Oscar Tenreiro / 21 Febrero 2008
He mencionado varias veces en este espacio a Eugène Claudius Petit (1907-1989). Debo hablar más de él. Decir en primer lugar que Claudius, nombre que adoptó en la clandestinidad de la resistencia anti-nazi, fue ante todo un político. De origen modesto, obrero, se hizo ebanista formando parte de una de las asociaciones de aprendizaje (los “compagnons”) que existen en Francia desde la Edad Media y todavía hoy disfrutan de un prestigio legendario. Como “compagnon” hizo la “vuelta a Francia”, un recorrido por distintas localidades del país como aprendiz de maestros obreros establecidos. Luchó tempranamente en las organizaciones obreras en la atmósfera política de una Francia convulsionada.
Su participación en la Resistencia le valió la Cruz de Guerra y la Legión de Honor y desarrolló en él la pasión por la política, que le permitió formar parte como Diputado de la Asamblea Constituyente elegida luego de la Liberación, como miembro de la UDSR, de centro-izquierda, que fue parte de las sucesivas coaliciones que marcaron la vida política de su país en la inmediata posguerra. A raíz de la formación de una de ellas fue nombrado Ministro de la Reconstrucción en Noviembre de 1948.
Luego de la Liberación se le hizo miembro de una comisión técnica que debía entre otras cosas viajar a los Estados Unidos en búsqueda de soportes técnicos para el proceso de la reconstrucción del país. Se embarcó pues, en 1945, en el “Liberty Ship Vernon S. Hood” y allí conoció a Le Corbusier, que formaba parte de esa delegación. Fue un encuentro que, se lo oímos decir personalmente, marcó su vida. Durante ese viaje Le Corbusier habría de completar los estudios del “Modulor” (un sistema de normalización dimensional basado en las dimensiones humanas), y es de suponer que al conocerse los dos personajes, hablaron sobre el rico universo de convicciones y motivaciones que el arquitecto de 58 años se sentiría impelido a comunicarle al joven político veinte años menor. Claudius se hizo en ese viaje, podría decirse, discípulo de uno de los arquitectos más influyentes del siglo veinte y así vivió el resto de su vida, dedicado a servir de instrumento para la realización de las ideas de la arquitectura nueva.
La ocasión habría de presentarse más de tres años después con la incorporación de Claudius al Gabinete francés donde estaría hasta 1953 sobreviviendo a cinco coaliciones parlamentarias. Ya Raoul Dautry , comunista, quien lo había antecedido unos años antes en el cargo, había encomendado a Le Corbusier el proyecto de la Unidad de Marsella, que habría de convertirse en uno de los monumentos arquitectónicos del siglo y cuya construcción se encontraba detenida para el momento de Claudius asumir el cargo como resultado de problemas jurídicos y financieros, muchos de ellos producto de la mezquindad política; pero él logró terminarlo, y se abrió al público en 1952.
Nada más por su papel instrumental en este caso específico, Claudius Petit merecería un reconocimiento especial, sin contar sus esfuerzos para abrirle paso a las ideas de una arquitectura y un urbanismo nuevos que se expresaron en el terreno legislativo en 1950 con el Plan Nacional de Organización Territorial, y en muy diversas disposiciones legales relativas al financiamiento de la vivienda y al equipamiento industrial.
En ese mismo año 1953 es elegido alcalde de la ciudad de Firminy, al sur de Francia, cerca de Lyon, cargo que ejercería por más de diez años y que le permitiría promover un ensanche de la ciudad que bautizó como Firminy “verde” para ser un ejemplo de urbanismo moderno en toda Francia. Como alcalde le encarga a Le Corbusier un Centro de Juventud, un sencillo complejo deportivo y la que sería su obra póstuma: la iglesia de Firminy, terminada sólo hace un año, por su ex-colaborador, José Oubrerie.
Pero la gran lección de este hombre, aquella por la que creo muy pertinente hablar de él entre nosotros, es que como político, desde la política, buscó convertir esa perspectiva que pudiéramos llamar ideológica en realización concreta. Por eso, cuando dijo la frase, para mí memorable, que incluyo de nuevo al final de esta nota, en el Auditorio de la Facultad de Arquitectura hace más de veinte años, en cierto modo justificó su vida. ¿Es que acaso el ejercicio de la política es sólo un filosofar moralista sin consecuencias concretas? No lo creo, se hace política para legislar o ayudar a legislar, para ayudar a construir una sociedad. Y en ese ayudar a construir, la ciudad es un emblema, un objetivo. El ejercicio de la política tiene consecuencias en la modificación del espacio físico en el que vivimos. Si no la tiene, es hojarasca, es ejercicio retórico, es, para nosotros los venezolanos “revolución bolivariana”, ni más ni menos. Esa tendría que ser la enseñanza más importante de este período de nuestra historia política en la que el hablar y proclamar una vocación de redención social, financiado con chorros de dólares, ha sustituido a la acción.
Esas recurrentes manifestaciones del populismo y la demagogia nos han hecho un terrible daño, ante el cual uno puede reivindicar el legado de un hombre de otra tradición, de otra cultura, como Claudius Petit.
Aquí dejó una semilla a pesar de que su visita fue parcialmente ignorada. Y la dejó en su país como lo prueban dos frases incluidas el el texto escrito por el joven arquitecto Michel Kagan, a propósito del homenaje que tuvo lugar el año pasado en París:
Sobre el principio que orientó sus luchas: “Las redes de servicios básicos dependen de la primacía del espacio, de la arquitectura y del urbanismo, en simbiosis con el paisaje y el territorio, y no a la inversa”.
Y sobre el sentido de su labor como político: “Para este Hombre de Estado, “ayudar a los que quieren construir y los que construyen” es ”servir en lugar de mandar”…el fue el amigo de la arquitectura y los arquitectos para servir al hombre común”.
Concluyo, una vez más, con la frase que quisiera convertir en lema de un nuevo modo nuestro de hacer política:
“Todo programa político se manifiesta en el dominio de lo construído”. Sin más.