ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro

 El pasado doce de este mes de Noviembre llegué a la cifra que oficialmente me convierte en un hombre viejo: ochenta años. Y aparte de las felicitaciones y un par de encuentros con la familia, pocos porque la mía, como todas las familias venezolanas de estos tiempos, está diseminada por el mundo y porque pareciera que a la alegría de vivir la ha sustituido la lucha por sobrevivir, estuve dándole vueltas a la idea de hablar sobre lo que representa para mí haber adquirido esta especie de certificado de vida larga que es ser octogenario. Y dado que me encuentro ordenando mis escritos con la idea de una publicación complementaria a Todo Llega al Mar, me tropecé con lo que escribí y publiqué en El Diario de Caracas el 14 de Noviembre de 1993 cuando celebraba haber cumplido cincuenta y cuatro años, es decir, hace veintiséis años. Lo titulé Entre sentimentalismos porque ya en ese entonces despuntaba en mi ánimo una recurrencia sostenida y podría decir cultivada (que se me ha hecho intensa en estos últimos años) a dejarme llevar por el sentimiento, dándole a esta palabra el segundo significado que le da la Real Academia: estado afectivo del ánimo, al cual agrego como complemento el de la palabra ánimo: Alma o espíritu en cuanto principio de la actividad humana. O sea que sentimentalismo sería entregarse a los afectos, a los principios del espíritu, no el ponerse cursipara usar la palabra venezolana– dulzón y sensiblero, rasgos que los anglosajones achacan al proceder latino.

Sea como sea, tanto hace veintiséis años como ahora, en tiempo de cumpleaños me muevo entre sentimentalismos.

Y aquí va lo que escribí entonces:

Hoy llego a los 54 años, escribo el 12, y como todo el mundo en su día aniversario, me pongo sentimental. El sentimentalismo es un defecto, parece ser. O mejor aún, algo así como una contradicción que nos puede llevar a derramar lágrimas por alguna nimiedad que dispara asociaciones íntimas que nada significan para los demás, mientras permanecemos insensibles ante asuntos de verdadera trascendencia. Es famosa la anécdota, cierta o no, que corre sobre Nietzsche durante sus semanas previas a la locura total: en una calle de Turín se abrazó desesperado, envuelto en un llanto inconsolable, a un caballo callejero que había sido golpeado por su propietario, ante la sorpresa y la parálisis de los transeúntes. El, el hombre que ha sido visto injustamente como una especie de poseso que anunció la muerte de Dios, parecía no poder resistir el sufrimiento del jamelgo. Un asalto de sentimentalismo sin duda. Por cierto muy alemán. Los mismos alemanes lo han denunciado siempre como defecto nacional.

Me pongo sentimental en las mañanas (me deprimo los domingos en la tarde), y por eso me deshice en efusiones cuando me llamó desde lejos mi hijo mayor, el primogénito.

Cuestión misteriosa ésta la del primer hijo. No todos somos primogénitos pero sí podemos proyectarnos en uno, así que lo que no recibimos por ese particular azar lo podemos dar por recibido en el hijo, o la hija, mayor. Reviví al oír su voz la noche de su nacimiento –no había cumplido yo los 22– cuando lo que oí fue su llanto desde una estancia cercana al sitio del alumbramiento. Si, sucumbí al sentimentalismo así como sucumbo ahora exponiendo estas intimidades en un diario, instrumento de comunicación, que nuestro admirado Le Corbusier señalaba como tema de un solo día destinado al cesto o a evitar que el piso se salpique de pintura. Son los libros lo que importa decía él precisamente en una entrevista periodística, pocos años antes de su muerte. Y tenia razón, pero aquí estamos de todos modos. Por motivos psicológicos, pero acompañados de la certeza de que a través del ejercicio de la escritura uno se obliga a ordenar el mundo que todos llevamos dentro en una cierta secuencia que va desde lo íntimo a encontrarnos con los otros. Que es una necesidad, de ello no me cabe ninguna duda, especialmente en situaciones como las que aquí vivimos donde tantas cosas se pierden en el parejo sentimentalismo del saludo efusivo o la convivencia festiva, todo bien chévere, pero evitando cualquier solidaridad que no sea politiquera, es decir asociada al poder o al disfrute de alguna posición. Nada de ponerse serio o trascendente ¡qué ladilla! la cuestión es el chistecito o el ingenio sifrino-intelectual. O sentarse bien rociado de espíritu a discurrir inteligentemente sobre todo lo que pasa, hasta de las propias frustraciones. Muy cultamente, muy densamente, muy argumentadamente pero sin que se plantee, al menos de manera consciente, alguna ascesis, alguna disciplina sistemática que no esté prometiendo retribución inmediata como la que ofrecen los tópicos que mejor circulan en los medios cultivados. Cosas buenas, por cierto, como la energía, o esas flores curativas, o el daily workout, pero que no alcanzan a sustituir el vínculo personal que quiere prolongarse en los que nos rodean con un mundo trascendente que al menos en nuestra cultura, nos pide presencia. Testimonio. Noción judeo-cristiana ciertamente, y a la vez motor de todo lo que vale la pena.

