ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro

Desde que aprendimos a nadar, la playa de Ocumare dejó de ser un riesgo. Supimos sortear sus fuertes olas con infantil destreza, hasta el punto de que cualquier playa tranquila nos parecía aburrida, un fastidio. Si bien las noticias –porque nunca fuimos hasta allá cuando niños– sobre la Playa Grande de Choroní en días de mar fuerte hablaban de ella como más difícil que el difícil Ocumare y se decía siempre de ahogados allá, durante la temporada vacacional.

Poco tiempo después ya sabíamos correr las olas, distracción que agregó otro goce al baño. Y entre los cinco destacó Pedro Pablo como quien mejor sabía sortear las olas grandes, y dio muestras de ello una tarde temprano en la que empezó a encresparse el mar de tal manera que decidimos salirnos porque estaba demasiado fuerte. Salirse de un mar fuerte requiere tanta habilidad como entrar, para evitar que las olas que vienen detrás te revuelquen. Hay que dejarse llevar por una última ola y al apagarse salir rápido, con decisión. Así nos salimos, pero se quedó muy atrás Pedro Pablo confiado en sus habilidades, al tiempo que a lo lejos se veía alzarse una fenomenal ola que nos hizo gritar advirtiéndole el peligro; tuvimos miedo. Pero Pedro Pablo, con su estilo displicente, se regresó a enfrentarla y logró pasarla por debajo antes de reventar, sin mayores apuros. Serían tal vez las tres o un poco más, a las cinco ya había entrado en la bahía un poderoso mar de leva de los que son un verdadero espectáculo de la naturaleza. Nos habíamos salido a tiempo. No había adultos por ahí aconsejándonos, disfrutábamos de la independencia de las vacaciones, y en la casa, a tiro de piedra del sitio en el que estábamos, no había movimiento.

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Durante las primeras temporadas de playa fueron tomando forma ciertos hábitos, uno de ellos el cambio del calzado: las alpargatas eran de uso obligatorio. Lo cual no venía mal y era sobre todo económico, aparte de que en mi caso siempre he tenido problemas de pies, porque los tengo muy anchos, porque los tengo planos, porque tengo un modo peculiar de caminar que hace que entren por el hueco frontal de la alpargata todas las posibles piedritas que pueda haber en el camino. O sea que después de un rato de caminar de aquí para allá tenía que quitármelas para sacudir las piedritas. Lo cierto es que, si bien como todos los hermanos usaba mis alpargatas, mi autonomía de vuelo era muy reducida. Así que siempre me quedaba un poco atrás de los demás para sacudir las piedritas.

Por otro lado, como la tela de las alpargatas, y sobre todo la de esa época, se estira, al cabo de algún tiempo, para que no se nos salieran, había que ponerles unos guarales adicionales que cruzaban por encima del pie uniendo los tirantes laterales, de lo cual se encargaba mamá inmediatamente después de comprarlas.

Las alpargatas a su vez causaban algunos problemas, uno de ellos, que la suela al mojarse manchaba la planta del pie. Pero el verdadero problema es que no ofrecían suficiente protección contra las niguas, unos insectos parásitos –como si fueran pulgas– que se alojan en los pies, pican y molestan, venidos de la tierra, a donde llegan llevados por los cerdos y seguramente por otros vectores que no alcanzo a precisar. Andábamos en alpargatas por la parte de atrás de la casa, o de las casas cercanas, de las vacacionales a la orilla de la playa o de tierra adentro en el Playón, y en todo ese extenso territorio podía perfectamente haber pasado algún cerdo realengo[1], así que no tardaban en aparecer en los pies una serie de puntitos negros que picaban, cada uno una nigua con sus huevos, las cuales mamá debía extraer con un alfiler. Y tengo el recuerdo de haber sido sometido a esa operación de limpieza algunas veces, la cual por cierto no era sino levemente molesta, pero eso sí, un trabajo más para la madre de familia.

