ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro

Si consideráramos posible, tal como lo he sugerido, precisar los atributos que confieren a la arquitectura la capacidad de hablarnos del medio natural donde se construye, tropezaríamos con muchísimas dificultades. Dije también más arriba que ese propósito nos hará movernos por un terreno de relativismos donde pocas cosas se sostienen irrefutables: la relación naturaleza-construcción deja demasiado espacio a la interpretación subjetiva». Ese prevalecer de lo subjetivo (lo que no se puede decir) es una dificultad insuperable que afecta a todo esfuerzo por razonar el valor cultural, la bondad, de una obra de arte y por supuesto de la arquitectura, como ya muchas veces lo he discutido en estos textos. Y he dicho otras veces lo que sí puede decirse en este caso: que resulta imposible la precisión sin recurrir a conceptos derivados de una metafísica, de un filosofar sobre principios y fines –como el que permitiría identificar a lo bueno y lo bello­– respecto al cual no hay ni puede haber acuerdo definitivo, como lo revela la historia del pensamiento humano. Y que precisamente por ello, al intentar hacerlo se dejan fuera muchas de las cosas que orientan el juicio de valor. En resumen, razonar esa bondad termina siendo un ejercicio intelectual incapaz de ofrecer suficiente luz sobre lo que intenta razonar.

Pero movido por el fuerte impulso recibido de las recientes lecturas que he comentado –lo que llamé un élan–y por el deseo de respaldar mis preferencias, cedí a la tentación y  quise, según escribí anteriormente “… volver a pensar que si la luz es otra y por lo tanto otros los colores, otras las texturas; si la sombra puede ser rechazada o buscada…la arquitectura…debía estar marcada por esas diferencias…claves que ayudarían a superar la tendencia actual a la uniformidad que prescinde de la diversidad de orígenes de la arquitectura”.

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Mi impulsivo deseo de identificar esas claves la justificó la convicción, estimulada además de las lecturas por algunos episodios personales, de que en la arquitectura de nuestro mundo americano y tropical se manifiestan influencias y entre ellas de modo señalado las del medio natural, que establecen diferencias que parecieran estar fuera de los criterios que se manejan en la manera de ver y sobre todo de juzgar, la arquitectura que hoy se celebra. Pero que estemos conscientes de ese problema no es suficiente razón para dejar de lado certidumbres personales sobre las que ya he escrito otras veces. Sin darme cuenta me ofrecí como víctima al embrujo del lenguaje al cual se refiere Wittgenstein, esa modalidad del ejercicio del pensamiento que hace imprescindible recurrir a conceptos y definiciones –juegos de lenguaje– los cuales queriendo clarificar se enredan sin embargo en su propia inoperancia. Además ya había saltado a mi vista el hecho de que algunas relaciones entre arquitectura y naturaleza pueden ser identificadas con facilidad (las respuestas a las particularidades climáticas –lluvia, humedad, inclemencia solar– junto a otros aspectos técnicos que he mencionado) mientras que hay otras que son abiertamente subjetivas  como la forma de captar o controlar la luz natural, el manejo de los materiales, el uso del color o el modo de construir, sin embargo decisivas para otorgar valor.

Aquí debo repetir cosas que ya he dicho: si uno trata de mantenerse a distancia de explicaciones ideológico-metafísicas, la mejor manera de destacar la bondad de una arquitectura (bondad que incluirá necesariamente la positiva relación con el medio natural), la ostentación es el instrumento. Debo mostrar la arquitectura que me interesa, y si me lo permite mi dominio del lenguaje, describir lo que en ella admiro o simplemente me interesa. Si ese manejo es justo podré aspirar a que mi descripción tenga algún valor literario.

