ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro

Jacobus Korndörfer y Bárbara Freiler son pues los más antiguos residentes en Venezuela de todos mis ancestros maternos alemanes, porque Johannes Carl Aigster, el de Altona, debe haber llegado a Valencia o Puerto Cabello (el lugar preferido por los alemanes junto a Maracaibo) a fines de 1860 y casó aquí con Wilhelmina Grimm nacida también en Altona[1]. Según la leyenda familiar había estado antes en Australia y Bolivia, en busca de oro[2]. Son los padres de mi abuela materna Elizabeth y cinco hermanos más, nacidos todos en Venezuela.

Jacobus y Bárbara como parte del grupo de la Colonia Tovar sufrieron a su arribo a Venezuela y los años inmediatos numerosas penalidades que vale la pena comentar brevemente con el fin de conocer los obstáculos que esperaban en esos años iniciales de la República a quienes querían radicarse aquí viniendo del extranjero sin bienes de fortuna, y al mismo tiempo apreciar cuan temprano se manifestó en nuestra sociedad el mal de la improvisación. Baste decir que si hoy ocurriera lo que ocurrió a estos alemanes deseosos de una nueva vida, se hubiera convertido en tema internacional.

Las dificultades comenzaron con el traslado a Le Havre, Francia, desde Baden, específicamente desde el pueblo de Endingen am Kaiserstuhl, de donde salieron el 18 de Diciembre cruzando el Rin hasta Estrasburgo y de allí caminando en pleno invierno hasta Le Havre, una distancia de 770 kilómetros.  Tampoco el viaje marítimo habrá sido placentero. Lo hicieron en un barco fletado por Codazzi y sabemos lo que podía ser un barco fletado en ese tiempo. Su nombre era Clemence, e inició su travesía hacia Venezuela el 19 de Enero de 1843. Las condiciones en las que iban a viajar durante 45 días, el tiempo promedio del cruce del Atlántico para estos buques de vela de pasajeros, serían las de una tercera clase de la época y tal vez menos que eso, muy cercanas al hacinamiento porque el grupo era muy grande, casi 400 personas, 374 según uno de los testimonios. Y para completar las dificultades, se declaró durante el viaje una epidemia de viruela que cobró la vida de dieciséis (o quince) de los colonos antes de llegar a La Guaira el 4 de Marzo, 43 días después de haber zarpado de Le Havre. Cabe imaginarse lo que habrá sido para los no infectados convivir hacinados con enfermos graves de una enfermedad que tan feamente se manifiesta en la piel, presos seguramente del temor –diría pánico– de contraerla dadas las condiciones del barco. Y complicando más su penuria, aparte de que los sometieron a dos semanas de cuarentena al llegar a La Guaira, el barco hubo de trasladarse hasta Choroní para el desembarque, en vista de que no se había terminado el camino desde Puerto Maya (bahía al oeste de la Guaira, justo al norte del emplazamiento de la Colonia), que debía construir Sinder Pellegrini uno de los socios de Codazzi[3]. Hay versiones que indican la participación principal de Codazzi en la construcción del camino que ya existía en ese momento entre Maracay y Choroní, por lo cual esa pudo haber sido la razón de escoger a Choroní para el desembarco. De allí iría el grupo a  Maracay –ciudad principal de los Valles de Aragua, zona agrícola domesticada –no muy lejos de La Victoria que era el punto de partida de una de las conexiones principales de la Colonia con los centros de consumo, camino que según testimonios del mismo Codazzi fue trazado y construido por él y estaba terminado para ese momento.

