Oscar Tenreiro / 23 Octubre 07
La Autonomía Universitaria está amenazada. Vale la pena discurrir un poco sobre lo que eso significa para nuestra disciplina de Arquitectos. Para la ciudad, como consecuencia.
Todos sabemos que lo que persigue este ataque a la Autonomía a través de la reforma Constitucional es imponer en las Universidades la sujeción política. A los ideólogos del régimen no les gusta que se hable de pensamiento único, pero eso es precisamente lo que quieren hacer valer. Cuando Earle Herrera por ejemplo, pronunciaba su discurso de reivindicación de la Universidad en la Asamblea Nacional, cargado de medias verdades manipuladas por el resentimiento, estaba abogando por una visión de la docencia dirigida hacia la aceptación del discurso del régimen como guía ética, como Norte, como escenario necesario para todo ejercicio docente.
Para nosotros los arquitectos se trataría de aceptar que la ciudad se construye desde la exclusión, desde un Estado que no busca la participación de todos, que divide, que olvida la complejidad de lo cívico. De orientar nuestros esfuerzos docentes hacia el reconocimiento de un sesgo ideológico que es sobre todo culto a un Caudillo.
Algunos arquitectos amigos del régimen sostienen por ejemplo que debe proponerse una arquitectura fácilmente construible que evite lo que ellos consideran exceso de refinamiento. Una postura así desemboca en la imposición de una rutina, de un modo, en cierta manera de un “estilo” tal como ocurrió en los países de Europa del Este y particularmente en Alemania, donde prosperó una especie de “moderno racionalista” que terminó llenando el paisaje urbano de tristes edificaciones que ahora desesperadamente se intentan humanizar. El Teatro de Ópera de Leipzig, mamotreto gris y monumental o el Palast der Republik de Berlín que ahora se demolerá luego de haberse demolido para construirlo los restos del Palacio de los Hohenzollern, son caras de una arquitectura desprovista de ángel: oficial, conforme con el régimen, rutinaria, construible. Porque para el funcionario de un régimen autoritario lo construible es lo habitual, lo fácil, lo expeditivo.
Y los arquitectos sabemos que lo fácil no es siempre lo mejor. Lo facil es simple rutina. La arquitectura buena hace parecer simple lo difícil. Si eso no se entiende concluiríamos en que lo que debemos hacer en las aulas, para adecuarnos a la escena “revolucionaria” es alentar lo rutinario, ir con toda conciencia hacia la mediocridad. Impulsar en la industria de la construcción los niveles de modernización que un país como Venezuela exige, pasa por la puesta en práctica de modos de hacer las cosas que por estar fuera de sus hábitos, implican un grado mayor de dificultad
Esta prédica conformlsta es la misma, con otro disfraz, de algunos en los años sesenta, que clamaban por “el arquitecto que Venezuela necesita”. O promovían la arquitectura de “sistemas de edificaciones” defendida ardorosamente durante los tiempos de la llamada “renovación universitaria“; que se resumía en promover una industrialización de circuito cerrado, la prefabricación, que supuestamente traería consigo una nueva estética. Esa estética nunca floreció en el sentido que se creía. Si hablamos de nuevo de Alemania, el territorio oriental se llenó de edificios repetitivos prefabricados sin atractivo alguno, que hoy son objeto de programas masivos y costosos de “maquillaje” para darles una apariencia más humana.
Ese es el camino inexorable para todo esfuerzo de simplificar abusivamente lo que es complejo, de ideologizar una disciplina. La buena arquitectura es optimización, ciertamente, pero atendiendo a un tipo de exigencias que no son rutinarias, que aspiran a hacer del edificio un enriquecimiento cultural o por lo menos una modesta contribución a él.
Un simple debate en estos términos, que implicaría libertad de cátedra y especialmente la creación de condiciones para que la Universidad contribuya a una ampliación del conocimiento, estaría claramente comprometido en un ambiente académico marcado por la sujeción política.
Lo más curioso de todo esto y a la vez lo dramático, es que muchos de los que hoy desean la ruptura con la Autonomía, la defendieron arduamente cuando se oponían al sistema, dentro de la Universidad. Era buena para la disensión practicada desde su punto de vista, mala para quienes ellos consideran disidentes.
Fueron unos universitarios abiertos al cruce de ideas, lo practicaron con entusiasmo y ahora pretenden cercenarlo. Esa es la razón de fondo por la cual, lo he dicho varias veces, Norberto Bobbio hablaba del marxismo como una utopía reaccionaria. Es reaccionaria en el mismo sentido del fascismo: fabrica sus propuestas para oponerse a los que amenazan su concepción del Poder.
Resumamos. Todas estas cosas tienen que discutirse en un ambiente universitario libre de interferencias desde el Poder. Si nos quejamos de la quietud de nuestros Decanos, si no nos parecen bien nuestros Rectores de las Universidades Autónomas, no por eso pensamos que la solución es elegirlos poniendo a votar con el mismo peso a todo el mundo; empleados, obreros, estudiantes estables o inestables, como que si por el hecho de estar en un edificio universitario tuviesen garantizado el conocimiento para contribuir a definir una política académica. Eso puede ser bueno para crear grupos de choque, supervisores y activistas al estilo fascista, pero no para mejorar el nivel de la enseñanza.
No puede negarse que hay que buscar con tenacidad que nuestras Universidades autónomas sean dirigidas por los mejores. Pero los mejores no son, como se cree ahora desde el régimen, los que se adaptan a las exigencias ideológicas de esta inmensa mediocridad que se empeñan en llamar ¨revolución”. Los mejores son los que promueven las mejores condiciones para la docencia y la investigación. Y entre ellas no está la sujeción política.
Y finalizo pidiéndole a Earle Herrera que rumie su resentimiento sin impulsar la destrucción de la casa en donde ganó el prestigio que alguna vez tuvo.