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En tiempos de mis estudios los profesores hablaban insistentemente de la relación arquitectura-medio natural hasta casi convertirla en un lugar común. Figuraba en las críticas, se hilaban discursos sobre el tema y cuando se pedía a los arquitectos comentarios sobre su propio ejercicio, inevitablemente hablaban de ello. Era una de esas ideas que de tanto mencionarse llegaban a perder su sentido, desvaneciéndose ante el peso de otras como la imitación de lo celebrado, tan característica del juicio sobre arquitectura o sobre arte en general. Pero aún así los profesores hablaban sobre ello con mayor o menor tino dependiendo de su cultura filosófica. Se apoyaban, sin estar muy conscientes de ello, en la ideología –moderna– dominante mencionando atributos sin mucho rigor movidos por preferencias no bien explicadas. Todo ello, acompañado como dije ya, con el recurso de la ostentación muy usado entonces y muy usado hoy: señalar edificios, elogiar algunos, ignorar otros, hablar de algunos arquitectos nombrados, conocidos o celebrados, de sus obras más comentadas. Un panorama análogo al que se presenta hoy en cualquier escuela de arquitectura del mundo. Así se sigue hablando de la arquitectura. Vagamente, dejando muchas cosas en el aire, a pesar de todas las palabras que se prodigan en masters y doctorados, hoy abundantísimos.

Pero también hay que decir que nuestros profesores evitaban profundizar porque intuían las dificultades que enfrentarían. Era un momento histórico en el cual prevalecía la desconfianza en la razón académica característica de la modernidad. Porque como ya lo he dicho anteriormente, el ambiente de nuestra escuela de arquitectura, que nació justo después de la guerra (1946) a partir de los esquemas pedagógicos que acompañaron al Movimiento Moderno, estaba marcado por la superación de la tradición Beaux-Arts. Se inspiraba fuertemente en las exploraciones de la Bauhaus publicitadas por el Gropius de Harvard y respaldadas por su libro Alcances de la Arquitectura Integral (Scope of Total Architecture) que se nos presentaba como una especie de catecismo de obligada lectura.

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Me enfrento ahora, luego de lo que he venido diciendo, con una obligación acompañada de una limitación. La obligación es que parece lógico que señale, que muestre, algunas de las arquitecturas que considero tienen la virtud de hablar de nuestro medio natural, lo cual equivale a decir, simplemente, que según mi juicio son ejemplos de buena arquitectura. La limitación está en mis dudas sobre mi deseo de hacerlo, desgano que es familia de las permanentes incapacidades de los arquitectos para señalar positivamente otras arquitecturas. Porque a los arquitectos nos resulta particularmente difícil señalar (o mostrar) con libertad arquitecturas de nuestra preferencia, fuera de los ejemplos consagrados o de las opiniones de la crítica establecida.

Y ello es así, entre otras cosas, porque señalar o mostrar nos enfrenta a la necesidad de identificarnos con lo que otros hacen; al hacerlo siento (es un sentir muy impreciso) que dejo de lado mis intuiciones, mis convicciones, para decir: esta arquitectura contesta mis preguntas, me habla en el idioma que me conmueve, que me emociona, que llena hasta cierto punto mis aspiraciones de arquitecto. Y decir eso en cierto modo implica una especie de renuncia a mis expectativas íntimas (las relego a un segundo término). Además de que nos plantea de nuevo lo que ha estado todo el tiempo flotando sobre estas reflexiones, las limitaciones que existen para razonar el impacto del arte en nosotros: cuando muestro debo decir algo, se supone que debo decir por qué muestro. Y eso me somete a exigencias incómodas, una situación que es aún más terminante cuando se trata de un arte, o aspiración de arte, con el que estamos comprometidos.

Me ilustra especialmente respecto a esto lo que dice Dostoievsky –lo leí esta mañana en la biografía de Josef Frank– cuando se ve obligado en una conversación privada a explicar su rechazo a ciertos aspectos de la novela Ana Karenina de su contemporáneo Tolstoi: …criticar es imposible por más que yo quisiera. Yo mismo soy novelista ¡sería algo indecente! ¿No expresa esa frase la razón de nuestra parálisis o insuficiencia para juzgar la obra de un contemporáneo? En tanto que somos arquitectos estamos afectados por una problemática imposibilidad de situarnos críticamente respecto a las obras de los otros arquitectos con quienes convivimos o hemos convivido. No podemos guardar la debida distancia para poder juzgar o para aceptarlos de modo abierto. Puede decirse que son celos, pero en realidad es mucho más que eso, es una distancia impuesta por nuestro compromiso personal (con limitaciones incluidas) con la arquitectura. Compromiso que nos marca fuertemente y a la vez nos limita.

