ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro

Hace algunos días, al final de una conversación-charla que tuve en mi Facultad mencioné –hablaba de hacerse viejo y estar de despedida– que una de las cosas que en este tiempo de mi vida más me impresionaba era la rapidez con la que olvidábamos a los que partieron. No sólo se me ha hecho demasiado evidente el sentido de la frase latina que nos dice durante el ritual católico de miércoles de ceniza que sólo somos polvo, sino que he podido ver como lo que pensábamos firme y establecido en nuestro mundo, entre lo cual las personas vivas en el afecto, se evapora de modo casi inclemente, se esfuma y desaparece para anidar sólo en nuestro recuerdo apagándose poco a poco. Y como soy de los que creen, siguiendo al poeta que lo dijo, que el escritor revive en el lector o hace revivir a quien describe, me ha venido asaltando la ansiedad de escribir sobre quienes han sido importantes para mí y ya no están, deteniéndome y siendo más acucioso en el caso de aquellos que –me atrevo a decir– dieron forma a mi vida. Es eso también lo que me ha hecho, cada vez con más frecuencia, escribir en tono autobiográfico, a hablar de mi mismo superando el viejo prejuicio acerca de que el escritor no debe hacerlo de modo directo; una actitud que se revela en el tono general del texto de mi recién publicado libro Todo Llega al Mar. Y con ello me voy interesando hasta hacerla proyecto personal que ocupa un gran espacio en mis diarias reflexiones, en la idea de servir de mensajero –con la escritura– para el fragmento de humanidad que he tenido próximo. Y como muchos de quienes estuvieron cerca de mí no tienen o tuvieron la ventaja que da el acceso a la escritura, los ayudo de algún modo a expresarse y con ello revivir en quien lee. Y al hacerlo aprovecho para reconstruir y rememorar lo que me entregaron cuando vivían, a veces con su palabra o su ejemplo, o también por su simple presencia en el ámbito familiar. Ámbito que es el que más me motiva evocar, con sus figuras, las vidas que en él prosperaron, algunos de los momentos que lo marcaron, la atmósfera que le era propia, lo bueno y lo no tan bueno; un bosquejo del ambiente en el cual he vivido.

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Sé por otra parte, que para un lector cualquiera puede resultar de poco interés que alguien como yo, ciudadano de un país en lucha consigo mismo, sin otra credencial que la de haber insistido en hacer lo que cree que sabe hacer, y a quien sólo lo distingue el permanente esfuerzo de comunicar inquietudes, se empeñe en hablar de una pequeña historia familiar alejada de cualquiera de los brillos que atraen la curiosidad. Alejada también del tema central, la arquitectura y la ciudad, que inspiró la creación de este Blog como respaldo digital de la tarea de estar presente semanalmente en un diario de la capital venezolana. Y ello me lleva a insistir en el mismo argumento que justifica que una parte de mis textos haya versado sobre la situación política de mi país, o sido cavilaciones sobre el arte o la historia mezcladas con crónicas de mis experiencias como observador de mi entorno. Lo he venido haciendo, y ahora lo haré muy conscientemente, porque pienso que ese discurso sobre lo que a uno lo ha condicionado, las personas o los lugares por donde ha discurrido y transitado, ayuda a entender lo que uno hace y los motivos que lo impulsan. Sin que pase por alto sin embargo que los vínculos entre el vivir, el pensar y el hacer son difíciles de señalar. Recuerdo de nuevo que estoy identificado con las enseñanzas de mi filósofo más admirado y por ello sostengo que la manifestación en el hacer del pensar, percibir y sentir pertenece al espacio de lo que no se puede decir.

Así que los recorridos literarios cuyo tema son las personas y el ámbito en el cual se hicieron parte de mi vida los haré tratando de que quien lee se vea formando parte de la escena o cercano en espíritu a las personas que describo. De ese modo mis reflexiones no le serán, lo espero, totalmente ajenas. Haré un esfuerzo para que piense que lo que me ocurrió no está tan lejos de él o ella.

