ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro / 16 de Febrero 2009

1. En un país con una clase favorecida económicamente orientada hacia sí misma, sin sentirse comprometida con el mejoramiento del mundo físico que la rodea, escapando siempre hacia otras realidades. Con una clase media para la cual la condición urbana era desconocida, o lejana, para padres y abuelos. Con un sector de esa clase media descendiente de europeos que vinieron a hacer aquí lo que nunca hubieran podido hacer allá, para bien o para mal, y heredaron parte del desapego típico del que emigra. Y unas clases populares que viven arrimadas a la ciudad pero ajenas a sus beneficios, prolongadoras de hábitos rurales y en un alto porcentaje con raíces en zonas también rurales de países vecinos. En un escenario así, al que se suma la debilidad económica de un sector privado empequeñecido por un Estado rentista, las instituciones privadas son frágiles, carecen de autonomía, tienen una capacidad muy limitada para incidir en la promoción de una comprensión de nuestro medio urbano apoyada en valores culturales.

Es pues del sector público del cual podía esperarse una presencia activa, tenaz y regulada jurídicamente, en el proceso de convertir a la calidad de la arquitectura en un instrumento para el mejoramiento de la ciudad venezolana.

Nos quejábamos de que durante la llamada Cuarta República esa noción nunca formó parte de un proyecto político. Atribuíamos tal omisión al clientelismo, a la ausencia de una discusión seria sobre el fenómeno urbano y sus consecuencias en la dinámica social, a la ausencia de un liderazgo más lúcido, más moderno, más actual.

2. Pero ya van diez años de haber llegado al Poder gente (podría decirse un “movimiento”, porque eso fue en sus inicios) que quería cambiar las cosas y que sumó a su voluntad política muchos que parecían entender la relación indivisible entre arquitectura y ciudad. Entre calidad del edificio y calidad de su entorno. Arquitectos que hablaban sobre lo que debía hacerse llegan a lo más alto del poder público. Otros, de nivel funcionarial, han podido disfrutar de una bonanza petrolera que les ha permitido renovar oficinas, viajar con buenos viáticos, sentirse satisfechos de que al fin las cosas marcharán. Y además tienen acceso a los altos niveles de influencia, se sienten protagonistas, fundan instituciones o nuevos departamentos, rejuvenecen al calor de la adulación de la que son objeto. Otros desde sus oficinas privadas atesoran contratos, construyen edificios, son llamados para solucionar problemas. Se sienten vanguardia de la “acción arquitectónica del régimen”, han tenido la oportunidad de construir. No son unos Villanuevas, no tienen el nivel, pero piensan en él, que construía bajo dictaduras, y eso les sugiere que tienen razón. Y muchos, muchísimos, deciden guardarse sus pequeñas resistencias porque necesitan trabajo. Se incorporan a oficinas muy atareadas, reciben ingresos indispensables.

En esta especie de comunidad entre oportunidad y necesidad los más adictos a la ideología tienen una coartada: están haciendo una “revolución”, están trabajando por la organización del pueblo, construyen las bases de una economía diferente, novedosa, capaz de sustituir al perverso capitalismo. Se persigue construir un “proceso” guiado por un Líder capaz de sostener el Poder. Y para una revolución el Poder lo es todo. Poco importa que la nueva organización social se restrinja a grupitos inconexos. Que el capitalismo siga vivo y la economía dependa como nunca del rentismo petrolero. Que el “proceso” sea sobre todo una suma de oportunismos, una lucha entre lealtades que anulan las iniciativas. Que lo mine la ineficacia y que haya hecho de la corrupción una de sus características esenciales.

3. Atrás quedan entonces las expectativas nobles y desinteresadas. Los viejos modos de proceder se reeditan sin mucho rubor, las mismas exclusiones, la formación de mafias favorecidas a cambio de sujeción política. “Luchar por la ciudad y su arquitectura” se convierte en un lema vacío de viejos tiempos de mucha ingenuidad, alejados de las ”verdaderas condiciones de la acción publica”. Ninguno de los supuestos acerca de un cambio político y sus consecuencias para la ciudad y su arquitectura, para la comprensión integral del tema urbano, termina cumpliéndose: se impone la mecánica de un modo primitivo, inculto, del ejercicio del Poder. Se repite la historia del Cipriano Castro de hace más de cien años: “nuevos programas, nuevos hombres, nuevos procedimientos”. Pero ahora la revolución es Socialista, no Restauradora. Y en el fondo todo sigue igual.

La moraleja de esta historia no puede ser otra que despertar ante una realidad cultural sólida y despiadada: es la concepción misma del Poder Público la que dicta las conductas en un medio como el nuestro, Una concepción que termina debilitando, a veces de modo inevitable como ha sido el caso de estos diez años, toda ética de su ejercicio. Se llega al Poder sobre todo para sostener en el tiempo ese Poder. Lo demás es subsidiario.

Mientras no superemos esa concepción no habrá modo de superar nuestro atraso.

Y menos aún podremos comprender que la urbanización y todo lo que ella implica es un fenómeno moderno cuyas responsabilidades tienen que asumirse desde una mentalidad también moderna. Esa es la verdadera tarea política del momento actual venezolano: no hay que cantar revoluciones, hay que vivirlas como una modificación de un modo de pensar, como una renovación del entendimiento.

No sé si el Domingo pasado revelamos haberlo aprendido. Y si no, lo aprenderemos. Porque nos obliga el tiempo histórico.

La Medusa de Le Corbusier, lo luminoso y lo maligno en unidad, es una buena imagen del Poder y sus opciones.