Claro está, podemos rechazar ese llamado al encuentro con los que nos rodean en nombre de una particular afiliación, o también de una ascesis pero dirigida hacia la propia  tranquilidad que se piensa parecida a la del monje o del anacoreta que se retira en soledad. Pero estos gestos, en su aparente condición de renuncia, son más bien reclamos al espíritu gregario que quieren destacar por contraste, con disciplinas a ratos inhumanas, lo que en realidad cuenta. Gesto muy distinto al del tibio que ve las cosas desde fuera.

II

Y a tono con el sentimentalismo nos viene una fantasía de confesión. No demasiado íntima sino mucho más liviana y aproximada al tono festivo que recién acabo de criticar. Porque uno se contradice, a Dios gracias, para mantenerse vivo. Y ya nos autorizó Borges a hacerlo sin cargos de conciencia. Confesar por ejemplo que a estas alturas de mi edad pienso que lo mejor de vivir aquí son las mujeres. Lo digo en múltiples sentidos, desde el sociológico que reconoce desvelos y sacrificios impuestos por situaciones y atavismos, hasta el epidérmico (o profundo) del enamoramiento imaginario, tan bellamente descrito por Proust. Que dura el tiempo que le toma a una puerta de ascensor abrirse y cerrarse, o a la mujer-imagen pasar de una acera a otra mientras la contemplamos detenidos por el semáforo. Enamoramiento que afecta a todo hombre, hasta a mi hijo Juan, de siete años, que al ver a la bella adolescente que trota todas estas mañanas por la subida a Los Pomelos exclamó: La vi y me enamoré enseguida. Al que se refiere también Nietzsche, sentimental, comparando esas mujeres con un blanco velero que cruza el horizonte: deseamos estar en él pero desaparece junto a nuestra nostalgia.

Hay que hacer exclusiones: mujeres de celular y voluntad exitosa, aspirantes a gerencias generales o a objeto, tías regañonas o burócratas convencidas, y a las que se toman demasiado en serio la condición profesional. Pero incluyo a todas las demás capaces de dulzura, que se saben dueñas del secreto de lo que en verdad importa en la vida: reconciliar, conectar, vincular, cultivar el silencio, vivir hacia dentro; ser, como dijo Robert Graves en un poema. Mujeres de coraje. Que saben darnos la mano. Y que comparten la belleza equívoca del mestizaje de sangre o de cultura. Han estado en mi vida mujeres así y me parecen naturales sólo de este lugar del mundo. Madres, hijas (de distintos tipos), y una esposa que no se llama Elsa como el poema de Aragon, pero podría decirle estos dos versos: He aquí que hace ya veinte años que soy esta sombra a tus pies / un fiel perro negro que gira en torno a tus talones.

Tuve razón cuando le dije a aquel alemán viajero: quédate aquí y encontrarás una mujer.

III

Acúsome padre también de haber tenido la fantasía de emigrar. Para deshacerme de tanta irracionalidad. Para poner las ganas de hacer en tareas más elevadas que las que con frecuencia exige un medio agresivo y difícil que parece no dar cuartel. Y te agobia continuamente con necedades más necedades que las necedades que agobian en todas partes. Entre ellas tus propias necedades que se potencian entre tanta necedad. Fantasía que compartí con muchos amigos y hasta con mis hijos menos dados que un cincuentón a aceptar el valor de lo sentimental: cariños, amores, lugares, temperaturas, modos de decir, sabores, talantes, enemistades, sábados en la mañana entre montañas. Que cuando tuve su misma edad me llevó a seleccionar un trozo de Unamuno quejumbroso para tomarlo como una especie de bandera para justificar la idea de hombre sin patria definida. Hay hombres, quizás pueblos enteros, incapaces de vivir hasta el fondo del alma, decía en su estilo tremendista el gran vasco. Y yo pensaba en lo que me parecía aridez espiritual del medio en que me formé, sin ser capaz de percibir otras señales, sin darme cuenta de las otras caras. Con la sensación de que mis inquietudes no podrían encontrar lugar propicio entre los amigos que había dejado al salir, beca bajo el brazo.

