ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Si Arévalo González no hubiese escrito sus Memorias, en lugar de estar en un relativo olvido habría casi desaparecido de la constelación de figuras públicas significativas de nuestro pasado inmediato. Esos textos tienen la virtud de permitir el conocimiento de algunas de las principales ideas que motivaron al autor y ayudan a identificar los obstáculos y los estímulos que encontró para el ejercicio de su papel –auto-otorgado como ya hemos dicho– de vigilante de la moral pública. Y a partir de allí se despliega la amplitud de su personalidad y el sentido de su vida. Permiten además conocer mejor el contexto en el cual se movió y, sobre todo en la parte inicial, abre una ventana sobre las costumbres de su tiempo que ha llevado a algunos a llamarlas costumbristas. En realidad, esas Memorias, si dejamos de lado su condición inconclusa e imperfecta, superan al costumbrismo porque parten del deseo de mostrar con una sinceridad casi de confesión personal su desempeño en relación al contexto en el que vivió, dejando fuera la actitud de observación propia del costumbrista– y mas bien asumiendo la de quien conversa en amistad acerca de las cosas de su país, útiles como fuente de reflexión para nosotros hoy.

Me han interesado especialmente las páginas más espontáneas, las que hablan de su vida y el inicio de sus relaciones con el contradictorio mundo de una sociedad que busca el camino[1]: las que se ocupan de los comienzos de su vida activa cuando ya terminado su entrenamiento de telegrafista trabajó en distintos lugares de Venezuela. En parte muestran cómo evolucionó su persona pública desde su adolescencia, porque no es difícil imaginarse a este joven bien parecido, de modales educados y responsable del servicio telegráfico, tal vez la única actividad con cierto dinamismo –tecnología de punta en ese tiempo– que movía un poco a los soñolientos y modestísimos pueblos de una Venezuela rural siempre un poco golpeada por el abandono, en la cual el paludismo acechaba y las familias más pudientes se empeñaban en darse a sí mismas una mínima dignidad que no estaba exenta de un modesto aire de mundo. Ya había sido reconstruida la red que comunicaba a toda Venezuela, muy maltrecha debido a la destrucción a causa de la Guerra Federal y el telégrafo era el único medio de comunicación que conectaba a todo el territorio venezolano, lo cual le confería al servicio una importancia especial, que de algún modo se trasmitía al personal que lo mantenía activo. Ser telegrafista confería una particular distinción moderna, actualizada. Eso, y las conexiones personales que como masón se le ofrecían le daban al Arévalo joven un rango que le permitía sentirse a gusto en sus distintos destinos. Ya mencioné cuales fueron esas ciudades interioranas donde inició su vida independiente: Zaraza, Aragua de Barcelona, Barcelona, Cumaná. Todas ellas de apenas unas cuantas calles que daban estructura a un tejido básico de casas, casonas, la iglesia…y la Plaza Bolívar claro, centros de intercambio para los productos de una actividad rural –agricultura, ganadería, y pesca en el caso de Cumaná– que era sin duda la más importante rama económica de la Venezuela de esos años. Y como él mismo confiesa, su estrategia de forastero era vincularse con lo más granado de las familias de cada lugar, buscando ser invitado a los frecuentes agasajos para superar la modorra provinciana y conocer así lindas muchachas que le alegraban la vida de recién llegado. Este joven soltero bien podía ser candidato –pensarían los patriarcas del lugar– para que la hija en edad casadera conociera a alguien venido de lugares más prestigiosos.

Una modesta y acogedora casa republicana de Aragua de Barcelona, imagen de Internet. Al fondo, antes de la calle, la sala, lugar de las eventuales fiestas.

Una modesta y acogedora casa republicana de Aragua de Barcelona, imagen de Internet. Al fondo, antes de la calle, la sala, lugar de las eventuales fiestas.

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Y en su recuento de algunas de las cosas que vivió, es agradable leer como se refiere a dos de sus habilidades de soltero: capacidad de improvisación poética que si no deja de ser cursi como correspondía a los usos de entonces, revela talento y chispa en el uso del lenguaje, y en otro plano más terrenal un particular gusto por el baile que rememora con gracia. Recuerda por ejemplo con toda precisión el vals que bailó con la pareja que le habían asignado en una fiesta en Aragua de Barcelona, hilando su recuerdo con un comentario mezcla de humor y savoir vivre: …Mi primera pareja estaba distante de la belleza, o la belleza distante de ella. Era casi fea; pero cuando, habiéndole ofrecido el brazo, ella lo tomó y se puso en pie, parecióme que se había transfigurado: tenía entonces la majestad de una reina. Luego, desde los primeros compases del vals austríaco Dolores, me imaginaba estar bailando sobre nubes con un hada, con una diosaY bailando con aquella Terpsícore[2]aragüeña diríase que se me había aumentado la destreza…En cierta ocasión me hablaba en Cumaná el General José Victorio Guevara de la asombrosa elocuencia de Fermín Toro y me dijo “Era feo, muy feo; pero en la tribuna se hermoseaba, era bello, muy bello”.

