ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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He mencionado varias veces que Chucho y Cecilia, cada uno con su personal intensidad, modo de vivir y fidelidad a la práctica, fueron cristianos católicos, observante ella mucho más que él, ambos muy firmemente. Sabemos además que en Venezuela el sello católico es muy fuerte, y lo era muy especialmente en los tiempos de mi infancia. En consecuencia, nosotros los hermanos Tenreiro-Degwitz fuimos –somos– católicos porque éramos venezolanos y nos hicimos católicos porque como católicos se nos educó, y más específicamente se nos inició en la práctica siguiendo el ritmo y los modos de quien como Cecilia era muy activa y presente en las cosas de la iglesia. A lo cual debe agregarse que en el curso de la vida se fueron dando circunstancias que definieron en cada uno la relación con lo religioso, que por ejemplo en Jesús el mayor, adquirió una dirección propia poco apegada a la práctica y sin embargo alimentada por una fe profunda poco convencional, mientras que yo, después de haber vivido una Fe fuerte y meditada puedo decir hoy que me he aproximado a la visión de Jesús. Carlota tuvo en su primera adultez una muy clara conciencia religiosa de la cual fui testigo. Después, su forma de vivirla varió hacia lo muy personal e íntimo y es poco lo que pude conocer.  Pedro Pablo se mantuvo observante y fiel hasta su muerte, y Edgardo lo es hoy de modo muy intenso y vital. 

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Lo más visible de lo que ocurría en Maracay en el ámbito eclesiástico estaba a una cuadra de la casa: ya lo he dicho, una corta caminata y ya estábamos en la Iglesia de Maracay, un poquitín lúgubre en esos tiempos, hoy la mejor cuidada Catedral de la Asunción. Se podría decir que el que estuviéramos tan cerca nos ayudaba a ser feligreses habituales. 

En todo caso cada uno de nosotros, como puede suponerse, recibió lo que le fue dado como educación religiosa. Resumida, por una parte, la más importante sin duda, en la presencia en nosotros de esa dimensión de la personalidad de Cecilia, y de resto por lo que fuimos oyendo, profundizamos o consideramos a lo largo de nuestra adolescencia y adultez primera, y lo que se desarrolló en cada quien íntimamente, según su sensibilidad. En lo que a mi respecta, en mis tiempos de niño que ahora reconstruyo, determinada por una muy particular relación afectiva, como si se hubiera tratado de personas que me rodeaban o había conocido, con los personajes que pueblan el relato evangélico, incluyendo el Dios-persona. Una relación por cierto que creo que establece todo niño de manera natural en el ámbito cristiano, sobre la cual quiero decir algunas cosas.

La sabiduría milenaria busca hacer coincidir la iniciación religiosa con el despertar de la conciencia, y es eso lo que inspira el rito de la Primera Comunión (que existe con otras formas o nombres en todas las religiones), así que para mí tal como lo recuerdo, con la Primera Comunión hubo por decirlo así un punto de inflexión en mi vivencia de lo religioso. 

Hasta ese momento, mi conducta en el ámbito eclesial no había sido muy distinta a la de cualquier niño en circunstancias similares: cumplir con los ritos, ir aprendiendo las oraciones en casa, tener paciencia y no aburrirse demasiado durante las misas cantadas o las homilías, las primeras porque a veces parecían interminables, y las segundas porque la atención infantil es siempre limitada. También aprendí a moverme dentro del templo, supe por ejemplo que había que hacer una leve genuflexión al cruzar frente al sagrario, que se debía susurrar en vez de hablar, estarse tranquilo durante la misa y tener presente que la iglesia no era sitio para jugar, aunque uno desarrollaba en ciertas situaciones una actitud de juego. Eso antes de que las cosas adquirieran como digo, mayor complejidad con la Primera Comunión la cual hice junto con mis hermanos Carlota y Edgardo el 6 de junio de 1947. De allí en adelante mi modo de ver la práctica religiosa cambió, no sólo porque apareció de modo más preciso la noción de pecado, noción que desde la adultez vemos con justificado recelo a causa de los aspectos más negativos de sus consecuencias, sino porque tomó un papel central el conocimiento de los sacramentos, tan importantes en el rito católico.

