ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro

Buena parte de las más remotos recuerdos que conservo de Maracay tienen relación con los años de escuela, cuando uno comienza  a vivir en comunicación con otros.

Nos inscribieron a todos, cada uno a su tiempo desde luego, en el Colegio San Pedro Alejandrino cuya directora era Mercedes Hernández quien tenía un hijo, Ramón, un poco mayor que Jesús[1], señora muy bien plantada, de voz fuerte, tal vez demasiado severa, talante que imponía –y a los niños nos intimidaba– de contextura gruesa, persona de mucho prestigio en el Maracay de entonces porque era de nivel cultural superior y se expresaba con singular propiedad y diría que autoridad, lo cual le garantizó un lugar entre la intelligentsia maracayera. Cuando yo estaba por Quinto Grado de Primaria[2], Mercedes se mudó a Caracas y el colegio quedó a cargo de la subdirectora María de Lourdes Poveda. Unos años después, creo que en 1951, Doña Mercedes fue diputada al Congreso Nacional por el partido oficial, perezjimenista. Hasta el momento de su mudanza estuvo siempre muy comprometida con la calidad de su colegio, que en el aspecto docente cumplía cualquier expectativa propia de la Venezuela de entonces, sin que pudiera decirse lo mismo de la sede, deteriorada, que en algunos aspectos –los baños­– dejaba muchísimo que desear. Algo natural, el deterioro de esas casonas de tiempos de Gómez que pasaron tiempo como trofeo de guerra–desde que murió su dueño– hasta que encontraron destino. Porque sin que nadie me lo haya dicho deduzco que la de nuestro colegio habrá sido una más de las muchísimas casas que Gómez tenía en Maracay[3]. Esas propiedades pasaron a ser del Estado, que las cedía o alquilaba en condiciones especiales a instituciones como este Colegio que evidentemente carecía de medios para mantenerla adecuadamente. Tenía dos pisos y ocupaba un cuarto de manzana, en la esquina de la López Aveledo Norte y la Av. Santos Michelena, diagonal con el Asilo de Huérfanos también de dos pisos y frente, del otro lado de la avenida, al Teatro del Ateneo, ambos edificios construidos cuando Gómez. Y me parece que el entrepiso era de madera porque los pasos retumbaban fuertemente cuando cada curso salía de clases.

El Asilo de Huérfanos de Maracay en 2016. La fachada era originalmente de revoque y pintada de blanco. La foto es tomada desde la esquina diagonal, en la Ave. Santos Michelena, donde quedaba el Colegio San Pedro Alejandrino cuya sede era de volumen y características similares a la del asilo.

El Teatro del Ateneo de Maracay (2016) una especie de caricatura gomecista inspirada en la Musikverein de Viena. Está exactamente al frente (a la derecha de la foto) de donde quedaba el San Pedro Alejandrino. En la sombra, el Asilo de Huérfanos.

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El lote de la casona abarcaba toda la cuadra hasta la Ave. 19 de Abril, al pasar la cual comenzaban los terrenos de la Maestranza, la Plaza de Toros construida por Gómez y proyectada por Villanueva. Entre esa esquina y la casona, que ocupaba más de la mitad de la cuadra, había un corral [4]con piso de tierra que funcionaba como patio de juegos –allí estaban también los malhadados baños– porque el de honor era un patio interno pegado a la medianera con la casa vecina del lado de la Santos Michelena. En ese patio de juegos había un árbol de tulipán africano, al que se le dice gallito en Venezuela,que crecía pegado al lindero, árbol que le gusta a los niños porque de él caen bonitas flores naranja oscuro que nacen de una vaina que antes de salir la flor, como está llena de líquido –que mancha la ropa– puede usarse como si fuera una pistolita de agua. Así que en tiempo de floración el árbol servía para divertirse un poco en los tiempos de recreo en los cuales además se jugaba trompo y metras en las temporadas respectivas. Juegos por cierto que siempre disfruté y me entretuvieron, pero en los cuales nunca fui muy experto, y hasta recuerdo que osé una vez retar con el trompo a unos de esos jugadores naturales, que no era del colegio pero se acercaba por allí con su trompo veterano a pavonearse como campeón. Lo cierto es que me ganó y en el momento del cobro que consistía en golpear al trompo del perdedor con el trompo ganador haciéndole un arnés con el guaral para que la punta funcionara como un punzón que se blandía, lo hizo con la suficiente habilidad como para partir mi trompo por la mitad y sentirme yo humillado.

