ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro

Las entradas tituladas Todo Llega al Mar, numeradas del 1 al 13, son parte del texto del libro con el mismo título que publiqué en abril de 2019, comenzado a redactar un año antes. Mi intención era que el texto del libro estuviese también en este Blog, idea inadecuada que abandoné. Reproducen, con ciertas diferencias, las páginas del libro desde la 33 a la 67.

Se inició el Segundo año y también el Taller, lo cual equivalía al verdadero comienzo de la carrera: íbamos a dibujar –a imaginar, pensábamos– posibles edificios, lo cual a la vez que nos intimidaba era la razón de estar allí; lo anterior era antesala. Y me resultó difícil aceptar la lógica de la mayor parte de los ejercicios que se nos proponían, concebidos para ir de lo más simple a lo más complejo, criterio que con demasiada frecuencia se aplicaba a un análisis de la arquitectura –división del todo en sus partes– que exigía del estudiante un esfuerzo de fragmentación contra natura. No me parecía lógico diseñar un muro prescindiendo del contexto arquitectónico o natural del cual formaba parte, pero ese fue uno de los temas que se nos propusieron. Y me perturbaba ver como eran premiados los muros más artificialmente complejos a base de caprichos constructivos. Eran de ese tipo los primeros ejercicios, supuestamente simples y accesibles a los principiantes, aunque esa simpleza no fuese tal: lo simple exige un dominio técnico y constructivo que estaba fuera de nuestro alcance. Lo simple puede ser lo menos simple para un comienzo. Y así, de una a otra simpleza transcurrieron los primeros meses hasta que llegó el momento de abordar el primer tema de arquitectura, el cual siguiendo la tradición de años anteriores sería un pre-escolar (kindergarten en la Venezuela de entonces), tema también aparentemente simple.

Y traté, mediando grandes esfuerzos, de inventar –porque era eso lo que se nos proponíael edificio, objetivo que me llevaba entonces a pasearme entre las mesas de dibujo del Taller en plan de meditación, literalmente exprimiéndome el cerebro para encontrar alguna clave que me permitiera trazar las primeras rayas. Era un curiosísimo ejercicio: estaba queriendo sacar algo de la chistera, de mi chistera. Mientras lo hacía pensaba que algunos de los rasgos que se asomaban a mi imaginación eran partes de una fisonomía surgida de mi esfuerzo sin que sospechara que se trataba en realidad de fragmentos de imágenes dibujadas por otros que se habían grabado en mi memoria. Espejismo que me impedía darme cuenta que intentaba lo imposible. Porque no estaba inventando, imitaba. Desde no hace mucho sé que en arquitectura rara vez se inventa: se descubre, se rediseña, se elabora. Todo parece estar dicho ya, o balbuceado, para que vayamos a ello y lo convirtamos en origen.

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Y la cuestión de la imitación requiere un comentario.

Hoy, liberados del peso negativo que la palabra tuvo para los arquitectos en mis tiempos juveniles es posible decir que mucho de lo que hacemos se origina en la imitación. Porque la imitación para nosotros, o para quien tenga alguna aspiración artística, está siempre presente, es una tentación permanente. Pero el rupturismo de las vanguardias en los comienzos del siglo veinte exigía una conducta ideológicamente coherente con el objetivo de abrir un capítulo nuevo para el arte –o la arquitectura– que obligaba a considerar pecado mortal la imitación o, incluso, cualquier mirada admirativa hacia lo que se hacía bajo el manto protector de la Academia, entendida ésta, no como el ámbito universitario que cultiva un saber superior sino como el reino institucionalizado de lo político y socialmente correcto: las Academias de la tradición francesa, imitadas en todo el ámbito europeo y ejerciendo como instituciones rectoras. Era por lo tanto imposible siquiera considerar que lo nuevo pudiese nutrirse, aún parcialmente, de la imitación. Se continuaba la línea de pensamiento que maduró con los estertores del romanticismo décimonónico y se expresó abiertamente a comienzos del siglo veinte: la obra de arte aspira a ser creación, a librarse de herencias, a superar la inercia impuesta por lo que antecede.

