Oscar Tenreiro / 12 de Junio 2008
Hace unas semanas murió Jorge Rigamonti, arquitecto, Premio Nacional de Arquitectura 2005-2006, luego de una lucha con la enfermedad en la que nunca perdió, pese al sufrimiento y a la dificultad, un espíritu positivo y de vínculo con la vida que sorprendía y estimulaba.
Jorge fue una persona de talento temprano. Destacó como estudiante de arquitectura por su rigor, por su celo y una tenacidad focalizada y en cierta medida excluyente que, si bien podía manifestarse en ansiedad, era en realidad una pasión por el conocimiento.
Jorge fue además un hombre profundamente venezolano en cuanto a su deseo por hacer realidad sus ideas aquí en este lugar del mundo. Como hijo de italianos pudo haber intentado evadirse hacia la tierra de sus ancestros confrontado, como nos hemos confrontado todos, con la mezquindad típica de un país donde, como dijo una vez el actual director del Museo de Arquitectura “los buenos arquitectos no construyen lo que deberían”.
Mientras aún estudiaba arquitectura, Jorge se interesó por las estructuras espaciales, que en esos años se estudiaban mucho. Con ocasión de un Congreso de Arquitectos que tuvo lugar en Londres en 1966, pudo presentarle sus ideas, materializadas en su Tesis de Grado, que presentó en el Congreso, a Buckminster Fuller, el gran americano del norte, creador de los domos geodésicos, un innovador extraordinario. Se reunieron suficiente tiempo como para convertir ese momento de la vida de Jorge en un recuerdo que afloraba en su conversación con asiduidad.
Pero ese conocimiento específico sobre las estructuras espaciales, le tomó años convertirlo en arquitectura construida. La ocasión llegó con motivo de los Juegos Deportivos Nacionales de Cojedes en el año 2003, cuando el Arq. Orlando Martínez le encargó el Estadio para Gimnasia Olìmpica, que Rigamonti resolvió utilizando una cúpula a base de elementos metálicos ensamblados, con la participación activa del Ing. Francisco Niubo Ribo y sus colaboradores habituales, entre ellos su esposa Helena Correa. La estructura se levantó muy rápidamente y, pese a las perversas interferencias que caracterizaron la experiencia de Cojedes, fue uno de los pocos edificios que llegó completo a la inauguración. Poco después, para los juegos de San Cristóbal, se le encargó la repetición del modelo estructural, con los ajustes del caso; y ya culminada su construcción exitosa se le concedió incluso un premio de parte del Ministerio de la Cultura.
Pero no es de los logros profesionales de Jorge de lo que quiero hablar sino más bien de la paradoja venezolana que propone relegar y confinar a un espacio restringido a quien destaca y exige, a quien busca la excelencia.
Puede haber muchas explicaciones sociológicas para esa actitud, que se ha manifestado en todos los aspectos de la vida venezolana, pero hay uno que me interesa sobre los demás: en una sociedad que sostiene con frecuencia y usa mal aquello de que “lo perfecto es enemigo de lo bueno”, enfrentarse a la exigencia, ser invitado a superar los hábitos establecidos, es incómodo y hasta insoportable. Hay entre nosotros una irresistible tendencia a evitar las complicaciones, a considerar lo ya hecho como un modelo que no debe modificarse. Ese defecto es universal, pero en un país donde hay tanto por hacer uno podría esperar que su pueblo fuese arriesgado, que sus instituciones busquen la innovación. Pero no es así, se prefiere la improvisación, que da la impresión de riesgo, de dinamismo, pero que ha sido la más terrible rutina de nuestra historia reciente. Es la rutina la que ha destruido nuestra evolución institucional. A la Cuarta la mató la rutina y a la Quinta la viene destruyendo, aunque su Jefe intente esporádicamente librarse de ella, sin saber que su visión “revolucionaria” es rutinaria, descansa en el pasado estático, represivo.
La Cuarta tenía sus arquitectos “rutinarios”; la Quinta también. Los que descansan en lo que sus interlocutores del establishment consideran “lo construible¨ ignorando que lo construible hoy puede ser un obstáculo para lo construible de mañana. La buena arquitectura es una continua exigencia hacia la superación de los hábitos. Hacer una arquitectura que aspira a convertirse en patrimonio cultural es una invitación a dejar atrás la rutina, a arriesgarse, a llamar a todas las voluntades para aproximarse a un nuevo nivel de superación.
Jorge Rigamonti no fue un arquitecto de la rutina. Vió en cada oportunidad una ventana hacia la realización de sus ideas. Afortunadamente, en los últimos años de su vida pudo realizar algunas de ellas para beneficio de nuestra arquitectura y nuestra cultura.
Al día siguiente de la muerte de Jesús Tenreiro, Jorge me llamó para decirme que había tenido un sueño: conversaba con Ana la esposa de Jesús, en un lugar, dentro de una casa. Jesús de pronto aparecía y Jorge le invitaba a quedarse. Pero no pudo retenerlo, Jesús caminó hacia una escalera de caracol al fondo de la estancia y subió, dejándolos solos. Eso me lo contó con voz irregular desde su lecho de enfermo. Me conmovió no sólo la hermosa imagen sino que él mismo quisiera decírmelo. Creo que el sueño apuntaba hacia el deseo de comunicarse. A Jesús y a él, que no eran amigos cercanos, que tenían seguramente diferencias como las que yo mismo tuve con Jorge, los unía en el fondo un vínculo muy poderoso: el deseo de dar forma a una arquitectura auténtica, en el sentido de su relación con reflexiones personales y experiencias de muchos años y sobre todo de una lucha permanente con un medio que, teniendo todas las posibilidades, se manifiesta sin embargo con una sequedad y una rudeza hermética frente a todo lo que quiere hacerse más allá de lo simplemente expeditivo, de lo que se acepta como natural y de todos los días.
Se fue también Jorge por la escalera de caracol, lo seguiremos nosotros, no sabemos cuando. Mientras tanto lo recordamos así, inconforme, preocupado, exigente, preparado, capaz, con los atributos que aquí poco parecen significar. Pero habrá mejores tiempos.