La típica alpargata venezolana

En esta ampliación de una foto que ya mostré, nosotros cuatro menos Pedro Pablo quien tomó la foto, caminando en El Playón acompañados de los hermanos Lairet (Andrés y Julio) pueden verse mis alpargatas (estoy a la derecha) y las de mi hermano Edgardo (izquierda). Jesús Antonio y Carlota no las usaban; uno por privilegio de mayor, la otra por niña…

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Ese andar por detrás de las casas me dejó, desde la primera vez que lo hice de muy niño, una experiencia puramente sensorial que se repetía siempre que lo hacía de nuevo, y ya más grande me llevaba hacia atrás en el tiempo. Hoy en mi recuerdo se ha transformado en una especie de alegoría sobre el clima costero venezolano marcado por esas brisas permanentes que son los vientos alisios. Su persistencia en la memoria me llevó a escribir sobre ella, y lo hago ahora de nuevo porque me permite volver hacia uno de esos momentos que nos dispensa la Madre Naturaleza. Que, si como ya he dicho, me dejo llevar por mi modo de ver la vida, me transportan hacia algo superior, abren por sí solas una ventanita hacia la Fe que me resisto a perder totalmente.

Cuando uno se asoma al mar, es decir, lo ve de cerca, a nivel del suelo y avanzada la mañana –digamos a las once– en cualquier punto de la costa de nuestro país, nos envuelve, como un abrazo de afecto, una brisa suave y persistente que reconcilia con el mundo y con uno mismo. Así recuerdo haberlo vivido más de una vez, cuando desde un sitio protegido del sol directo pero abierto generosamente en todas direcciones, uno de esos balcones o terrazas que se resumen en el de la casa nuestra de Ocumare, me sentaba viendo la superficie del mar, limitada por el horizonte. Brisa paradisíaca en el sentido, no de un paraíso de figuras luminosas imaginado en el Renacimiento e interpretado por un romántico como son las del Dante-Doré que aquí he mostrado, sino como una muestra mucho más terrena de la bondad: el simple movimiento de las masas de aire en un cielo sereno y azul que nos lleva a desear que el tiempo se detenga. Para dejar pasar el aire por la piel y decir con Alberto Caeiro: [2] Toda la paz de la Naturaleza a solas / viene a sentarse a mi lado. Se hacía –se hace– posible entonces saborear la vida en el instante que todos buscamos instintivamente. El que buscaba mi padre cuando rodaba su silla de extensión hacia el borde de la arena y mamá se sentaba a su lado.  En la sombra.

Pero siguiendo el ritmo de cualquier día, impulsado por la curiosidad o el hastío infantil, si me alejaba del mirador marino e iba hacia la parte de atrás de la casa convirtiendo al terreno en barrera que detenía la brisa, la impresión cambiaba radicalmente. No sólo la hermosura del amplio horizonte desaparece transformada en reclusión mucho menos atractiva, sino que se instala un repentino silencio al desaparecer el rumor de las olas y el golpe del viento en la cara. Se abalanza sobre uno el calor real no atenuado por el paso del aire, se imponen las condiciones que se le atribuyen al clima de nuestras latitudes. Surgía entonces con este simple traslado de aquí para allá, un mundo diferente, el de los torditos, pajaritos negros de nuestras playas, explorando el árbol de uva de playa o los almendrones, el correr de los cotejos y el ruido de los pasos sobre las hojas caídas, los cangrejos –a veces los azules– que querían salir sigilosos de sus madrigueras: era el ambiente de tierra adentro que se iniciaba, o que terminaba, según la dirección de nuestro movimiento. Ya no estábamos en el mar, allí empezaba nuestra tierra.

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Probar puntería parece tener siempre un atractivo especial en niños y adultos. Yo cedí a ese atractivo de modo especialmente fuerte. He contado cuanto me atraía el rifle de aire de mi amigo Franco Russo y cómo me ejercitaba buscando matar pajaritos, un objetivo nada recomendable pero que estaba vivo en mis deseos y reconozco con rubor. Sin que haya mencionado que un rifle de aire que había donde mi tío Oscar en Valencia ya había estado en mis manos y me había quedado el deseo de tener uno, deseo que sólo se cumplió cuando adulto. Todavía está el rifle por allí en un closet de mi casa. Pero quedó a mi alcance un instrumento para probar puntería que habría de ocupar toda mi atención durante un buen tiempo convirtiéndose en una fiebre: la china, o dicho en español más universal la honda –tirachinas en España–construida con una horqueta, una vieja tripa de rueda de bicicleta cortada en tiras y un pedazo de cuero sacado de alguna cartera de mujer en desuso.