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Ese deseo de reorientar mis esfuerzos de escribir, es consecuencia de una de esas casualidades que cuestionan la existencia de casualidades: durante mis búsquedas para la selección de textos para un segundo tomo de Todo Llega al Mar-Textos, tropecé con una carpeta de Apuntes (hechos para este Blog) donde había un corto escrito relatando una anécdota acerca de mi padre.

La transcribo aquí:

“Una buena palabra es mejor que un obsequio…» Eclesiastés 18,17

Oí una vez decir a mi padre, sentado junto a un grupo de sus amigos en esas poltronas de mimbre del pasado venezolano, allí en la sala informal entre el zaguán y el primer patio de nuestra casa de Maracay y en presencia de sus amigos, que el Eclesiastés era el libro del Antiguo Testamento que prefería. Yo era niño, no creo que tenía más de nueve o diez años, pero tengo vivo el momento de su frase, su forma de decirla, corpulento como era él, en tono afirmativo y como resignado a la vez, movido por la locuacidad que le provocaba un par de copas, en medio de una de las tertulias regadas de wiskisitos que de cuando en cuando decidía improvisar en el hogar familiar, para incomodidad de mi madre por no haber avisado. Había yo obedecido minutos antes cuando me dijo Óscar, búscame la Biblia. Fui rápidamente, acosado por la timidez que me asaltaba en situaciones así, a su cuarto más allá del segundo patio junto al comedor protegido por una romanilla, y regresé a quedarme paradito cerca de él esperando que encontrara el pasaje que quería leer en voz alta.No recuerdo cual leyó, pero he puesto uno en el epígrafe que le hubiera gustado.

Hasta aquí el apunte, que me permite empezar con mi padre el bosquejo que intento hacer, con él quien por múltiples razones que irán apareciendo en las líneas que seguirán estuvo un poco al margen del escenario emocional de sus hijos, en buena medida porque su carácter lo llevó a una especie de auto-marginación en el seno de la familia dictada por sus dificultades consigo mismo, pero también porque esa misma separación afectiva nos llevó a verlo a la distancia como una presencia que siempre fue tutelar, pero lejana y desdibujada.

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Papá estudió bien la Biblia en sus años del Seminario de Caracas, donde fue educado por circunstancias que comentaré más adelante, y sabía bien lo que decía sobre el Eclesiastés (por mi parte he conocido bien el Nuevo Testamento, pero he estado siempre a distancia del Antiguo). El caso es que hoy, al rememorar su preferencia cuarenta y dos años después de su muerte el 16 de Noviembre de 1978, voy al Eclesiastés y allí, casi en cada versículo, veo en cierta manera reflejado un aspecto del universo ético que configuraba el carácter de mi padre: temor de Dios (concepto difícil), papel purificador e igualador de la muerte, castigo al inicuo, elogio a la sabiduría y la prudencia, advertencias sobre la moderación de la conducta, consejos para la amistad y la sumisión santificada…. Y me afirmo en la idea que no sé si comparten o compartieron mis hermanos –sólo me queda uno vivo, Edgardo José–  de que si nuestro padre no nos dejó bienes materiales porque era un limpio, como él gustaba de decir, sí nos legó, de un modo muy personal, marcando la ruta con sus escasas palabras, su bondadoso talante y su aceptación problemática de la vida, nos mostró en resumen, un modo de estar en el mundo que no dudo en decir hoy que ha sido junto con el de mi madre, el fundamento más firme del modo de vivir de nosotros sus hijos. Con las particularidades de cada quien, con la mayor o menor religiosidad, con las preferencias personales diferenciándonos. Lo digo con la cautela que el tema exige, pero convencido. Y sabiendo que al hacerlo le doy paso, es verdad, al sentimentalismo.

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Y así como recordé esa tarde de la Biblia, hubo también otras similares entre las cuales señalo una que tampoco he olvidado. Esa vez debí buscar en su cuarto una antología de poemas del Siglo de Oro español. Y allí de nuevo parado junto a él, su voz un poco alterada por el acelerado ritmo respiratorio producto de las copas que angustiaban a mi madre, aderezada la lectura además por la emoción fácil –lo recuerdo o lo invento, poco importa– hubiera podido oír como le hablaban al grupo San Juan de La Cruz, Baltasar Gracián, Teresa la Grande o Fray Luis de León. Valía la pena pues poner a prueba mi timidez.