El plan de estudios de mi escuela estaba ideológicamente influido por esa conciencia de cambio desde cero, si bien muy moderada por décadas de profundos cambios y libre del peso de instituciones rectoras de la estirpe Beaux Arts. Pero de todos modos marcada por las nociones, convertidas ya en normas, que desde los tiempos de la Bauhaus nutrían la formación de los arquitectos, aceptadas desde fines de la Segunda Guerra por las escuelas de arquitectura norteamericanas y por las más actualizadas del mundo europeo. Así que varias décadas, una guerra, un océano y un continente de distancia, en un país tropical de poca importancia, mi caricaturesca conducta era consecuencia de la doctrina que la Bauhaus había manejado en sus mejores tiempos fundada en la idea de que la arquitectura debía nacer ex novo, sin deber nada a la arquitectura heredada, a lo que era vigente en la escena social. Y si bien es cierto que en Weimar o Dessau en medio de la espesa tradición cultural europea ese propósito de higiene dio lugar a obras realmente innovadoras, ellas estaban alimentadas –aunque no se reconociera de modo explícito– de intenciones, propuestas y realizaciones que venían coloreando con muchos tonos la escena cultural de principios de siglo. Eran en muchos casos culminación de esfuerzos en curso, suma de muchos intentos de matar al padre; estaban, se puede decir hoy con énfasis, muy lejos de surgir de la nada, mientras que aquí, al Sur del Mar Caribe en un país en el cual sólo fue el 17 de Diciembre de 1935 al morir el Dictador Gómez, según lo escribió Mariano Picón-Salas,cuando comenzó el siglo veinte, ni siquiera conocíamos del todo a la arquitectura como profesión y a los arquitectos como constructores. Nuestra ventana a la modernidad se abrió tan tardíamente que no había tradición de la cual desembarazarse, así que en lugar de buscar la inspiración en nosotros mismos nos correspondía más bien abrirnos sin complejos a la imitación, de la cual podrían salir tal vez ramalazos de originalidad. Surgieron y no fueron sólo ramalazos en la arquitectura que aquí tomó forma. Pero sólo es ahora, cincuenta años después de aquellos paseos por el Taller, cuando sin restricciones ideológicas mediante, acepto que mis años iniciales estuvieron marcados por la imitación. Y no sólo eso, sé hoy que la imitación es parte importante en nuestra evolución hacia la deseada madurez, con la cual se nos revelará lo que sí es nuestro, lo que nos identifica, el lenguaje con las palabras que sólo nosotros podemos decir.

El edificio donde funcionó la Bauhaus en Weimar desde su fundación en 1919 hasta su mudanza a Dessau en 1925, ocupando el edificio de la Escuela de Artes y Oficios proyectado por Henry Van de Velde (1863-1957) Foto de 2012

La escalera principal del edificio de la Bauhaus en Weimar-Foto de 2012

Una de las escaleras secundarias del edificio de la Bauhaus en Weimar con un mural pintado restaurado, el cual, a falta de la información en este momento, atribuyo a Josef Albers. Foto de 2012

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El cambio político venezolano de Enero del 58 tuvo una influencia decisiva en el ambiente universitario de entonces. Había yo comenzado en Setiembre del 57 el Tercer año y ya habían quedado atrás los tiempos de iniciación, ese primer año con Ventrillon que venía a ser como una preparación para el Taller –denominado en el pensum Composición Arquitectónica– que había ocupado todo el Segundo Año. A poco de comenzado el Tercero la tensión política, la resistencia a la Dictadura, se fue haciendo cada vez más importante hasta culminar el 21 de Noviembre de 1957 con una manifestación estudiantil en el campus nuestro, la Ciudad Universitaria, que tuvo enorme impacto y vino a ser el comienzo del desmoronamiento del Régimen que culminó, como ya he dicho, el 23 de Enero de 1958.