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Sea lo que sea, el desembarco en Choroní parece una solución realmente de emergencia. Si bien es cierto que se trata de uno de los lugares más hermosos de la costa venezolana, e incluso del Caribe, no es menos cierto que carece de condiciones para ser considerado un puerto siendo más bien una cala muy poco protegida y desde luego poco recomendable aún si sólo fuese para pasar la noche. A una embarcación de cierto tamaño le resulta sumamente incómodo y riesgoso recalar en Choroní, que está conformado por dos bahías, una muy abierta al mar y otra más protegida, muy pequeña, donde desemboca el río que le da nombre al lugar. La bahía más abierta –hoy Playa Grande– tiene oleaje demasiado fuerte, y la más protegida –hoy Puerto Colombia– es muy pequeña y sólo apropiada para botes pequeños que penetran la desembocadura del río para encontrar protección. Así que debe presumirse que un velero trasatlántico estaría obligado a echar anclas a cierta distancia de la costa, casi en mar abierto, realizándose el desembarque mediante botes, en tiempo de mar fuerte como es marzo. Imaginémonos entonces el tiempo que puede haber tomado el desembarque de personas y equipajes y además de ello cuales habrán sido ya en tierra las condiciones para pernoctar, si incluso hoy parece tarea difícil alojar tantas personas de una sola vez en el pequeño poblado que le da nombre al lugar. Si uno pudiera suponer que los recién llegados ya aclimatados al calor tropical a lo largo de dos semanas, pueden haberse maravillado con la espléndida naturaleza del lugar –la claridad del mar, la brisa de los alisios, la exuberante vegetación– llegar a su destino desde allí iba a requerirles un enorme esfuerzo físico. Los testimonios de la época hablan de que el camino a Maracay era particularmente pedregoso y difícil de transitar, sorteando los grandes peñascos de la ribera del río, rodeados de vegetación semisalvaje, remontando una montaña que sube hasta más de 1000 metros de intrincada selva pluvial, hasta llegar a Maracay a 50 km. de distancia. La pernocta en Maracay, por no estar prevista, debe haber sido muy improvisada y si bien la caminata hasta La Victoria es en terrenos y condiciones naturales más amables, son 40 kilómetros de trayecto por una llanura muy calurosa.

Choroní por satélite (Google Earth). El río corre por el lado derecho (este) del pueblo de Puerto Colombia y desemboca en una pequeña cala profunda. A la derecha Playa Grande separada por un promontorio. Bahía muy abierta y con fuerte oleaje.

Playa Grande es un lugar paradisíaco.

Panorámica de la Colonia Tovar en 1844, de Ferdinand Bellermann (1814-1889). Las pendientes de los techos, muy pronunciadas, aún siendo de paja denotan la influencia alemana. Bellermann, un gran pintor naturalista alemán que vivió mucho tiempo en Venezuela y amó nuestra naturaleza, amigo de Humboldt, documentó magistralmente la naturaleza venezolana.

Esta es la Colonia Tovar en nuestros días. La foto es tomada del libro de Perez Rancel mencionado en el texto. La Colonia ha sido inundada de arquitectura de muy baja calidad maquillada «estilo alemán» de un modo generalmente muy improvisado. Ha habido restauraciones dignas y serias de algunos de los viejos edificios pero la mayoría es caricaturesca. Lo que esta foto muestra muy bien es el paisaje extraordinario.

 

Desde La Victoria hasta la Colonia son otros 40 km, ascendiendo desde los 600 metros hasta casi 2000, por un camino que por estar recién construido debía ser difícil aparte de muy poco transitado. Y los colonos, debido a que no estaba lista sino una pequeña parte de las viviendas que se les ofrecieron, hubieron de alojarse en viviendas que eran simples cobertizos con techos de hojas de palma, sin suficiente protección para el frío propio de la altura y la lluvia de la temporada lluviosa que comenzaba.

En resumen, el pasaje desde Alemania a este punto del trópico sudamericano fue para estos alemanes llenos de esperanzas y expectativas un verdadero calvario que habría de continuar con la construcción de sus alojamientos en la Colonia y la domesticación del suelo para la explotación agrícola, tarea dura y problemática. Calvario sembrado de los típicos episodios pintorescos propios del folclórico proceder venezolano –que compensan un poco lo abiertamente negativo– como por ejemplo la versión que no he podido confirmar de que el entonces presidente de la república Carlos Soublette haya acudido especialmente a La Victoria para saludar al grupo. Un consuelo formal podría decirse, pero también psicológico.