Ese recuerdo de su pareja de baile, del nombre del vals y su posible procedencia https://www.youtube.com/watch?v=sVs782GAEeM, simple anécdota de tiempos de primera juventud, le doy importancia porque despertó en mí varias reflexiones.

Me remonto hasta esa noche de fines del siglo diecinueve en un modesto pueblo de un modestísimo país, donde en la sala de una casa republicana de dos –acaso tres– ventanas (en cada una de ellas, en la acera, la correspondiente barra de curiosos observando la fiesta y esperando el obsequio de cortesía), bailaba este joven venido de Caracas con su poco agraciada pero danzarina pareja, al compás de la música de un gramófono comprado durante la última visita a la capital.  Escena pueblerina que contrasta radicalmente con el escenario que uno también podría imaginarse: el gran salón de algún palacete parisino o vienés donde parejas engalanadas del mundo de la opulencia europea ataviados con la más reciente moda, bailan al compás del mismo vals tocado no con gramófono sino por una atildada orquesta. Y luego del turno de Dolores podía sumarse tal vez el Vals de los Patinadores[3], también de Émile Waldteufel (francés, no austríaco como creía Arévalo, pieza evocadora de los goces invernales) muy popular en todo el mundo y que a mi madre la trasladaba a sus tiempos de soltera. Del otro lado del océano el dorado ambiente, escenario preferido de Guzmán Blanco y sus asalariados principales, sus títeres alebrestados como Andueza Palacio, el rey en ese momento. Aquí, como rudo contraste, una economía primitiva, una sociedad en permanente confusión que como ocurre en cualquier situación de escasez y limitaciones busca la expansión de la celebración social imitando lo que viene de los centros de cultura, sociedad asediada por la ignorancia, la corrupción y la violencia que preparaba el camino hacia las dos dictaduras que sumaron 35 años de abuso del poder, corrupción selectiva, y educación sólo para los privilegiados, además de la represión inhumana apoyada en la tortura física y psicológica de la cual el Arévalo adulto, dispuesto a todo para contribuir a un futuro digno para su país, sería desgraciada víctima.

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Tener el deseo y la voluntad de relatar la propia vida no podía ser un ejercicio fácil para el Arévalo de la vejez. Imaginémoslo escribiendo en la humilde casa de Monte Piedad, suburbio modesto de la Caracas de esos años. Desde ese perdido lugar del trópico, en el pueblo subido de tono que era Caracas, junto a los desbarrancaderos de Monte Piedad –al decir de Chío Zubillaga– en un lugar llamado Caño Amarillo, la voz escrita de una persona agobiada y golpeada por el infortunio, iba a decir muchas cosas. Y tal vez esa esperanza de comunicación que trasciende, fue el origen de la tenacidad de este escritor. Sentado en una vieja chaise longue –siempre siguiendo a Zubillaga– recién salido de su última cárcel, con los tobillos aún lacerados por los humillantes grillos, con la salud tocada a causa del padecimiento de la inmovilidad y las condiciones de vida en calabozos que dañan la voluntad y el juicio, en la soledad de su viudez y sus 67 años de edad que debían llevarlo a presentir el fin, escribía diariamente, sin fallar. Resignado tal vez –como podríamos estar hoy– a no ver el cese de la tragedia de su país. Y mientras piensa lo que va escribiendo, privilegio del escritor, cobran vida los momentos de alegría de vivir y de promesa. Porque no es del todo cierto que cuando se tienen muchos años hay una memoria cercana que se evapora y una lejana que se revive sin esfuerzo. Si no se ha perdido lucidez, lo que está cerca, lo del día de ayer, de hace unos minutos, todavía no tiene rostro: aún no ha dejado huella, merece el olvido. Mientras lo lejano brilla y permanece preciso porque dejó una señal en el alma. Y en Arévalo González como en toda persona que mira hacia atrás para buscar el tiempo perdido, buena parte de los episodios que narra de la etapa temprana de su adultez dan la impresión de haber dejado en él huellas que moldearon su carácter. Como cuando describe la rectitud de su padre, cuando habla de su decisión de partir, alejarse, para no herir más a su enamorada, o cuando usa su habilidad social de caballero para ofrecerle oportunamente el brazo para entrar al comedor durante una cena festiva a Elisa quien sería su esposa.  Y es digno entonces de admiración que haya querido comunicarse usando la escritura con los que vendrían después, ya en un país distinto –no por cierto el de hoy–menos cruel con sus hijos. La escritura como única arma (…me llamaban lírico porque he pretendido hacer con la pluma, …lo que otros han intentado llevar a cabo con la espada para sólo caer en charcas de sangre.[4]..) con la cual remontaba el tiempo para asomarse a sus juveniles andanzas, preámbulo vital que antecede a la maraña de intereses encontrados que impulsaron su drama personal.[5]

Foto aérea tomada por mí en 1981 donde se aprecia en primer plano, abajo, Monte Piedad, luego más arriba el Museo Histórico-Militar, antigua Escuela Militar inaugurada a comienzos del siglo veinte y más arriba los bloques de Vivienda del 23 de Enero construidos en 1955. La modesta casa de Arévalo puede haber estado en la calle principal que se ve abajo.