Y bien que estaba equivocado. Ahora no podría pensar en arraigarme en otra parte. Primero, porque siete hijos son suficiente raíz. Segundo, porque no concibo un aire como el de mi casa, a la que hice y rehice pensando que nada hay mejor para quien ama construir que poseer un lugar. Colonizarlo, delimitarlo, encuadrarlo, centrarlo, colorearlo. Nada hay como el placer de salir cada mañana a un lugar familiar y sentir impulsos de agradecimiento. Tercero porque me he habituado a un clima que no amenaza, que es en general nuestro amigo mientras no se ponga demasiado lluvioso. También a no temerle al Norte, a esos vientos y borrascas amenazantes que descienden oscuros descargando fríos y prestándose a tantas analogías como las que exploró el joven Jeanneret en su Viaje a Oriente. Al goce de un mar que no te hace tiritar, que es azul y claro, con un sol inagotable y alisios tercos. A tantos parajes que van marcando los recuerdos. Y cuarto, porque a pesar de todo, por encima de fracasos pequeños y grandes, sigo creyendo que aquí están todas las posibilidades de poner a prueba lo que mejor mueve nuestro ánimo: construir, pensar en construir.

IV

Acúsome también de haber dudado del sentido de lo que llamamos enseñar. De pensar que no valía la pena reunirme con gente más joven para abordar las dificultades de un oficio. Porque hoy cuando ya son unos cuantos los estudiantes con los que hemos convivido, pensamos que pocas cosas hay mejores, pese a incomodidades y ocasionales sobresaltos. La opacidad de ciertas tardes de Facultad no evita que ocurran descubrimientos, estímulos, encuentros, que se cultiven amistades, y sobre todo que busque su lugar alguna palabra, sugerencia, imposición o vehemencia, que se hace mensaje útil. Y además siempre nos ha sido grato estar rodeado de gente dispuesta, sinónimo de juventud, que no economiza entusiasmo y mantiene una alegría capaz de neutralizar la tendencia a la tristeza que suponemos compañera inseparable de lo que los anglosajones llaman midlife. Tal como leía estos días pasados en el libro de Julius Posener sobre el gran arquitecto alemán Hans Poelzig: todo profesor es como un actor. Uno llega al ámbito del Taller, sobre todo en las tardes de Seminario (una vez por semana) y se prepara a actuar. Se discurre, se argumenta, se deja lugar a dosificados excesos y se va dando un clima de comunicación entre una audiencia dispuesta y alguien que en ese momento quiere abrir paso al pensamiento. Es un bonito ejercicio que termina por alivianarnos de alguna ansiedad, y acaso deja lugar a que alguno de los oyentes guarde de esa tarde un gesto o una palabra que lo acerque a sus propias motivaciones.

Y ya no queda espacio para más confesiones.

Ni tiempo, debo apagar las velas.

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Hasta aquí lo dicho tiempo atrás. Me sorprendió lo actual que resulta para el hombre que soy hoy, a pesar de que ciertas cosas las diría de otro modo, evitaría algunas generalizaciones y pondría unas cuantas cosas más. Pero el tono general del escrito es el mismo de mis reflexiones de hoy y por eso lo revivo. Algunas de las cuales podrían verse como crepusculares, como pesimistas, pero que son más bien  incomodidades, por ejemplo respecto a algunas cosas venezolanas que no ceso de pensar –y de cuando en cuando decir– que están en el origen de la tragedia que estamos viviendo. Porque lo que hoy pasa es responsabilidad de todos, no sólo de ellos.

Y también agregaría algo que en ese momento dejé de advertir: la presencia permanente de esa especie de caldo espeso de emociones, encuentros, desencuentros, distancias, cercanías, afectos, distinciones, controversias, estímulos, tristezas y alegrías que es el mundo familiar. Me veo con frecuencia, de una manera como nunca me habría visto de cincuentón, ahora cuando –creo– todo me va llevando hacia lo esencial, como si fuese un prisionero de lo que en ese mundo se dirime, se resuelve o se suspende, se descubre o se esconde, se mueve o se detiene. Ahora al escribir estas cosas levantándome a deshoras para terminar de decir lo que quería decir, no puedo sino asombrarme de la variedad de los afectos (hablo del afecto en términos psicológicos como los sentimientos experimentados subjetivamente) que aparecen y desaparecen, se cultivan o se ignoran, se reconocen o se soslayan, en el espacio psíquico que puede decirse que es la familia. Como esa familia es grande y con mis siete hijos contribuí a hacerla mayor, a ratos me aturde y me confunde –¡sí, me confunde!– percibir la gran variedad de estímulos que de ella provienen. Y adquiere así un valor nuevo, hoy tan olvidado, tan ausente de ciertos lugares del mundo que pese a los avances, las riquezas, lo único que parecieran prodigar es la soledad, la frase bíblica que todos hemos escuchado: Creced y multiplicaos. Mejor no olvidarla.

…Sí, allí está Oscar / ¿Dónde Carlota? (1940, en Maracay)