ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro / 14 de Agosto 2008

He dedicado varias de estas páginas a hacer notar la diferencia que hay entre el éxito y el prestigio. Hasta qué punto el exitoso puede ser una persona muy poco prestigiosa y, a la inversa, la persona de prestigio no conocer el éxito…sino tal vez después de su muerte. La historia y la realidad inmediata están llenas de ejemplos y cada quien puede hacer el benéfico ejercicio de buscarlos. Comenzando por esa persona que con su ejemplo o alguna frase precisa dio un giro extraordinario a nuestras vidas y pocos saben de su existencia, versus cualquier conspicuo personaje que está en la boca de todos y sólo nos merece desprecio.

El asunto viene a cuento por la arquitectura de los Juegos Olímpicos. Me han bombardeado con un artículo del crítico español Luis Fernández Galiano en el cual se distancia de quienes han expresado críticas a los contratistas de un régimen no democrático. Culmina con la provocadora frase “¿Y si los mejores estuvieran construyendo para los mejores?”, refiriéndose a los grandes arquitectos que proyectaron las obras más emblemáticas.

En el artículo LFG hace algunas afirmaciones que sorprenden, si no fuera porque ya uno está acostumbrado a un cierto tipo de “planeo”, como dicen los franceses, de visión ultraliviana, por parte de los sectores cultivados de Europa, sobre la realidad mundial. Como la que podría llevar a justificar la represión en el Tibet a partir de un artículo aparecido en la tendenciosa revista de Ramonet “Le Monde Diplomatique¨. O la afirmación de que China ha venido realizando una “revolución pacífica”.

Pero hay un aspecto de mucho mayor relevancia y es el calificativo de “mejores”, que LFG parece asignar por igual a arquitectos como Paul Andreu (el de la Ópera), Herzog y De Meuron (del “nido de pájaros”) o Rem Koolhaas (la sede de la televisión china), además de Zaha Hadid, quien hace grandes trabajos en China y tiene a los antidemocráticos líderes del Golfo Pérsico como parte de su clientela.

Muy lejos estaré de restarle méritos personales a arquitectos como los mencionados en el sentido de su singular talento o su sorprendente capacidad de respuesta, pero no cabe duda que su arquitectura es muy desigual y en algunos casos realmente mediocre.

Respecto a Andreu, me basta con la ordinariez “moderna” del aeropuerto Charles de Gaulle de París para entender el “huevo” de Pekín. En cuanto al talentosísimo Koolhaas, pareciera empeñado en gestos estructurales que justifican por sí solos al edificio, un peso muerto heredado de la modernidad eufórica de principios del siglo veinte tan bien encarnada por el constructivismo ruso, pero sin el aliento y la pureza de entonces. Y Herzog y De Meuron, los mejores del grupo dicho sea de paso, de quienes admiramos sus primeras obras hasta llegar a hacer peregrinaje por ellas una vez en Basilea, guiado por un amigo alemán, dan la impresión de que asumen todo tema de arquitectura empaquetando el edificio en una piel. Lo cual han hecho muy bien, salvo que ésta es cada vez más costosa y desproporcionada. Su arquitectura evoca aquella frase de Luis Kahn sobre la señora encorsetada que es sobre todo apariencia.

Y no es que los edificios chinos no asombren y estén correctamente ejecutados, porque para eso están apoyados por toda la fuerza de un Estado con inmensos recursos y el milenario “saber hacer” chino. Tampoco que no hayan cumplido con su finalidad más aparente, suscitar la admiración generalizada. De lo que se trata es más bien de preguntarse si ese es el camino de una arquitectura que aspira a convertirse en patrimonio cultural y no en simple expresión de un Poder y un deseo de figuración.

Para responder a esa pregunta viene bien la mención que hace LFG a Albert Speer, el arquitecto de Hitler. Uno pudiera concluir, a partir de ella, que si Hitler no hubiera declarado la guerra y así impedido realizar su famoso Eje central de Berlín con el domo más grande del mundo culminando su perspectiva, probablemente hubiéramos podido disfrutar de una arquitectura en la que el tamaño, la grandiosidad y el deseo de impresionar, ya manifestados de modo preliminar en la Cancillería (que sí se logró construir), hubieran sido el plato fuerte de la discusión internacional sobre arquitectura. Hitler, es obvio, no era de los “mejores”, aunque nadie sea capaz de negar hoy que Speer era un arquitecto de excepcional talento.

Lo que pasa es que a mediados del siglo veinte era muy fácil saber cual era la arquitectura preferida de los regímenes de fuerza: la que se ha llamado ¨académica”, la heredera de la tradición Beaux Arts, o en todo caso, aquella que incorporaba elementos de cambio pero permanecía fiel a los símbolos de poder establecidos que venían de la historia. La arquitectura moderna, con su carga ética acerca de la optimización y la contención, su rechazo a la ornamentación, la convertían en anatema para cualquier dictador o dictadura. Además, los dictadores lo eran en fondo y forma. Hoy se revisten con apariencias, se adornan de los mismos trapos con los que se adorna la arquitectura: quieren ser políticamente correctos. Si lo sabremos los venezolanos.

La situación actual es pues mucho más confusa. Se ha querido desacreditar el contenido ético del Movimiento Moderno porque molesta y no va con estos tiempos de goce hedonista. He sostenido que en mucha de la arquitectura de éxito está disfrazada una nueva Academia. Y en los críticos podría recaer la responsabilidad de ubicar los falsos valores. Tanto dentro como fuera de la arquitectura. Aunque se quiera, y de hecho se ha querido a lo largo de la historia, separar al arte de la ética, está estrechamente unido a ella pero en un grado infinitamente superior al que separa a la humanidad entre buenos y malos. Preguntarse pues si se debe construir para ciertos clientes tiene sentido, y mucho. Tanto como tratar de saber cual es la arquitectura exitosa que no está fundada en un prestigio.

Se puede entender que cuando una oficina de arquitectura ha crecido a niveles planetarios, es necesario pagar las facturas. Crece y crece hasta vender tu alma…y de paso, perderás el control sobre lo que haces.

Rojos, rojitos...en Beijing.