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Yo cursaba Tercer Grado, tenía siete años y recuerdo que para la preparación de la Primera Comunión Cecilia acudió a las monjas del Asilo de Huérfanos. Se encargó de nosotros en las dos primeras sesiones la Madre María de San José (1875-1967), superiora de la Orden que sería beatificada en 1993 de quien, no creo que sobra decirlo, me llamó la atención su placidez y serenidad por lo cual la eché de menos cuando debió dejarnos a causa de otros asuntos que requerían su atención, en manos de otra monja menos acogedora. 

Cecilia nos preparaba a los tres unos cuadernitos en los cuales previamente ella había escrito algunas cosas seguramente prescritas por el catecismo. Los forraba en el papel verde de siempre, típico de los útiles escolares y debíamos llevarlos a las sesiones de preparación. Recuerdo vagamente que en ellos había copiado Cecilia alguna oración que debíamos aprendernos y, no sé, pero lo supongo, espacio para que la monja pudiese enviar alguna recomendación a seguir en casa.

Se hizo necesario por supuesto, conocer rudimentos de la llamada Historia Sagrada [1] versión historiada y secuencial del Antiguo y el Nuevo Testamento que tiene la virtud de captar muy fuertemente la atención del niño, lo cual, como a mí me pasó, me permite detenerme a hablar de ello.

Porque me fascinó el ámbito evangélico –mucho más que el bíblico en general– en gran medida por la historia misma, por los lugares que uno imagina al leer; por lo que se cuenta sobre un ángel que anuncia un nacimiento, un padre artesano y protector, una madre que da a luz en un pesebre donde hay animales que protegen del frío; una estrella del firmamento que se mueve por el cielo y unos magos que son reyes;  por las personas que menciona, muchas de ellas individualizadas de un modo que las ha hecho eternas; por los parajes que describen lagos, colinas, montes, templos, ciudades; por los momentos de encuentro y despedida, bodas, celebraciones, una cena, un entierro, una faena de pesca; por los prodigios; por el enorme drama de la cruz y la crueldad de hacer sufrir a un inocente; por la bondad y el amor que se percibe. Todo ello parte sustancial de un relato que a un niño lo transporta mucho más allá de su propio mundo, llama a su imaginación y lo invita a moverse hacia un pasado remotísimo con un encanto irresistible. La historia en fin que cuentan los evangelios me sedujo, me llegó hasta el fondo de lo que en ese momento era mi conciencia.

Ahora con la perspectiva que tengo sobre lo religioso, no deja de sorprenderme la humana hermosura –con ese atributo llega al niño– del tejido de episodios y circunstancias de las historias relatadas por los Evangelistas. A medida que lo iba conociendo –era parte de la preparación– me advertía de la existencia de otros que debían recibir el mensaje implícito, el sustancial del relato, sin que yo supiera en qué consistía eso de expandir el alcance de una buena nueva, salvo que expresaba un deseo de acercamiento y se llamaba amor a un sentimiento no dirigido hacia personas cercanas conocidas y queridas –tangible para un niño–sino como algo sin dirección clara difícil de entender. Oía mencionar –o leía– palabras cuyo significado no captaba del todo: caridad, compasión, humanidad, redención, resurrección, sacrificio, perdón, Fe. Pero se revelaba su significado en los episodios de esa Historia Sagrada que capturó mi imaginación. Palabras que adquirían sentido en las personas descritas en las parábolas o participantes de los episodios narrados que se erigen en modelos, representaciones, arquetipos de una inmensidad humana que se ha expresado a lo largo de los siglos de un modo que hoy no cesa de asombrarme y maravillarme. Sí, la cristiandad ha sido inspiración de grandes cosas. Hoy lo percibo mejor, cuando era niño mucho de lo que me rodeó me llevó a intuirlo. 