China parecida a la venezolana.Demasiado bien hecha y los tirantes de una goma especial. (Internet)

La horqueta debía ser de un árbol de madera dura y era siempre difícil encontrar una apropiada. Las mejores eran de palo de guayaba, pero los arbolitos de guayaba no estaban tan a la mano, así que la mía era de una madera cualquiera, no recuerdo cual, y le instalé las gomas y el cuerito para la piedra imitando otras chinas hasta lograr un resultado aceptable. Y comencé a probar puntería en la parte de atrás de la casa con los cotejos[3] que merodeaban. Hasta lograr darle a uno que ha quedado para mí como la única víctima de mi china, si no tomo en cuenta que sólo lo aturdí y se recuperó. Pero así y todo me preparé en esa misma vacación para ir de caza. Que consistió en una sola salida junto con un amigo lugareño cuyo nombre ya no tengo, quien con su china se presentó en nuestra casa una mañana y salimos juntos camino del cerro de La Punta, como ya he dicho, el límite oeste de la bahía, al cual comenzamos a subir tomando el camino que llevaba hacia Maya, la bahía que sigue a la de Ocumare, a ver si veíamos alguna palomita que sabíamos propias de esa zona. Anduvimos por esas laderas rocosas y muy secas, tan secas que parecía el peor escenario para encontrarnos con una paloma, durante un par de horas con ningún resultado, hasta que por fin ante la evidencia del fracaso emprendimos el regreso un poco derrotados.

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Pero no todo estaba perdido. En el tope de una pared que limitaba el patio de una de las casas construidas al pie del cerro estaban tranquilamente un par de palomas. Eran palomas caseras evidentemente, pero para estos dos cazadores frustrados se ofrecían como un objetivo inesperado de la excursión de caza. Mi amigo tenía puntería y la ejercitó inmediatamente derribando la primera y un poco después la segunda… ¡éxito total! Las dos palomas, muertas ya, quedaron en nuestra propiedad sin problemas…hasta que se sintieron los gritos escandalizados de una señora que desde el patio de la casa lanzaba toda clase de calificativos dudosos contra este par de salvajes que acababan de matar dos de sus palomas.

Salimos corriendo cerro abajo cada uno con una paloma en la mano. las cuales para completar el cuadro bárbaro me parece que eran blancas. Pero a nosotros, impertérritos, nos interesaban sólo los trofeos de caza. Así se los presentamos al llegar a la casa a Gregorita Balcázar la cocinera, pidiéndole que las cocinara. Sospechó algo al principio, pero acabó por aceptar que eran palomas semi-silvestres (que tal vez lo eran, por cierto). Y las cocinó con salsa y todo, porque Gregorita era una gran cocinera. Mamá sólo se enteró cuando estaban en los platos. Mi amigo y yo almorzamos un buen guiso de paloma.

Y digo para terminar que espero ser perdonado por quienes lean de nuestra travesura en nombre de la muy significativa manera de ver la vida que tenían un par de niños que lo que más les importaba es hacer el papel de cazadores. Y acercarse, aunque fuese por una vía un tanto dudosa, a la imagen adulta, puede ser una de las cosas más importantes para cualquier niño. Yo mismo hace mucho tiempo que me perdoné. Y tal vez volvería a ser cómplice de un asesinato de palomas.

[1]Realengo se le dice en Venezuela, si es persona, a quien vaga sin pertenecer a un lugar u obedecer a la ley, y si es animal, sin tener dueño.

[2]En su libro El Guardador de Rebaños (1925) que Fernando Pessoa presentó como escrito por su heterónimo Alberto Caeiro.

[3]Lagartija común