Por mi parte yo me sentía llamado a participar en alguna forma de lucha. Un celo muy particular se apoderó de mí llevándome a una militancia más bien individual y compartida con algunos amigos cercanos, a favor de la recuperación y consolidación de la democracia, celo que tuvo raíces diversas y entre ellas algunas de carácter familiar.

Desde que éramos niños, tanto mis tres hermanos (Jesús, Pedro Pablo y Edgardo) como mi hermana Carlota, teníamos alguna conciencia de lo que políticamente acontecía en el país, pero eso no era extraño en una sociedad como la venezolana que ha estado siempre muy politizada, en permanente búsqueda de una democracia que le ha resultado esquiva. Lo que podía ser más raro es que germinara en mí tan fuertemente la semilla política si la parte más fuerte del cuadro familiar, la de mis padres, señalaba más bien en una dirección menos agitada, menos riesgosa, más conforme con la tranquilidad burguesa.

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Mi padre no era políticamente activo[1], sus opiniones las mantenía relativamente en privado y podría decirse que guardaba discretamente una conciencia del acontecer político característica del medio donde se desenvolvía, como comerciante muy querido por los vecinos pero poco exitoso, en una ciudad pequeña como Maracay, donde vivíamos (a unos cien kilómetros al Sur de Caracas) hasta que a mis trece años nos mudamos a Caracas mientras mi padre se quedaba en Maracay liquidando su negocio –en bancarrota– y viajando semanal o quincenalmente para estar con nosotros. Papá había quedado huérfano de padre y madre cuando apenas había dejado de ser niño y junto a sus hermanos (era el quinto de ocho hermanos) pasó al cuidado de su abuela por parte de madre quien tenía el sugerente nombre de Escolástica y era de apellido Gil, viuda del General Francia, de quien nada sé salvo el curiosísimo cuento que oí una vez –y no recuerdo de quién– según el cual murió a consecuencias de haberle caído un coco en la barriga mientras dormía en su hamaca en la Hacienda La Trinidad –propiedad del dictador Gómez– en Maracay. Mi madre era la menor de los nueve hermanos de una familia bastante acomodada de Valencia, de origen alemán, huérfana de padre (un personaje importante en la ciudad, promotor de industrias) cuando ella tenía unos doce o trece años. A pesar de su perfil de niña consentida era firme de carácter y dada a hacer valer sus puntos de vista de un modo claro y hasta enfático, si bien estaba enteramente dedicada a las labores de hogar y su educación no había pasado de la escuela básica en el Colegio católico de Nuestra Señora de Lourdes de Valencia. Para nosotros los hermanos ambas personalidades se mostraban como contrarias: mi padre buscando no identificarse demasiado, remando con los demás, opinando en privado mientras que el licor no le soltara la lengua, en cuyo caso se extralimitaba, rasgo que lo hacía pasar malos ratos y acompañaba a una forma benigna de alcoholismo que le hizo mucho daño y afectó fuertemente a la familia. Mi madre en cambio manifestaba sin remilgos su parecer en asuntos de actualidad como que si tratara de compensar la excesiva prudencia de su marido. Yo la veía, y creo que también la veían así mis hermanos, como alguien que no tenía miedo a los riesgos, que hacía un puntoen mostrarse decidida, un modo de ser en el cual me reconozco. Ambos eran católicos firmes (papá había estado en el Seminario Interdiocesano para hacerse sacerdote junto a su hermano Pedro Pablo –quien llegó a ser en 1954 el Primer Obispo de Guanare– pero lo había abandonado al cumplir sus veintiún años), él practicante ocasional si bien siempre cercano al mundo católico, mi madre intensamente piadosa, de Fe firme, estricta aunque también tolerante o más bien inclinada a respetar la posición de los que no coincidían con la de ella. Entre los dos siempre un leve –a veces importante– desacuerdo y una tensión que podía manifestarse fuertemente produciendo en nosotros los hermanos un difícil desasosiego.

