciones o charlas, porque escribió muy poco. Y al orden se refirió con palabras de las que fui testigo directo (ver las entradas del 10 de Octubre y del 7 de Noviembre de 2010 en este blog) junto a otras tres personas entre las cuales un colega arquitecto venezolano, en 1965. Y dijo entre otras cosas (con aforismos, su manera de hablar de arquitectura):

El nuevo orden de la ciudad es el reconocimiento del orden del agua, del movimiento.

En mis planes quiero expresar el orden del movimiento como diferente del orden de la construcción

El orden del movimiento debe decir lo que debe ser la zonificación

La diferencia entre diseño y cantidad es el orden.

El orden depende de muchos factores. El diseño es personal, el orden no lo es. Sin embargo el orden puede ser concebido por un hombre aún cuando no tenga una comprensión individual

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Concluyendo esta digresión, hago otra para dejar atrás las elaboraciones intelectuales que algunos se empeñan en llamar teoría y es más bien pensamiento sobre (y desde) la arquitectura, para referirnos a la incomprensible paradoja (sobre la cual volveré) que produjo en la arquitectura, que no en las demás artes, el hecho de que el redescubrimiento de los logros del clasicismo helénico crease una suerte de velo (precisamente intelectual y más aún ideológico), que ocultó parcialmente impidiendo asimilarlos, las realizaciones excepcionales de la arquitectura de los siglos precedentes.

Y para hacerlo voy a mencionar a dos monumentos extraordinarios de Italia, muy cerca de donde escribió Alberti, bien consciente de que podría encontrar decenas de ejemplos de análoga importancia en todo el orbe europeo de entonces. Son la Basílica de San Francisco en Asís, construida durante la primera mitad del siglo XIII, y el conjunto del Campo dei Miracoli en Pisa: (el Camposanto, el Bautisterio, la Catedral y la Torre Inclinada) comenzado en el siglo XI y terminado a lo largo de los dos siglos siguientes.

Y lo hago muy rápidamente, es sólo un pasar por encima sin detenerme en detalles, datos y circunstancias, apoyándome en unas cuantas imágenes y mis impresiones personales, porque lo que me mueve es sobre todo apoyar mi inquietud sobre el silencio intelectual aún de parte de los más ilustres personajes, y, casi podría decirse, del espíritu de todo un tiempo respecto a una evolución en el dominio de lo construido que en cierto modo se interrumpió, o me atrevo a decir, se frustró, para llegar en un momento dado, a lo que Corbusier llama la muerte de la arquitectura. (Y me apoyo en su autoridad a este respecto, advirtiendo que mi reencuentro con esa frase fue casual, nunca la recordé).

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Asís fue para mí una visita (1962) que me marcó para toda la vida, tal como fue la de Chartres, tres años antes. Como muchas de mis visitas de esos años, tenía motivación religiosa, perseguía las huellas de San Francisco. Pero también la movió la búsqueda del Giotto, cuyo nombre oí por primera vez de mi profesor de Historia del Arte, Eduardo Crema, italiano de los que han enriquecido a Venezuela. Y lo ignoraba todo sobre la Basílica. Hasta el punto de que, siendo ya tarde, en tiempo de verano y yendo por la carretera hacia Asís en mi escarabajo, con mi esposa Delia y mi primer hijo durmiendo atrás, vi a lo lejos, sobre una colina ya casi obscura, un celaje rosado coloreado por el sol de la tarde que me impresionó por su enorme tamaño, casi prolongando el accidente natural: eran los contrafuertes en arcos sucesivos del relleno artificial donde se había construido el monasterio anexo a la Basílica de Francisco; sorprendentes, insólitos, no tenía de ellos ninguna noticia previa. Me detuve a un lado de la carretera y apoyándome en el techo del carro tomé una foto de aquel prodigio de lo artificial convertido en natural, en paisaje hecho por el hombre; que se hizo realidad gracias, no puedo dejar de decirlo, a una Fe superior. Fue el inicio de un par de días que no sólo en mí sino en Delia, la madre de mis primeros hijos, ya fallecida, e incluso en mi hijo mayor, de apenas once meses de edad entonces, deben haber dejado huella, de esas huellas que no se ven y se llevan profundamente en el alma.

Incluyo aquí la imagen lejana, conservada maravillosamente en sus colores originales y que pude digitalizar. También la fachada de la Basílica, extraordinaria en proporciones, en geometría, en valor táctil (la hermosísima piedra, expuesta en su valor primordial, impudicia rara en el patrimonio construido de Italia). Imagen que me acompaña diariamente en esa pantalla electrónica que se nos ha convertido en habitual.

Y debo interrumpir porque se ha hecho largo.

(Incluyo las imágenes en alta resolución)

La imagen del prodigio de Asís, en foto de hace más de medio siglo

La Basílica. Magnífica. Noble. Austera. Enseñanza que se diluyó en los mármoles de los años sucesivos. Imagen de 1962.

Acercándose a Asís, los enormes muros. Maravilloso riesgo.

Y aún más cerca se ve ya mejor la razón constructiva que me maravilló