ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro

He mencionado antes una de mis fascinaciones en Ocumare: la de contemplar las rompientes en el lado oculto –desde la playa– de La Punta, donde las estribaciones de roca volcánica del cerro que separa Ocumare de la bahía de Maya entran en el mar como negras láminas de bordes filosos. Allí podía quedarme si hubiera ido por mi cuenta desde las primeras veces que estuve a los seis o siete años, viendo como las olas atacaban una y otra vez las rocas, y la masa de agua regresaba a encontrarse con nuevas olas formando surtidores de espuma. Coreografía que podía repetirse siguiendo el ritmo de las olas,  aparentaba repentina calma o adquiría súbita energía que hacía saltar agua y espuma. Se formaban hermosas e intimidantes figuras que representaban el enorme poder del mar y me hacían desear que arreciara el viento y crecieran las olas para sumarse a esa especie de escándalo acuático. Uno asistía a una representación siempre variada –cada ola, cada rompiente, cada figura de espuma, diferente– todo acompañado del sonido del agua luchando consigo misma sumado al del viento, obligándonos a gritar.

Repito que aún siendo tan niño podía pensar en quedarme allí mucho tiempo observando y esperando, sobre todo en los días de mar fuerte, el impacto de la próxima ola, porque podía ser esa la que saltara más, pero también porque me resistía a irme. Sin saberlo estaba en actitud de contemplación como puede estar un niño cuando algo captura su atención y lo sume en algo parecido a la ensoñación. Contemplaba sin saber lo que es contemplación. Sentía, podía decir, que éramos tutelados, especialmente un día cuando observaba desde  un poco más arriba, junto a una cruz grande de madera que alguien había instalado en el sitio como recuerdo de alguna muerte o como homenaje religioso, tropecé en el borde y perdí momentáneamente el equilibrio debiendo agarrarme de la cruz para no trastabillar. Se lo conté a mamá exagerando y ella le dio un significado oculto. Yo también.

Pienso hoy que esos fenómenos que muestran el poder de la naturaleza como constante repetición de un dinamismo que viene desde siempre y seguirá mucho más allá del tiempo nuestro en un eterno movimiento –una cascada, un poderoso río, las olas rompiendo, el paso de las nubes, una tormenta eléctrica a lo lejos– son una forma de lenguaje que nos habla a todos, y en cierto modo nos inmoviliza, aún siendo muy niños, para recordarnos nuestra fragilidad. Veíamos las rompientes durante un buen rato desde arriba del cerro sobre las rocas. Y desde que las vi la primera vez me daba miedo pensar que pudiera estar allí abajo luchando infructuosamente con el mar: moriría sin remedio y dependería solo de que el Dios tutelar me quisiera tender la mano.  Me sentía pequeño, frágil, indefenso ante tanto poder. Su materialización en ritmos, sonidos, súbitos saltos que parecían advertencias, su total invasión de los sentidos, tenían en mí el mismo efecto semi-hipnótico que cumplen las oraciones repetitivas. Practicadas por muchos credos religiosos para hacer del murmullo y del movimiento pausado y rítmico los dueños del momento, facilitando –es un despojarse­­– la concentración y el silencio psicológico, el movimiento de la conciencia hacia asuntos superiores.  En vez de la oración monótona y repetitiva estaba presente en ese lugar del paisaje la inagotable lucha entre mar y tierra, también monótona, también repetitiva, lucha entre el movimiento y la estabilidad, figura de algo que se me escapaba. Y me detenía pensando, observando. Contemplaba.

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Pero más allá de La Punta, como he dicho varias veces, estaba la bahía de Maya, destino de un primer paseo cuando éramos muy chiquitos con Cacá como acompañante, que no volvimos a repetir porque no resultaba suficientemente atractivo comparado con el esfuerzo de llegar allá caminando por el cerro. El paseo podía ser fuerte por el calor y la sequedad de los cerros de la cordillera central, que cuando se aproximan al mar se van haciendo secos, escarpados y difíciles. Aparte de eso, en la playa de Maya lo único especial son unas formaciones rocosas del lado este de la bahía que forman pequeñas piscinas naturales, pero nada más porque la playa es peor que la de Ocumare.

