ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro / 24 Enero 2008

Es cierto que el ambiente urbano, lo decíamos la semana pasada, influye en el ciudadano de una manera tal que crea diferencias entre los individuos, diferencias que pueden separar, excluir, ser factor de desasosiego y tensión. La educación del hombre urbano, y como consecuencia de ella el mejoramiento de la calidad de su vida de familia, tiene que tener como objetivo la reducción de esas diferencias mediante una elevación de su sensibilidad a las carencias de la ciudad, cuya consecuencia es un reto al Estado, un reto a las Instituciones.

No estoy hablando sólo de que en la ciudad, en el barrio, o en la vivienda haya o no haya agua, o teléfono, o incluso luz eléctrica, es decir, de satisfacción de necesidades. Hablo de todas las otras cosas que “hacen” de la ciudad “polis, civitas”, que la convierten en la más alta creación cultural del hombre.

Y a ese respecto vale la pena mencionar las diferencias entre un europeo, ciudadano de cualquiera de las ciudades que han llenado capítulos de la historia cultural de la humanidad, y un norteamericano habitante de alguna de esas grandes ciudades nacidas de la expansión industrial de Estados Unidos, en la que todos los servicios básicos están satisfechos pero que nada significan a los efectos de esos valores que acabamos de mencionar. Ciudades como Basilea, por ejemplo, prodigio de equilibrio, o Detroit, prodigio de irracionalidad y dispersión. O escojamos una ciudad pequeña, Pontevedra de Galicia y Lexington, en Kentucky. ¡Cuanta diferencia de actitudes del ciudadano ante el resto de los cohabitantes de su espacio urbano¡ El uno practicante de la convivencia en la plaza, el parque, en los numerosos espacios que la vieja ciudad y sus sucesivas expansiones ofrece, cargados de historia, mientras va a su trabajo muchas veces a pie, o disfruta del ocio de la convivencia civilizada de los espacios públicos que son de todos. El otro, acostumbrado a ver el paisaje urbano desde su automóvil, transitando por una autopista aún viviendo en una minúscula ciudad, que convive con los otros en un Centro Comercial, es decir, en la práctica del consumo. Dos culturas de la ciudad contrapuestas. Dos tipos de hombre diferentes. Dos dinámicas de la vida familiar. Y la del país del Norte mucho ha contribuido a dispersar las relaciones entre padres e hijos, entre hermanos, entre miembros de la familia extendida, para sustituirlas por una relación ensimismada en los términos de la pareja, pareja que por cierto se considera tan esencial, tan única, tan justificable sólo por ella misma, que ya no importa si en el seno de ella se reviva o no el misterio de la vida. Y surgen entonces, como una necesidad, parejas del mismo sexo.

En Venezuela es particularmente necesario que hablemos de esos valores de la ciudad. Es necesario superar el discurso periodístico sobre urgencias para que entendamos que las exigencias deben ir mucho más allá, dirigidas a desarrollar en todos nosotros una comprensión más madura, más amplia de lo que puede esperarse de una ciudad moderna. No se trata de olvidarse de los ingentes problemas diarios, sino que nos demos cuenta que los objetivos finales implican un nivel superior al del mezquino populismo.

No hemos entendido que estamos en realidad fundando nuestra cultura urbana. Que a pesar de que se ha asimilado en gran parte a la imitación del Norte, está diferenciada de ella por la fuerte convivencia que mantenemos aquí con lo popular, convivencia que tal vez nos ofrece la posibilidad de conferirle a nuestras ciudades su propia personalidad. En efecto, en Latinoamérica, la persistencia de los patrones de conducta populares, que no han podido ser doblegados por la ciudad porque ésta es débil, desestructurada y balbuceante, especialmente en países como el nuestro, parece ser la fuerza más importante en la cual apoyarse para intentar eso que he llamado nuevos modos de convivencia. Esto, unido a un esfuerzo consistente para impedir que desaparezca la ciudad tradicional decimonónica, puede constituirse en la clave para buscar el equilibrio. Un equilibrio del cual sin duda tendrá que formar parte la ciudad “moderna”, imitativa y hasta cierto punto superpuesta, pero también parte de nuestro proceso. Se trata en suma de modificar tendencias. Y de hacer un esfuerzo sistemático y sostenido para ir recuperando para cada quien condiciones urbanas estimuladoras del desarrollo personal. Que como ya dijimos, se realiza, si es realmente desarrollo, en la convivencia familiar.

Es una labor lenta y difícil. En lugar de ser la ciudad civilizada, ordenada, relativamente armoniosa, la que va progresivamente “civilizando” a la ciudad desasistida y golpeada por el abandono, a la ciudad histórica deteriorada o a la ciudad marginal, lo que esta ocurriendo es que lo marginal, el deterioro, los standards disminuidos, el abandono, las sedes institucionales sin calidad alguna, van erosionando a la ciudad civilizada.
Ese es el sedimento que ha dejado en nuestros países la ilusión del populismo, la creencia de que la democratización es una especie de repartición pareja de oportunidades que debían venir de un Estado filantrópico, imbuido de una idea distributiva elemental. Ilusión que fue una respuesta política a otra ilusión, la del socialismo marxista, hoy enarbolado por el Poder caudillista, concebido como un férreo control capaz de garantizar un equilibrio teórico y una producción de riqueza disfrutada por las grandes mayorías. Ambos populismos, agobiados por la idea de cantidad, han golpeado la calidad de nuestra educación en nombre de la universalidad de la enseñanza cueste lo que cueste, son el apoyo para políticas de vivienda que construyeron y construyen por todo el país viviendas incapaces de formar ciudad, que hizo y hace de los hospitales cascarones vacíos: un modo de ver la acción pública que es el mayor obstáculo para la formación de nuestra cultura urbana. Y uno de los campos donde esa lucha contra el populismo deberá resolverse triunfadora si queremos revertir esas tendencias nefastas, es en la ciudad, en el modo de vernos como ciudadanos.

Es nuestra labor favorecer el encuentro entre lo precario y lo establecido en un espacio público común.

Es nuestra labor favorecer el encuentro entre lo precario y lo establecido en un espacio público común.