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`La Natividad es de los capítulos de la Historia Sagrada sobre la cual casi todo se ha dicho y es hoy parte natural de la vida universal. Además, es un tiempo en el cual los niños tienen la palabra. En nuestra casa como en casi todo el mundo, la Navidad se hacía sentir. Y el maestro de ceremonias era en gran medida, por lo menos en los aspectos más exteriores, mi hermano Jesús. Utilizando activamente su talento natural para disponer escenografías, se ocupaba de guiar a mamá en hacer que la casa cambiara con la temporada y se vistieracon los típicos motivos navideños que dan vueltas por el mundo en todos los climas y todos los ambientes. Y hacía lo necesario para convertir la sala de la casa en una especie de centro ceremonial donde se ubicaba el nacimiento –belén en España– y el pino que llamábamos arbolito el cual muchas veces era un pinito un tanto esmirriado de los que traían de la Colonia Tovar. Símbolo que no podía faltar para ser consecuentes con la tradición alemana de mamá, que entre otras cosas nos llevó a aprendernos –en Valencia la tocaba al piano tía Alesia– la música de la canción alemana O tannenbaum, homenaje al pino navideño que se ha hecho también universal. O Tannenbaum, O Tannenbaum /  Wie treu sind deine Blätter – Oh, abeto, Oh Abeto / Qué leales son tus hojas…https://www.youtube.com/watch?v=lNeLKCqsPJM

Y la decoración del árbol la disponía en sus detalles Jesús, aparte de que se dedicaba en cuerpo y alma a construir el nacimiento según la tradición venezolana, lo cual hacía con una habilidad y control que me parecían extraordinarios y me hacían pensar que nuestro nacimiento era de lo mejor que había en Maracay, sobre todo porque Jesús cuidaba que nada desentonara, que los tamaños fuesen equivalentes y que no ocurrieran esos exabruptos tropicales que hoy me parecen simpáticos y hasta obligados, como los de poner un avión junto a una oveja o un laguito hecho con espejos al lado del pesebre. No, eso no pasaba en el nacimiento hecho por Jesús Antonio, cuyos detalles me deleitaban al verlos yo solo, echado en el sofá y usando un rollito de papel simulando un telescopio, como si lo viera desde el aire, la montaña nevada atrás. Porque el pesebre estaba rodeado de montañas y en las montañas nevaba contrariando el deseo de veracidad del precoz intelectual quien cedía a la tentación de la extranjera nieve –vendían un polvillo blanco y un spray para simularla– tal vez porque servía para cubrir las irregularidades de la tela de coleto pintada de verde y endurecida con engrudo que simulaba la tierra y las laderas por las cuales transitaban ovejas y pastores.

Y en la Nochebuena se cerraba la sala y mamá junto con Cacá se ocupaba de envolver los regalos, disponerlos en grupos: esto para uno, esto para el otro, para finalmente, algunas veces después de una espera que podía ser muy prolongada y ansiosa, abrir la puerta para que nosotros entráramos a disponer de lo que nos correspondía. Y allí reinaba entonces por unos momentos la mayor alegría… 

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Me vienen ocurriendo cosas que se conectan con lo que lo Historia Sagrada llevó a mi imaginación primera. Hace algo más de un año Nubia mi esposa y yo estuvimos acompañando a nuestro hijo Lorenzo y su familia en Melrose al suroeste de Boston.  En una visita que hicimos al Museo de Bellas Artes de Boston, en un pasillo del acceso a las colecciones, una imagen extraordinariamente poderosa me hizo detenerme atraído por su fuerza evocadora. Se trataba de un cuadro de la Huida a Egipto pintado en 1879 por Nicolas Luc Olivier Merson [2]pintor hasta ese momento completamente desconocido para mí. Allí en la imagen estaba María descansando a los pies de una esfinge de piedra con el niño y su halo luminoso sobre su pecho mientras sobre la arena reposa José, más allá la mula comiendo abrojos y entre ellos una llamita permanece encendida. Es noche avanzada. De la llamita sale una columnilla de humo –recurso clave de la escena– recta hacia el cielo porque no sopla nada de brisa, y como fondo de todas las figuras la extensísima arena del desierto que termina en un horizonte oscuro y un cielo nocturno de algunas luminosas estrellas.