Las tales piscinas por otra parte, ya a edades mayores, parecían una diversión para niños pequeños que las ínfulas de la pre-adolescencia en Jesús y Pedro Pablo les hacían mirar en menos. Y como los menores siempre resultan arrastrados por las simpatías o antipatías de los mayores, a nosotros –Edgardo y yo– tampoco Maya nos atraía demasiado. Así que Maya quedó en segundo término hasta que aparecieron otros motivos para que, Jesús sobre todo, la considerara un paseo adecuado: la aparición de nuevos amigos… y amigas. Así que en una de las vacaciones ya más grandecitos Jesús se dedicó a organizar un paseo a Maya formando un grupo donde destacaban sus nuevas amistades. Edgardo y yo podíamos ir sin problemas fue lo que dispuso, pero Carlota no, porque iba a obligarnos a ir más despacio debido a su lesión en la rodilla, exacerbada por una caída en uno de esos paseos. Y por supuesto Carlota se quejó, hubo discusiones y tuvo que intervenir mamá, quien para doblegar la decisión de Jesús, la cual secundábamos los otros tres varones, en un momento dado y de acuerdo con su carácter, dijo que Carlota iba sin discusión, que además iría ella también para ayudarla, y no se hablaba más del asunto. La suma de mamá al paseo nos cayó como una bomba, pero había que aceptarla, claro. Y partimos pues todos, un grupo grande, con mamá y Carlota incluidas.

Todo fue bien hasta que comenzó la parte fuerte del ascenso, que debe haber sido suficientemente intensa si hablo del efecto que fue haciendo en mamá, quien empezó a sudar a chorros y llegó un momento en el que ya no podía dar un paso cuando aún no habíamos llegado a la parte más alta. Lo recuerdo todo como un pequeño sufrimiento y veo aún a mamá sentada en una piedra buscando aire mientras nosotros no hallábamos qué hacer. Devolverse no era una opción, había que seguir. Y así, de descanso en descanso llegamos a la cima desde donde el trayecto se hizo más amable hasta que llegamos a Maya, improvisamos un sitio de sombra y allí se instaló mamá mientras nosotros nos dedicábamos a correr por la playa y alrededores. Y sería tal vez porque el baño de mar la recuperó o porque hacía menos calor, el camino de regreso lo hizo sin problemas y dejó bien sentada para nosotros la idea de que ella no aceptaría ningún tipo de discriminación con Carlota. Así era ella con sus decisiones: las afirmaba con su conducta. Daba el ejemplo podría decirse, no ordenaba lo que ella no podía hacer. Fue una de sus enseñanzas.

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Cecilia planeó en una de nuestras primeras vacaciones un viaje en bote con Juan Plate a la Ciénaga, bahía con arrecifes coralinos y una hermosa y no muy grande laguna interna rodeada de manglares que queda a unas seis o siete millas náuticas hacia el oeste de Ocumare. Era la primera vez, me parece, que me embarcaba en un bote de pesca de los típicos de la costa venezolana que en los años siguientes se hizo común llamar peñeros. Por alguna razón que podía ser falta de repuestos o el precario equipamiento de esos años del fin de la Segunda Guerra, el bote no tenía motor o el motor se negó a arrancar, por lo cual fue necesario irse a puro remo. Y es el tamaño de los remos, enormes y pesados; la forma como el bote avanzaba, remando Juan y su ayudante; el bogar en silencio interrumpido sólo por nuestro bullicio, lo que me quedó grabado de ese primer paseo por mar.

Juan era un tipo fornido. Cuando yo era ya adulto y nos llevaba a hacer pesca submarina, era capaz de montarse en el hombro un motor fuera de borda Evinrude de 48 caballos con total facilidad y sin pestañear, llevarlo desde un galpón en La Boca del río hasta el bote, cien metros más allá, el último tramo del camino con el agua a la rodilla y fondo lodoso, para finalmente colocarlo en el bote.