El gusto por la poesía clásica de nuestro idioma y su interés en las Escrituras revelaba uno de los aspectos de su personalidad, la de un hombre a quien la vida –que transcurre en Venezuela durante los tiempos de Gómez y los inicios democráticos– desvió de sus querencias en el mundo literario y humanístico, fraguadas por sus estudios para ser sacerdote en el seminario católico. El no reconocimiento por el Estado venezolano de esos estudios[1]que tenían nivel de secundaria, en los cuales tuvo calificaciones sobresalientes, como podía leerse en un cuadrito con sus notas que colgó en su cuarto, lo obligó a centrarse en el ejercicio del comercio como empleado del Almacén Americano de la familia Phelps,[2]distribuidores de Ford, sin tener ni vocación ni espíritu de comerciante porque entre otras cosas nunca tuvo al dinero como objetivo, o si lo tuvo era demasiado generoso para alcanzarlo. Así que ya casado y con hijos, establecido en Maracay con la Casa Philco como negocio propio, era en los momentos de ocio, entre amigos, donde salían a relucir sus preferencias o lo que podía llamarse su diletantismo cultural. Que si es verdad que era provinciano –pienso en el cura o el médico de cualquier pequeño pueblo– tenía raíces fuertes en su sensibilidad.

Ese rasgo de su personalidad se podría decir que participa de un cierto grado de universalidad. Porque en el anecdotario del provincianismo de todas las geografías culturales sabemos del impulso que lleva a convertir en habitual el intercambio entre amigos cercanos y lejanos formando grupos festivos que permiten compartir las inquietudes personales que de otro modo se pierden en la rutina de cualquier pequeño pueblo de algún pequeño rincón del planeta. Rutina que puede ser despiadadamente reductiva y oscura como sin duda podía serlo la del Maracay venezolano de las décadas treinta y cuarenta del pasado siglo. Y también se puede decir que el estímulo del alma en olor de amistad es bastante propio de la cultura de la convivencia que heredamos de España, donde han prosperado las peñas–reuniones de amigos en la taberna o el café– literarias, taurinas, deportivas o de cualquier otro tipo, casi con rango institucional. Sin que olvidemos que la antiquísima figura del maestro-filósofo y los discípulos, reunidos bajo un árbol o en algún lugar propicio –el maestro y sus discípulos son en realidad amigos– es análoga a la de estos grupos que se dedican a oír a los poetas como producto secundario del convivir.

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Estas reuniones de amigos o amigotes sin embargo, pueden ser vistas de un modo menos positivo, si lo que domina en ellas es celebrar y si el celebrar excluye por principio y prejuicios a las mujeres, como la tradición machista lo prescribía en tiempos de mi infancia. Pues machista era el convivir de esos tiempos venezolanos, un machismo que comenzaba a retirarse de las mentes y las actitudes entre los sectores sociales más educados, pero que en una ciudad pequeña como el Maracay donde viví de niño, ciudad-pueblo muy marcada por la herencia cultural del ruralismo típico de la gran hacienda que era nuestro país, estaba vivo y bien. Ese estigma de raigambre hispánico-católica de la cultura latinoamericana dictaba hábitos y procederes.

El grupo de mi padre entonces, la cuerdita como designaba el modismo coloquial a esos grupos avivados por las copas, tenía un inconfundible carácter machista. Las mujeres, las esposas, estaban radicalmente excluidas como contertulios, confinadas a la casa y a los niños por las costumbres establecidas, confinamiento que una persona de carácter como lo era mi madre, a pesar de la aceptación perfectamente voluntaria –que le duró toda su vida– de su papel doméstico, lo combatía, o mejor lo protestaba, como lo han protestado siempre las mujeres de todos los niveles sociales, con un rechazo puertas adentro, expresado ante nosotros sus hijos, en quienes lo estimuló sin estar consciente de que con ello podía alimentar distancias afectivas de consecuencias psicológicas.