Descanso en La Huida a Egipto de Nicolas Luc Olivier Merson (1846-1920)

La imagen me regresa a cuando era niño y oí hablar por primera vez de un establo donde una mujer da a luz y tiene después que huir, que escapar. Se me plantearon entonces preguntas que permanecieron en suspenso por no tener a la mano las respuestas doctas.  ¿Por qué hacerlo a Egipto tierra de desiertos, faraones y pirámides sin rostro o con rostros no humanos, donde se adoran animales como la intimidante esfinge? Había pasado una vida después de haberlas pensado y nunca formulado, y ahora tenía ante mí la interpretación de un hombre que inventa una imagen y pone con ella en primer término la idea de la soledad. Se esboza allí una respuesta a la misteriosa soledad en la que se produce el Nacimiento de Cristo. Ya pasó la alegría celestial de los hosannas, ya se hicieron presentes pastores y reyes y se movió una estrella del firmamento. Todo debía retornar al aislamiento de pobreza para huir ante la maldad ejercida contra seres inocentes. De nuevo corresponde distanciarse del mundo. Es ese el mensaje radical de la imagen. Se impone la impresionante soledad en la escena. Las tres personas –una de ellas irradia luz– parecieran estar al borde del Universo que hasta ese momento los ignora en su infinitud, en su misterioso e incomprensible silencio de eternidad.  Quietud delatada por la rectitud de la columnita de humo, estática e imperturbable, en cierto modo indiferente.

Y ante la imagen no me importaron los adjetivos que se aplican en el mundo del arte sobre lo académico, sobre lo que se hace para merecer admiración en su carácter de registro fidedigno de una posible realidad. Ante mí estaba una conmovedora representación del misterio. Agradecí que en ese momento me hubiese hablado Nicolas Luc Olivier Merson.

Y hay más. En estos días que escribo estas cosas, hojeo de nuevo la biografía de Dostoievsky de Joseph Frank que tanto me interesó. Y de mis minutos ante La huida…,la asociación me llevó a la anécdota narrada por la esposa del gran escritor: cuando iban a Basilea y visitaban al Kunstmuseum, Fiodor iba directamente a la sala correspondiente y se sentaba frente al Cristo Yacente de Hans Holbein. Allí se quedaba largo tiempo, meditativo y encerrado en sus pensamientos, contemplando esta extraordinaria imagen que nos muestra la terrible realidad de la muerte del cuerpo, del cadáver, de la pérdida de toda vida, imagen que igualmente el pintor inventa buscando en cierta manera agredir al observador con la crudeza, la fealdad de la mueca, consecuencia de la muerte del cuerpo, la mano necrosada, el cuerpo con el color de la ausencia definitiva. Triunfo aparente de la aniquilación que remite a la necesidad, a la imperiosa necesidad de la Resurrección.

Aquí pues muestro el Cuerpo de Cristo muerto en la tumba de Hans Holbein el joven (1497-1543) pintado en 1521. Su presencia en estas líneas disparada sorpresivamente a partir de unas navidades pueblerinas que me empeñé en evocar un poco.

Cuerpo de Cristo muerto en la tumba, de Hans Holbein el joven (1497-1543) pintado en 1530.

[1]https://es.wikipedia.org/wiki/Historia_sagrada

[2] Nicolas Luc Olivier Merson (1846-1920), pintor académico e ilustrador de fama (El Jorobado de Notre Dame de Víctor Hugo).