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Volviendo hacia el mundo personal hay varias cosas que puedo decir de estos esfuerzos memoriosos. Una de ellas el contraste entre las dos corrientes que llegaron hasta nosotros los hermanos: del lado paterno la ventana al pasado es estrecha, mientras que del lado materno en mucho más amplia y presente en la conciencia de los que quedamos –Edgardo y yo– al igual que en la de los tres que se fueron. Eso no es tan extraño porque al menos en nuestro medio es bastante común que las madres se conecten más con su familia que con la del marido. Pero aparte de eso es un hecho que del lado Tenreiro el rastro de los orígenes se pierde demasiado rápidamente en virtud de la desaparición tan prematura de los dos abuelos y lo que se llevaron con ellos. Es esa circunstancia, aparte de otras que iremos viendo a medida que voy desenredando la madeja de esta autobiografía interesada, la que hizo más tenues nuestros nexos con el ámbito progenitor paterno. Muchos de los datos que he obtenido del lado de mi madre, por ejemplo, han venido de otros miembros de la familia descendientes de los mayores, que se ocuparon de reunir alguna información. Y del lado de mi padre el único que indagó con cierto cuidado hacia el lado Tenreiro y lo hizo muy parcialmente, fue mi primo-hermano mayor –a quien ya he mencionado– Tomás Pérez Tenreiro, historiador miembro de la Academia Nacional de la Historia, quien parece haberse interesado más en los antecedentes de su padre Francisco Pérez Alcántara quien luchó junto a Cipriano Castro, y entiendo que era descendiente de Francisco de Paula Linares Alcántara, presidente de Venezuela brevemente en 1877, que en los de su madre Josefina, la hermana mayor de Antonio Jesús mi padre. Preferencia lógica para un historiador.

Y es verdad que Francisco el padre de Tomás tenía mucho que contar. A mí me tocó oírle fugazmente uno de sus relatos, cuando durante una visita que hice no sé por cual razón a casa de mi tía Josefina –no creo que ella viviera todavía– tío Francisco se sentó conmigo, muchacho de catorce años, en un sofá que debe haber sido también de mimbre, en la minúscula salita de la también minúscula casita de La Campiña en Caracas donde vivían, a echarme cuentos de su juventud de los que sólo recuerdo que surgió algunas veces el nombre de Cipriano Castro.

Esta foto (1937 probablemente) de la abuela Elizabeth con Felicitas Acosta la esposa de Ricardo, el tercer hermano mayor de mi madre, cargando un bebé que debe ser Cecilia, la mayor de sus hijos, tiene para mí un carácter simbólico: están las tres generaciones venezolanas descendientes de alemanes y el lugar es la carretera Valencia-Puerto Cabello, que atraviesa también selva pluvial a unos 50 km al oeste de la  serranía mucho más alta que remontaron los inmigrantes de la Colonia Tovar.

Esta foto, probablemente 1947, es también muestra de las tres generaciones. La abuela Elizabeth del lado izquierdo, al lado de ella junto al radio mi hermano Jesús, justo debajo de mi madre. En el centro viendo hacia su lado derecho mi hermano Edgardo y a su izquierda yo con cara de asombro al lado de la muy elegante Felicitas. Al lado de mi madre, Alesia, Ricardo y Guillermo, sus hermanos. Detrás de mí Julieta Araujo la esposa de Guillermo. Todos los demás son primos: de derecha a izquierda: Ana Teresita, Herminia y Ricardo José en el suelo, Irmgard mordiéndose la mano, Hermann asomándose por el hombro de tío Guillermo y a su lado Cristina. Carlitos al lado de Edgardo. Debe haber sido un Año Nuevo

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 También habría que tomar en cuenta que en mi padre se juntan dos historias de emigración, mientras que del lado de mi madre, sus padres Guillermo y Elizabeth ya eran nacidos en Venezuela: la condición de emigrado se había quedado en sus padres. Rudesindo yéndose a Cuba y Lorenzo su hijo a Venezuela suman, podría decirse, dos rupturas, dos renuncias, dos dramas. Y digo dramas porque siempre, en algún sentido, emigrar es dramático. Lo es dejar para siempre atrás la tierra en la que nacimos y nos formamos. Cuando emigrar es parte de un estilo de vida, como ocurre con quienes van de país en país por razones de su profesión o porque tienen una afición a lo trashumante, no se vive como drama, pero llega al alma si se decide pertenecer, integrarse sin regreso, al lugar al cual se emigró. En ese caso es posible decir que la salud psicológica del emigrante exige cortar drástica o progresivamente –esto último sin necesariamente tener conciencia de ello– alejar de sí los vínculos, con sutierra y sucultura originales. A figurar un nuevo origen que se construye en el lugar escogido: aferrarse a la nueva tierra como si fuese –y lo es– una tabla de salvación. Y en virtud de esa reacción el emigrado puede llegar a hacerse excluyente respecto a la nueva nacionalidad, ultranacionalista que defiende hasta el extremo al país que lo acogió. Es agradecimiento y mimetización defensiva. No se quiere desentonar entre los nuevos coterráneos con actitudes o puntos de vista germinados en ámbitos extraños a ellos. Se desarrolla en fin de cuentas una nueva manera de ver la vida.