Foto aérea tomada por mí en 1981 donde se aprecia en primer plano, abajo, Monte Piedad, luego más arriba el Museo Histórico-Militar, antigua Escuela Militar inaugurada a comienzos del siglo veinte y más arriba los bloques de Vivienda del 23 de Enero construidos en 1955. La modesta casa de Arévalo puede haber estado en la calle principal que se ve abajo.

 

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Hablé al principio de estas líneas del carácter de modelo que para los jóvenes venezolanos de hoy podría tener el legado de Rafael Arévalo González.

Pienso en primer lugar que el modo de ver la vida de Arévalo se resume en unas pocas cosas características de quien está consciente de sus circunstancias y anhela ayudar a transformarlas. No quiere ser un simple espectador. Y si hablamos de lugar, actuó siempre –se deduce de su escritura– motivado por sus firmes vínculos con la tierra en que nació. Fue naturalmente venezolano, tal como si no hubiera habido nunca para él ninguna otra opción: era de aquí sin discusión alguna y aquí se resolvió su vida sin que hubiera pensado arrancar sus raíces de este lugar del mundo.  En su juventud vivió sitios, conoció gentes, anduvo por caminos, estableció afectos que consolidaron su arraigo. Eran tiempos en los cuales las distancias se multiplicaban por la incomunicación física, pero por sobre los obstáculos estaba presente en muchas voluntades el proyecto de darle forma a una nación. Lo que está viviendo Venezuela hoy es una prueba irrefutable de que ese proyecto está todavía vigente y con más fuerza que nunca. Los más jóvenes que quieran superar la masificación informe de quienes se dan por satisfechos con su rutina, hoy sazonada con la apariencia de actualidad de las llamadas redes sociales, harían bien en entender el mensaje de aliento que les da la vida de este hombre sacrificado.

Por otra parte, todo lo que definía la dinámica social en la cual actuaba, estaba firmemente en su conciencia. Ya su participación en el activismo político posterior a la Delpiniada (que no era otra cosa que denunciar el abuso y al aprovechamiento del poder para favorecer intereses personales), indicaba que no era ajeno a lo que ocurría a su alrededor.  Es entonces cuando comienza a tomar forma su disposición a ser actor del proceso de consolidación de los valores republicanos, proceso inspirado en una ética social y política que hizo suya y mantuvo viva a lo largo de su vida mediante la reflexión y el estudio, asumiendo a la vez el compromiso de promoverla y defenderla como participante activo en el debate público.  Para que ese compromiso fuese como fue, asunto de toda su existencia, fuerte y persistente como para llevarlo al sacrificio de su bienestar y el de sus cercanos, tenía que haberse anidado en lo más profundo de su persona por mecanismos íntimos, algunos de los cuales he sugerido en las líneas anteriores. Mecanismos que lo llevaron a situaciones límite y procederes que son precisamente los que lo convierten en inspiración y ejemplo, no necesariamente para repetir lo que vivió sino para entender el valor de su herencia moral. Los jóvenes venezolanos de hoy pueden entonces preguntarse si la gesta[6]de Arévalo González, que puede llamarse heroica, no es más bien un ejemplo trascendente que aspira a la universalidad porque se asocia a valores que enriquecen el alma de todo hombre esté donde esté. Rebasa los límites de un pequeño país que parecía no encontrar el rumbo, asolado como hoy por la incuria, el abuso y la falsedad. No sólo es parte de nuestra historia local sino de la humana, la de todos. Y nos recuerda que construir pide superar la indiferencia, es una llamada personal a ser suma.

Alegoría de la Delpiniada , cuadro de Pedro León Zapata. A la derecha arriba Guzmán Blanco. En su trono de homenaje el poeta Delpino y Lamas.

Alegoría de la Delpiniada , cuadro de Pedro León Zapata. A la derecha arriba Guzmán Blanco. En su trono de homenaje el poeta Delpino y Lamas.

[1]Buscando el Camino es el título de un hermoso y sugerente libro de juventud de Mariano Picón Salas, publicado en 1920.

[2]Musa de la danza.

[3]https://es.wikipedia.org/wiki/Los_patinadores

[4]Pág. 268 de las Memorias.

[5]Invito de nuevo, tal como lo hice en la cuarta entrada de esta serie de comentarios sobre Arévalo González, a leer las memorias en la versión más reciente publicada por la Fundación Ricardo Zuloaga: http://revistasic.gumilla.org/wp-content/uploads/2015/06/Memorias-R.-Arévalo-G.pdf.

[6]Según el diccionario: Hecho o conjunto de hechos dignos de ser recordados, especialmente los que destacan por su heroicidad o trascendencia.