ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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El Hermano Ginés (Pablo Mandazén Soto) durante una de sus expediciones.

Oscar Tenreiro

Inevitablemente, los desencuentros entre Cecilia y Chucho iban a tener consecuencias para nosotros los hijos. Como es lógico, los mayores fueron los primeros afectados, aunque sin duda el primogénito, Jesús Antonio, iba a ser el más expuesto, hasta un punto en el que se convirtió progresivamente en algo parecido a un padre subrogante, para lo cual contribuyó la actitud de Cecilia, quien fue apoyándose más y más en él, repitiendo una historia bastante común en el espacio psicológico familiar: el hijo varón mayor como sustituto frente a la ausencia relativa o real del pater familia. Porque las diferencias hicieron que papá, siguiendo las reglas no escritas del machismo en boga, decidiera ausentarse o aislarse para participar a la distancia en la vida familiar. Y así Cecilia asumió la responsabilidad casi exclusiva de todo lo relacionado con los niños y era ella quien orientaba y dirigía, contando según las circunstancias y el tipo de decisiones a tomar, con el apoyo del hijo mayor, quien fue llenando parcialmente el vacío de la ausencia paterna.

En realidad, las tensiones entre Cecilia y Chucho comenzaron en los primeros tiempos del matrimonio expresadas en la desconfianza que mi amigo, el difunto sacerdote Anselmo Cerró Udis llamaba la sospecha, según él una sombra siempre presente en las relaciones humanas superable en lo fundamental con la vivencia cristiana. Se fue creando entre ellos una distancia que hacía difícil el intercambio sereno y la transparencia de la relación. La tirantez se fue intensificando en los años siguientes y llegó a causar una separación temporal, motivo de la mudanza de mi madre a Caracas con sus tres hijos, ya nacida Carlota Elizabeth en noviembre de 1938, por una corta temporada que cesó más o menos al año gracias a una bienvenida y oportuna reconciliación. Y menos de una década después, cuando había terminado yo el Tercer Grado, a mis siete años –1947– hubo otra separación que también llevó a Cecilia a mudarse con todos nosotros, esta vez a la casa de su madre, la abuela Elizabeth, en Valencia, donde pasamos todo el año escolar siendo alumnos del Colegio La Salle. De nuevo hubo otra reconciliación, de la cual me enteré cierto día en el cual husmeaba buscando algo en la cartera de Cecilia y había allí un telegrama de papá (en esos tiempos el telégrafo era el modo de comunicarse) donde le proponía a Cecilia regresar. Me acerqué contento y curioso a ella, preguntando, y me lo confirmó: regresábamos a Maracay, al hogar.

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Los más pequeños no estábamos realmente conscientes de las razones para estar en Valencia, y si bien el tiempo valenciano fue en muchos sentidos bastante grato, en primer lugar porque la Tía Alesia y la Abuela Elizabeth, únicas ocupantes de la casa familiar, fueron siempre cariñosas y generosas, también lo fue porque la casa era agradable y la proximidad –medianera por medio– con la fábrica de Sombreros Degwitz nos proporcionaba distracciones muy particulares que incluyeron en cierto momento el trabajo pagado con 5 o 10 bolívares semanales que nos entregaban el día de cobro en unos sobrecitos iguales a los de los obreros. Eran labores sencillas como ayudantes de las distintas operaciones de la planta industrial, muy completa si bien ya rozando la obsolescencia. Y ese tiempo de Valencia también nos permitió estar cerca de nuestros muy numerosos primos, con quienes nos llevábamos muy bien, aparte de que tenían juguetes de todos los tipos y tamaños que siempre animaban nuestras visitas

Nuestra experiencia escolar de Valencia fue también positiva, pese a que mi rendimiento bajó no obstante la presión ejercida por el Hermano Elías, español, con quien me llevaba razonablemente bien, encargado principal del Cuarto Grado. Pude además conocer al Hermano Ginés, persona cálida y sencilla, vasco venezolanizado, quien se hizo muy popular después en el país por su labor investigativa del mundo natural y tuvo una vida particularmente larga e interesante. Ginés –como le decíamos– recién había fundado en Valencia la Sociedad de Ciencias La Salle, que iba a convertirse en una institución muy fuerte, de la cual Jesús se hizo miembro activo como estudiante –cursaba ya Segundo Año de Secundaria– y yo simplemente me mantuve cerca como observador y ayudante en algunas tareas para ordenar el material recolectado, ya que los más chiquitos no podían ser miembros. Pero se inició una relación con Ginés que se prolongó mucho después en Caracas gracias a mi culto al mundo submarino y a Jesús lo llevó incluso a hacerle unos proyectos a la institución poco tiempo después de terminar la carrera de arquitectura.

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Para mí pues lo de Valencia fue un simple paréntesis que no me dejó ningún sentimiento de ruptura, y me parece que fue así para todos los hermanos lo cual es una buena demostración de que papá y mamá manejaban sus diferencias evitando involucrarnos, respetando nuestro espacio.