Jugando metras me manejaba aceptablemente y hoy todavía me asombro pensando en que lo hacíamos a pleno sol en el muy caluroso Maracay. Y era así, lo creo sin tener la certeza, porque los niños no son conscientes del calor. Vine a sentir calor y la incomodidad que produce teniendo ya por lo menos trece años de edad, viviendo en Caracas. Pero de todos modos los niños lo soportan mucho mejor que los adultos y sin quejas y aspavientos como el típico ¡qué calor!. Y lo sufren, como ocurría con nosotros de modo especial por efecto, supongo, de nuestra parte de sangre extranjera. Porque nos salía a todos en la temporada más fuerte una erupción por el cuello y el pecho que mamá llamaba salpullido y de cuyo efecto más negativo fui consciente por primera vez cuando jugaba metras. Lo hacía a una hora de máxima insolación y de repente sentí un ardor mezclado con picazón que me puso en crisis y en una pequeña desesperación que me obligó a salir más temprano a la casa para tomar un baño inmediato y ser untado con lociones caseras.

Un Tulipán Africano o Gallito en Venezuela (Internet)

La flor del Tulipán Africano. Obsérvense, en racimo, las vainas del lado izquierdo antes de formarse la flor. Cada vaina va llena de líquido.

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El colegio quedaba tan cerca, a una cuadra de distancia, como para que ya creciditos, me imagino que en segundo grado o algo así, nos fuésemos por nuestra cuenta caminando por la misma acera de la casa durante no mucho más de cinco minutos luego de cruzar la Avenida Bolívar y la Santos Michelena, el colegio inmediatamente al otro lado.

Era un trayecto con imagen como lo habría calificado Rafael López Pedraza el psicólogo cubano-venezolano (1920-2011), es decir, un pedacito de ciudad donde uno se vinculaba al mundo en distintas formas en lugar de encerrarse en un container sea un automóvil o un sistema de transporte cualquiera de una gran ciudad. Mamá nos advertía como todas las madres de tener cuidado al cruzar…viendo para los dos lados, lo cual tenía sentido porque siempre en nuestro país hay quien se come la flecha, como me pasó una vez, ya más o menos grande, justo al salir de la casa cuando un abusador de esos casi me arrolló. Un casi que todavía me lleva a hacerme preguntas.

En ambos lados de nuestra acera en la esquina de la Av. Bolívar había sendos comercios, uno de ellos, el de acá, en un tiempo inicial el de mi padre. Ya pasada la avenida, luego del segundo, venía de la mitad de cuadra hasta la esquina del colegio una casa que siempre nos pareció un poco misteriosa por ser la única en la zona tradicional de Maracay que estaba rodeada de jardines cuyo follaje ocultaba un poco la casa, de aire un tanto siniestro y en la cual nunca vimos movimiento alguno. Mamá debe haber mencionado el nombre de la dueña que hoy no recuerdo, una señora –única habitante– que por lo visto se escondía por alguna razón que nunca conocimos. La verja de su misteriosa casa era de concreto y tenía barrotes, así que si uno tenía una regla podía caminar haciendo ra ta ta ta con ella. Por allí caminamos mil veces, al principio llevados por Cacá, Teresa Martínez, quien era nuestra aya, de quien deberé hablar aquí, y luego por nuestra cuenta, siempre con el bulto[5] a las espaldas.

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Cubría el colegio solamente la primaria y no recuerdo que hubiese maestros sino maestras, casi todas de muy buen nivel de preparación y muy cuidadosas en el trato con los alumnos. Con las debidas excepciones, porque recuerdo una en particular que me martirizaba un poco. La movía ese empeño que algunas –demasiadas– personas tienen de someter a un niño que les es antipático por alguna razón neurótica, mediante el ejercicio de una autoridad contaminada, que lleva a la injusticia y la arbitrariedad. La ejercen mucho a costa de los niños pequeños los maestros o maestras insatisfechos consigo mismos o con algún problema psicológico no resuelto. Y el niño es ante eso, siempre, una víctima desvalida que para superar la perversa y pequeña tiranía necesita auxilio adulto que generalmente proporcionan los padres, en aquellas épocas las madres[6]. Tal vez fue esta señora la única que me hizo pasar malos ratos, ante lo cual el apoyo incondicional de mi madre me ayudó a defenderme, aunque siempre ese apoyo llegue sólo hasta un punto dejando siempre al niño vulnerable. Afortunadamente, aquí la tiranía se agotó con el fin del curso, no recuerdo cual.

Aparte de esas excepciones las maestras eran casi todas muy competentes, personas de gran calidad humana y de buen nivel cultural; los nombres de algunas de ellas los tengo a la mano. A Lobelia Benítez le tuve afecto. Al año siguiente de ser mi maestra se casó con el escultor Francisco Narváez y alguna vez los saludé a ambos en su casa de Ocumare de la Costa que quedaba al lado de la nuestra, a donde acudíamos todos los años a encontrarnos con el mar. Era, es –vive todavía– una persona de modales suaves, precisa en su modo de expresarse, cariñosa hasta el punto de haberme dejado su huella y todavía yo recordarla. Otra, Ligia Cabezas, quien no sé en cual grado me dio clases, pero sigo teniendo presente su sonoro nombre. Y de las que dieron clases a mis hermanos no puedo olvidar a la Señora Peña cuyo hijo Máximo estudió conmigo y más nunca volví a verlo. Ella era de baja estatura, delgada y tenía una escoliosis fuerte, notoria, que según se nos dijo había sido producida por el parto de Máximo, lo cual creo ahora improbable. Le tenía un aprecio ilimitado a Jesús porque él era sin duda un estudiante excepcional: despierto, disciplinado, de mucha inteligencia y siempre adelante en todos los temas que se le proponían. A propósito de la figura tan especial que ella fue me vienen a la mente muchas reflexiones. Las comentaré.