Esta curiosa foto de mi padre Antonio Jesús Tenreiro Francia (1904-1978) sentado, muy niño (¿tres años?) junto a su hermano Pedro Pablo (1900-1983) estaba, ampliada y retocada como se hacía en ese tiempo en el cuarto que él ocupaba en nuestra casa de Maracay. Él está vestido de niña lo cual según mi madre se estilaba muy a comienzos del siglo. He sabido que en efecto esa era una costumbre. A todos los hijos siempre nos pareció algo muy particular.

Monseñor Pedro Pablo Tenreiro, hermano mayor de mi padre, Primer Obispo de Guanare. Era una persona jovial…y podía ser severo. (1954)

Mi padre Antonio Jesús Tenreiro Francia, en torno a sus veintiún años.

Mi madre Cecilia Carolina Degwitz Aigster, adolescente.

 

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Hasta qué punto ese desacuerdo parental que en alguna medida ponía en competencia los dos modos de ser, el pasivo de mi padre y el activo de mi madre, además de la obvia distancia entre la rama acomodada del lado de ella con la modesta del lado de mi padre que era el nuestro, reflejado en nuestro modo de vida siempre económicamente limitado; hasta qué punto, repito, esta oposición hizo germinar en mí una inquietud que me llamó a tomar posiciones en el campo político, es algo difícil de responder y queda como hipótesis. Aunque pareciera también relevante pensar que la disposición materna al riesgo se me convirtió en acicate para no temer expresarme en contextos directa o indirectamente represivos. Expresar mi opinión, aún frente a la autoridad, era en efecto un rasgo de mi carácter que fue señalado como un defecto por más de uno de mis maestros en tiempos de escuela y por un par de profesores en la secundaria, hasta llegar a hacerme sufrir ciertos castigos un poco humillantes de los cuales no vale la pena hablar aquí.

Pero también cumplió un papel, acaso decisivo, la cuestión religiosa, muy fuerte en los años formativos e inmediatamente siguientes. Porque viví mi adolescencia con una fuerte vinculación con el cristianismo, el cual, si bien se manifestaba, como ocurre generalmente en la perspectiva católica, en términos represivos (el despertar problemático de la sexualidad como tema principal), también era una referencia ético-moral que determinaba un talante, un tono, que fue parte de mi identidad y me acompañó hasta irse transformando con la mayor edad en algo que se me hace difícil definir y se mueve entre dudas y certidumbres, nostalgias y reminiscencias. Vivencia religiosa que fue fundamento evidente del impulso que me llevó hasta la política movido –ya lo hice notar de pasada– por el deseo de dar testimonio, unconcepto, una idea-fuerzasi se prefiere, que dejaba huellas claras en los más jóvenes, entre quienes como yo se sentían llamados. Deseo que fue como el empujón decisivo[2]hacia mi compromiso político y en cierta forma me ayudó a dejar atrás la timidez e incluso el miedo a ser portavoz de posiciones enfrentadas a la arrogancia y agresividad típica de los sectores universitarios marxistas que se sentían dueños de la situación y actuaban como perdonavidas que apabullaban al adversario.

Mi hermana, Carlota Elizabeth, primera de la izquierda, en torno a 1948, como paje en el matrimonio de una bella dama, de mirada severa, que no logré identificar.

 

[1]Fue sin embargo candidato a Concejal por el Partido Democrático Nacional (el PDN, partido oficialista durante el gobierno democrático de Isaías Medina Engarita) saliendo electo, en las elecciones democráticas de 1941.

[2]Recuerdo especialmente una conversación sobre ese tema con mi hermana Carlota Elizabeth, un año exacto mayor que yo, fallecida el 19 de Agosto de 1979, quien en una época de su vida compartió esta visión conmigo.