Pero había algo que parecía hacer explotar las diferencias entre ellos y se empezó a repetir con alguna frecuencia ya instalados de nuevo en Maracay: los viernes de copas de papá y sus secuelas, a lo cual me referí al comienzo de esta serie de reflexiones. Decía líneas más arriba que papá proyectaba sus deseos de expansión personal hacia un círculo de amigos, ámbito en el cual encontraba cauce para aspectos de su forma de ser que la rutina encasillaba y restringía; lugar que podía considerar suyo. En la anécdota sobre los libros que me pedía traerle, pueden encontrarse algunas claves para entender mejor lo que los viernes de copas significaban para papá.  Hoy me parecen esos deseos perfectamente justificables, sin que deje de decir que el querer estar en sintonía con gente cercana, personas que en algunos casos tenían aspiraciones intelectuales análogas a las de papá, tenía el problema como siempre ocurre en estos grupos, de necesitar como estímulo para su dinámica, para que la conversación fluyera y se activara, de unos traguitos. En resumen, el grupo dependía en exceso de los whiskisitos, y lo que comenzaba como una conversación alegre a la cual podía integrarse cualquiera, se transformaba en una celebración ruidosa con rasgos propios antipáticos: tomaba forma la cuerdita. A lo cual se sumaba como agravante el hecho de que papá tenía mala bebida, ese modismo coloquial que se aplica a una persona que unos pocos tragos le hacen perder la compostura de un modo que hace sonrojar a quienes le tienen aprecio. De allí venía sin duda, y la entiendo porque a nosotros nos pasaba igual, la antipatía que mi madre le tenía al grupitoantipatía que no ocultaba y forzó a papá a buscar lugar para su grupo fuera de casa, donde alguno de los amigos o en el bar de Jaime Roca.

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Papá regresaba a casa luego de sus viernes de copas generalmente pasadita la media noche y nos despertaba el rumor de las discusiones. Al día siguiente todo volvía a la normalidad, pero la resaca quedaba y se iba formando un reclamo que siempre fue difícil de expresar en conversaciones posteriores. Jesús Antonio tuvo incluso que hacerse presente en algunas de esas discusiones, lo cual agregó sustancia a su rol de figura sustitutiva y dijo como es natural una palabra en su evolución emocional y en la nuestra. Pero ya en una mayor edad y con la ayuda de su curiosidad acerca de los mecanismos psíquicos, Jesús cultivó puntos de vista sobre nuestra vida familiar que nos enseñaron mucho a todos los hermanos, y a pesar de que a veces ciertas carencias afectaban su criterio, tuvo una capacidad singular para ver la historia doméstica con justeza y madurez. Una manera de ver la vida de la cual mucho aprendí y aún me sostiene. Y su particular comprensión de la figura paterna sumada a la estrecha vinculación con mamá, unidas a la ya mencionada conexión constante durante toda su vida con el universo psíquico mediante lecturas sistemáticas, exploraciones personales, experiencias de psicoterapia e intercambio con conocedores, le hicieron posible guardar un equilibrio que lo convirtió en un buen interlocutor sobre el tema familiar para todos nosotros. Hacía un poco de vocero de las razones de papá aparte de sentirse humanamente cercano a él. Cercanía que tuvo una expresión especial cuando durante la emergencia que obligó a trasladar a Chucho al Centro Médico de Caracas le correspondió tenerlo en sus brazos en el momento de la muerte. Fue el 16 de noviembre de 1978 al comienzo de la noche. En ocasiones, Jesús Antonio hablaba de ello con orgullo.

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Mamá podía en efecto ser rígida, en eso se revelaban sus herencias alemanas. Ella había integrado a su modo de ver la vida ideales femeninos propios del conservadurismo social, persistentes en una Venezuela que iba cambiando pero seguía cultivando un machismo cultural–como ocurría en definitiva en todo el mundo– que prescribía puntos de vista acerca del papel de la mujer en el hogar, generalidades y particularidades de la vida en pareja, modos de proceder ante los conflictos, que si bien eran por decirlo así coartadas favorables al hombre, los aceptaban y promovían las mujeres convirtiéndose en defensoras de una especie de statu quo favorable al predominio masculino.

Por otra parte, el apego a la formalidad y a la contención educada que sin duda había sido parte de su formación le hizo siempre difícil aceptar con benevolencia el espacio social más personal de Chucho, mucho más distendido, abierto e informal. Ese espacio en el cual la diferencia de tonos entre ellos le hizo difícil a Cecilia el manejo del deseo paterno de expansión

Y ocurre que me encuentro precisamente en estos días con una carta de Chucho para mí, con motivo de mi primer matrimonio en Chile en Diciembre de 1960 (el seis) que por su espontaneidad y franqueza permite acercarse a quien era él, a sus preocupaciones, a cómo se veía a sí mismo y a la vida matrimonial. La reflexión dolida que hace sobre la lucha que anduvo siempre con él por alcanzar una mínima prosperidad, aparece en primer plano, así como un cierto pesimismo sobre lo que puede esperar para sí mismo que sorprende si se piensa en su poca edad (56 años). Su visión de la comprensión mutua sigue la pauta común y a la vez revela el sesgo machista –hijo de su tiempo­– que apunta sobre todo a la mujer, para después deslizar una observación con humor en clave caricaturesca que lleva el pensamiento hacia lo que recién comenté. También, al elogiar la inteligencia en el trato mutuo muestra claramente que pese a todas sus ausencias buscó proceder con una justeza que muchas veces no logró alcanzar.

Carta a un hijo que se casa

Sé que al poner la carta aquí fuera de la intimidad cometo una indiscreción, pero presumo, considerando que lo hago para definir mejor su figura, que no le va a importar.  En segundo lugar, no quiero dar la impresión de que papá haya estado siempre –como la carta pudiera sugerir– dispuesto a dar consejos sencillos, paternales y sinceros, porque si eso fue así en esta instancia, en otras como ya he dicho, sobre todo en nuestra infancia, se mantuvo ausente.

Y finalmente digo que admiraré siempre su fe sencilla. Su fe por ejemplo en la Virgen del Coromoto (recordemos que su hermano fue el Primer Obispo de Guanare) hace pensar en sus tiempos juveniles de seminarista. Fe que a mí ya me resulta inalcanzable, y a la vez me ayuda a destacar  que un hombre que la profesa y se expresa así revela, pese a lo que otros aspectos de su personalidad pudieran hacer pensar, que vive un compromiso ético superior, para mí lo más importante, lo que más atesoro de su legado.