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Tengo una vaga imagen de cómo eran los salones de clase del San Pedro Alejandrino y una mucho más exacta de la oficina de la dirección porque en ella transcurrió un episodio que narraré más adelante y fue preámbulo de mi retiro del colegio al terminar el Quinto Grado. Pero quiero referirme ahora a un detalle de ese lugar que al recordarlo se agranda y se hace significativo: un cuadrito que estaba colgado por fuera, al lado de la puerta de entrada, con un nombre, una foto y un comentario. Debo haber leído algo de él y retuve sólo el nombre: Armando Zuloaga Blanco. No me quedó nada más en la memoria y sólo fue años después, muchos años después, que me enteré – en el cuadrito seguramente lo decía– que la persona de ese nombre había fallecido a los 24 años (1905-1929) en Cumaná como participante de una expedición guerrera contra la Dictadura de Gómez. Fue en efecto este muchacho tan joven, hijo de una familia ilustre venezolana, estudiante de la Universidad Central donde ese niño que era yo al ver el cuadrito iría a estudiar como adulto, uno de los fallecidos, un tiro en la cara, durante la única escaramuza que sostuvieron los expedicionarios de un barco llamado Halcón –Falke en alemán– que dirigidos por Román Delgado Chalbaud desembarcaron en plan bélico en Cumaná en 1929  para enfrentarse al más completo fracaso.

¿Por qué recuerdo de mi primer colegio entre tantas cosas que se opacaron, precisamente este cuadrito? ¿Qué quiere la memoria de mí[7] y de quienes esto lean al hacerme presente la figura de este muchacho que dejó los privilegios de una familia acomodada para ofrecer su vida como compromiso moral, como sacrificio, durante un trance bélico insensato, con actitud que no puede calificarse sino de noble y desinteresada, y encontró el fin de su jovencísima vida el 11 de Agosto de 1929 apenas quince años antes de haber visto yo por primera vez su imagen y aprendido su nombre? ¿Es apostando a este tipo de reminiscencias que se ponen esos cuadritos en las paredes de una institución para educar? ¿Es casual?

Tengo una respuesta íntima que me guardo. Lanza un dardo hacia lo providencial. Y entretanto aquí está, muy borrosa, la efigie de ese joven que me habló por primera vez desde las paredes del Colegio San Pedro Alejandrino. Y habla a todos.

Según parece esta es la única foto de Armando Zuloaga Blanco y es lo más probable que fuese la que figuraba en el cuadrito. La historia del Falke en la cual está incluida la de su dolorosa muerte, es de extraños ribetes y uno más de los episodios que han hecho de la búsqueda política venezolana una mescolanza de errores y aciertos además de múltiples sacrificios desinteresados, nobles, enaltecedores, como el de este joven.

[1]Recuerdo a los hermanos de nuevo con su fecha de nacimiento, de mayor a menor: Jesús Antonio (9-4-36), Pedro Pablo (17-8-37), Carlota Elizabeth (12-11-38), Oscar Rafael (12-11-39) y Edgardo José (14-4-41).

[2]Los años de mis estudios los confundo y los documentos que me permitirían ser más exacto están en alguna gaveta.

[3]Termino de leer en estos días la biografía de Juan Vicente Gómez de Tomás Polanco Alcántara. En ella se dice –pag. 455 Edic. Grijalbo 1990–que Gómez poseía entre Maracay, Caracas y otra ciudades  551 casas para alquiler y 338 haciendas en todo el país. Por lo menos 300 de esas casas estaban  en Maracay.

[4]En Venezuela se le decía corral al espacio que quedaba libre de construcciones al fondo de los lotes estrechos y profundos típicos de los centros urbanos tradicionales en tiempos republicanos. Ya he dicho que en nuestra casa se había construido improvisadamente en el corral, o sea que nuestra casa carecía de ese espacio, generalmente utilizado para cría de animales y frutales o también para ubicar la letrina, como era el caso de algunas casas de mis amigos.

[5]El bulto era el modo coloquial de designar lo que hoy se llama backpack, o mochila en términos Latinoamericanos. En él se llevaban las cosas de la escuela y era generalmente de cuero grueso, de suela podría decirse. Iba también enlazado en los hombros.

[6]El que este tipo de excesos adultos con los niños fuese asunto de las madres, si bien es tradicional en todas las culturas, como lo demuestra por ejemplo la literatura, el machismo lo convirtió en norma. Eso hacía a los padres aún más distantes.

[7]La voz de la Conciencia es la voz de Dios. Ludwig Wittgenstein