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Y sin embargo voy a mostrar arquitecturas de Venezuela.

Con la Plaza Cubierta de Villanueva es con la que más me identifico porque lo considero (es muy común decirlo así) una permanente alusión a nuestro medio natural. Claro, me facilita valorarlo sin reservas el que sea un edificio –o más bien un lugar arquitectónico– que ya está inscrito en nuestra historia. Fue allí donde experimenté de muy joven la emoción de la arquitectura.


Carlos Raúl Villanueva (1900-1975) Plaza Cubierta y accesos al Aula Magna (1953)

Los demás ejemplos que muestro, como el edificio de Edelca de Jesús Tenreiro en Ciudad Guayana y el Banco Central de Venezuela de Tomás Sanabria, no tienen todavía ese carácter definitivo que tiene la Plaza Cubierta, pero sí méritos y virtudes que les confieren un carácter icónico y los sitúan en las fronteras de lo que merece estar en la historia. Edelca tiene aún la frescura de su primera juventud, a pesar del pésimo mantenimiento, casi abandono, y de la tacañería con la cual fue construido, motivo de mucha angustia para su arquitecto, de la cual fui testigo.

Jesus Tenreiro (1936-2007) Edificio de Edelca en Ciudad Guayana (1967)

Los quiebrasoles figuran soportales que producen sombra y protegen el acceso desde el parque.

El Banco Central por su parte es un edificio esencial entre nosotros. Reconozco en él un particular rigor, su excelencia constructiva (rasgo definitivo de la obra de Sanabria) y su consideración casi enciclopédica al tema específico de la insolación. Me distancia de él su severidad.

Tomás José Sanabria (1922-2008) Torre Financiera del Banco Central de Venezuela (1972)

También muestro una vieja foto de la casa de Pérez Jiménez de Fruto Vivas, obra de plena juventud cuando produjo muy buenas cosas entre las cuales esta casa, antes de entrar en una lenta y persistente regresión con ocasionales aciertos afirmados en su talento. A la vez que admiro esta casa como una especie de homenaje al lugar donde está construida, al borde de un acantilado viendo el Mar Caribe, rechazo drásticamente el discurso esquemático y simplista de su autor acerca de la arquitectura, acompañado siempre de un relato sentimental típico del oportunismo izquierdista radical cuya consecuencia ha sido hacerlo cómplice de nuestra siniestra dictadura.

José Fructuoso (Fruto) Vivas (1928) Casa de Pérez Jiménez en Playa Grande (1957)

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Conclusión: la arquitectura –el arte– habla desde la historia, no sólo desde las preferencias personales, ni en los textos de críticos o teóricos. Mucho menos en la novedad y el consumo editorial o en las modas. Habla desde su permanencia en el tiempo y su inserción en la cultura de una sociedad. Desde su trascendencia. Para sentirnos en reposo con nosotros mismos al señalar una arquitectura como ejemplo en nuestro deseo ostensivo, sin la tensión de estar violentando nada íntimo, necesitamos que ese edificio esté dentro de una perspectiva histórica. Que haya adquirido un valor patrimonial como ejemplo de una cultura, de lo que una sociedad produce y atesora como muestra de su evolución.  En la valoración de una arquitectura tienen una palabra fuerte que decir los historiadores. Está en su responsabilidad llamar la atención del conglomerado social sobre el rol de iconos demostrativos que cumplen determinados edificios que no envejecen y logran sostener vivo su mensaje inicial. Así los aceptaremos, dejando aparte nuestras resistencias.

Son edificios que nos hablan y seguirán hablando. Del medio natural y de otras cosas.