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 He tenido que consultar libros y personas para aclarar lo que guardaba en mi memoria y así llegar hasta los nombres de los miembros del grupo. Uno de ellos, muy cercano a mi padre, era el poeta Miguel Ángel Alvarez, nacido en La Victoria, descendiente de próceres de la Guerra de Independencia. Otros también poetas eran Augusto Padrón, participante ocasional de los viernes; y probablemente –no estoy seguro– Julio Morales Lara (me suministra su nombre y otros detalles Oldman Botello actual Cronista de Maracay). Era habitual el médico Cornelio Vegas, hombre de cultura y méritos profesionales. Y cuando yo era aún muy pequeño pudo haberlo frecuentado Aníbal Paradisi[3], quien como la más alta autoridad de la provincia sería asesinado durante el levantamiento militar del 18 de Octubre de 1945. Una muerte trágica y absurda acerca de la cual recuerdo los comentarios de mis padres mientras unos días después del golpe oían la radio nocturna. Y también era parte ocasional del grupo un amigo muy querido, de mayor edad –entonces tal vez de setenta años o algo más– quien nos saludaba y festejaba a los niños además de gozar de la dosificada simpatía de mi madre. Era el general retirado Antonio Nicolás Briceño, homónimo y descendiente directo del prócer de la guerra de independencia, quien vivía en Maracay muy alejado de su familia inmediata. Y tiene sentido que mencione a Luis Pastori, mucho más joven, nacido en La Victoria pero radicado ya en ese entonces en Caracas, porque era también amigo pero más lejano, además de ser nombrado y tal vez leído porque papá guardaba y comentaba tres de sus libros (Tallos sin muerte, Herreros de mi sangre y Toros santos y flores, todos publicados en 1950) los cuales nuestro hermano mayor Jesús leyó con tal admiración que a mí me indujo a leerlo: sonetos bien construidos que disfruté pese a mi poca edad.

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Era pues el grupo una buena muestra de la intelligentsia del Maracay de mi niñez. Puedo ser entonces benevolente y ver su rutina semanal como expresión de un modo de ver la vida, un escape del discurrir plano y ajeno a la imaginación, propio de la actividad del comerciante. Y olvidar que cuando éramos niños todos los hermanos nos sentíamos tan incómodos que, usando el modismo venezolano para designar la antipatía, le cogimos idea a la cuerdita porque la veíamos responsable de los excesos paternos: repetíamos con ello la actitud de contrariedad que todo niño manifiesta frente a la euforia alcohólica. Lo cual, sumado al rechazo materno, alimentó una terca distancia con el protagonista principal. Además, madre e hijos, nosotros porque éramos niños, ella como resultado de los desencuentros de pareja, no teníamos la capacidad de comprender que cuando el escenario del festejo era en nuestra casa y no in taberna, podía convertirse en celebración familiar aceptada y compartida. Pero ese no fue el caso, y es sólo ahora al reconstruir aquellos episodios cuando me empeño, endulzándolos con la perspectiva del tiempo transcurrido, en verlos como símbolo, lo repito, de un modo de ver la vida comprometido con lo que trasciende.

«Maracay», acrílico sobre Poliestireno comprimido. Oscar Tenreiro 2015. Mis padres recién casados. Al fondo a la derecha el cuarto de mi padre. Detrás de la romanilla amarilla, el comedor.

Entierro del General Antonio Nicolás Briceño el 26 de Diciembre de 1949. Mi padre en el cementerio.

El entierro del General Antonio Nicolás Briceño fue un acontecimiento en Maracay.

[1]Regía entonces un Patronato Republicano restrictivo entre la Iglesia y la República que fue sustituido en 1964 por lo que se llamó Modus Vivendi, en este acuerdo se reconocían oficialmente los estudios eclesiásticos.

[2]Familia de origen estadounidense fundada por William H, Phelps a principios del siglo veinte. Eran dueños de un pequeño imperio económico.

[3]Aníbal Paradisi ejerció desde 1941 la Primera Magistratura del Estado Aragua, capital Maracay, encontrando la muerte asesinado durante el levantamiento militar contra el Presidente Isaías Medina Angarita (1897-1953) el 18 de Octubre de 1945.