Pero esa vez lo que me llamó la atención fue cómo tomaba los muy pesados y voluminosos remos y los colocaba en su sitio, una concavidad tallada en la borda del bote, con un trozo de madera al que se enganchaba un mecate doble abrazando al remo. El bote era de los que se usan para echar las redes –el chinchorro de la costa central venezolana–grande y muy barrigón, particularmente pesado, en cuya proa había quedado una de las redes de la faena habitual cubierta por una lona. Nos habíamos montado todos en La Boca, mamá dirigiendo con el bastimento: agua en abundancia, cosas de comer, naranjas, cambures, cada quien con sombrero y mamá directora de operaciones.

Y a la Ciénaga. Uno de los remos a cargo de Juan y en el asiento de más adelante –simples tablas– su ayudante, y divididos entre proa y popa nosotros cinco.  Recuerdo bien mi sorpresa al ver que avanzábamos sin pausa y más rápido de lo que podía haber pensado y se activaba mi curiosidad de principiante ante la entrada al unísono de los remos en el agua. que salían después, una vez movidos hacia adelante por el impulso de palanca del remar, para dejar en la superficie unos pequeños remolinos, más visibles del lado de sotavento.

Ya nos alejábamos de la playa y empezábamos a doblar La Punta con sus rompientes, ahora mucho menos amenazantes vistas desde mar adentro, sitio donde muchos años después el mismo Juan me llevaba a pescar sábalos junto con mi compañero de pesca submarina[1]. No mucho tiempo después pasábamos Maya y tal vez luego de media hora o algo parecido ya estábamos entrando en La Ciénaga, lugar que me maravilló, en esa época apenas visitado porque no tiene acceso terrestre y los vacacionistas éramos muy pocos. El agua transparente, mucho más salada que la de Ocumare donde está mezclada con agua de río, y múltiples peces de muchos tamaños y colores que veíamos desde fuera porque aún no existían, o no habían llegado a Venezuela, las máscaras que unos años después se hicieron comunes, erizos visibles entre las piedras del fondo y un poco más allá el azul un poco misterioso porque el mar siempre lo parece, que iba haciéndose más intenso con la profundidad. A los manglares se acercó Juan para recolectar ostras –ya hoy no las hay– pegadas de las raíces a flor de agua. Hizo su cosecha que nos comimos con limón que él había llevado. Y chapoteamos con el entusiasmo y la alegría de nuestras cortas edades ante la presencia de Cecilia como atenta benefactora. Y quedó en todos nosotros la inquietud de volver, atendiendo a esta llamada temprana de un mundo natural. Y lo haríamos con alguna frecuencia porque ya adolescentes el lugar era ideal para iniciarse en los secretos del buceo de superficie y la pesca submarina que iba a convertirse en una de mis pasiones.

A la derecha, el este, Ocumare con la depresión de El Playón llena de casas que penetra hacia el sur.  Aun más al sur el pueblo de Ocumare de la Costa. La Boca está arriba a la derecha. A la izquierda de la bahía de Ocumare, Maya (las piscinitas están al terminar la playa a la derecha). Siguiendo al oeste La Ciénaga: toda la laguna interna está rodeada de manglares. La próxima bahía es Guabina. Y finalmente la entrada a la profunda bahía de Turiamo.

Estos no son los manglares de La Ciénaga, pero así son los manglares. (Internet)

Ostras en las raíces de los manglares (Internet).

En los años setenta, Pedro Gluecksmann en La Boca de Ocumare observa el escamado de un par de sábalos que pescamos. La picúa (barracuda) en el suelo la había pescado él. El experto es un amigo de Juan Plate. Y los niños, como siempre, unos curiosos que se acercaron.

[1]Mi compañero de pesca submarina y después de buceo, de superficie y profundo, quien fue mi gran amigo –hoy fallecido– era Pedro Gluecksman a quien conocí en Caracas a poco de nuestra mudanza. Fue instrumental en mi descubrimiento del mundo submarino y juntos improvisamos múltiples exploraciones en tiempos de mis estudios de arquitectura y aún mucho después. Aquí una foto de cuando nos escapábamos de Caracas en los años setenta.