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Y no puedo menos que pensar, luego de describir el proceso que llevó a unos alemanes de tierras frías y domesticadas a trasplantarse al corazón de unas montañas salvajes y a la vez nuestras cuando conocemos sus parajes, rincones y atalayas, montañas que abren sus brazos frente al mar para enlazar este y oeste y convertirse en umbral de la inmensidad de Suramérica, lo que pudo significar para esta gente y en particular para quienes fueron parte de la estirpe que me legó un nombre alemán y aspecto de extranjero, esa escena múltiple de mares, tierras, vegetaciones, relieves y climas que finalmente pudieron contemplar, sabiendo o no que contemplaban, desde ese lugar fundacional, al cual un europeo como ellos –Codazzi– llamó anfiteatro[4]. A mí, debo confesarlo, cuando lo rememoro, cuando lo escenifico en la imaginación a medida que escribo, me alimenta una sensación como de orgullo al poder contemplar todas las mañanas parte de la serranía a donde llegaron estos extranjeros, no muchos kilómetros más hacia el Este montañoso donde vivo, orgullo mezclado con una nostalgia que no alcanzo del todo a comprender porque es la que acompaña al retiro progresivo de todo lo que nos ha dado forma. Porque a los de aquí, al contrario de lo que ocurre con los europeos, nos marca el alma la naturaleza mucho más que la civilización. Ella también habrá inspirado nostalgia a los recién llegados de hace un siglo. Porque la inspiró muchísimo antes, como nos lo recordó hermosamente nuestro poeta Eugenio Montejo (1938-2008) en sus palabras al recibir el Premio Nacional de Literatura en 1998:

El almirante Colón fue el primero de los europeos en nombrar nuestra tierra y también el primero en retener en su memoria una de las palabras aquí nacidas. En la relación que pocos días después de haber llegado a Tierra Firme escribió desde La Española a los reyes católicos mencionó a Paria, la palabra que había escuchado a los indígenas, la misma que él supuso era el nombre del lugar en que ocurrió el encuentro…No fue esta, por cierto, una mención para salir del paso, o del párrafo, como podría creerse. No. Años más tarde, con no pocas vicisitudes a cuestas, en el borrador de sus testamentos rememora la antigua voz Caribe cuando escribe: «De Paria no me acuerdo sin que llore». Se trata de una de las más hermosas y espontáneas expresiones que haya inspirado nuestra geografía…y además documenta el dato de la primera nostalgia que en un hijo de Europa despertó la tierra americana.

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[1]Lo más probable es que Wilhelmina haya venido a Venezuela soltera, de adolescente, con sus padres Fritz Grimm y Elizabeth Stahl y conoció aquí a Juan Carlos Christofer Aigster, pero de ello no hay certeza.

[2]Uno de mis primos me refiere la anécdota de que J. C. C. Aigster guardaba una bolsa de pepitas de oro que se usaron para los anillos matrimoniales de mis abuelos maternos Guillermo y Elizabeth. Según parece tenía pasaporte británico, lo cual lo salvó de la represión venezolana (prisión para todo alemán) desatada por Cipriano Castro en 1902 a causa de que la deuda externa venezolana se quiso cobrar a cañonazos imperiales.

[3]Recordemos que la Colonia Tovar fue una empresa privada, en fin de cuentas un negocio que debía autosostenerse. Sus fallas se deben atribuir a los socios promotores. Es obvio que en este caso falló Pellegrini y que fue necesario tomar decisiones de urgencia que las iban a terminar sufriendo –o pagando– los colonos.

[4]Así llamó Codazzi a la zona cercana a las fuentes del río Tuy (Palmar del Tuy era su nombre) donde se emplazó el centro «histórico» de lo que sería la Colonia Tovar.