ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro / 16 de Marzo 2009

Percibo ahora mejor ese lugar común que nos alerta sobre lo efímero y frágil de la vida personal. Han muerto seres cercanos, amigos o gentes que conocimos, que llenaban mucho espacio y ahora “son historia”. Sus mundos personales y sus legados pasan a ser interpretados, corregidos o aumentados según el caso.

Pensaba sobre eso en estos días con ocasión del ciclo de homenaje a cinco arquitectos recientemente desaparecidos: José Miguel Galia, Tomás Sanabria, Mario Breto, Jorge Rigamonti y Jesús Tenreiro, organizado por el Colegio de Arquitectos. Será difícil discurrir sin suavizar los juicios o pronunciar inexactitudes por falta de suficiente perspectiva, pero hay que intentarlo. Todo homenaje a una ausencia reciente puede ser sospechoso de alguna insinceridad o estimulador de palabras de ocasión, de elipses que esquivan al sujeto.

Puede uno, incluso, si conoció de cerca al que se fue y sabía algo de sus afectos y distancias, imaginar que se sonreiría ante ciertas aseveraciones, comparaciones o recursos retóricos ”al instante” como los que pueden surgir en tales ocasiones.

Los que viven, escribió C. G. Jung, se sienten en cierto modo triunfadores en relación al que partió. Esa condición suelta un poco la lengua. Los aludidos ya no pueden manifestar su desacuerdo ni quejarse por lo que alguien haya dicho, o “erizarse” a causa de alguna exageración. Entraron el mundo de la memoria de los que quedaron; “son historia” repito, y la historia pequeña o grande da para todo, se amolda a las circunstancias o se reviste de apariencias. Quien habla del que murió y de su legado nunca coincidirá con lo que el ausente hubiera dicho o le hubiera gustado que dijeran.

La tarea de valorar estas herencias se hace más difícil porque al mundo arquitectónico nuestro lo ha caracterizado la escasez de pensamiento crítico, de miradas comprometidas con la arquitectura expresadas en un pensamiento escrito que oriente debates o ayude a balancear los juicios. Para abrirle paso a los arquitectos y la arquitectura cuando los protagonistas viven; y cuando mueren a lo específico y permanente de su experiencia vital. Si bien es cierto que hubo una vanguardia crítica, por así decirlo, activa a fines de los sesenta del pasado siglo, se formó a partir de una perspectiva ideológica demasiado excluyente que la alejó de la realidad y la hizo incapaz de crear un patrimonio de ideas que impulsara a lo que no quería ser mediocre o formaba parte de mundillos protegidos, políticos o económicos. Y si hay ahora algunos que se han separado de cargas ideológicas y pueden ser más certeros, los afecta la ausencia de vehículos para expresarse y una indiferencia frente al debate que se ha hecho típica del estancamiento intelectual venezolano.

La escena es pues poco alentadora para que los homenajes se conviertan en reflexiones capaces de estimular a otros a pensar y sacar provecho de legados y memorias.

Cuando muere un escritor, así sea su obra modesta y poco apreciada, sus amigos escritores escribirán sobre él, tejerán semblanzas, narrarán anécdotas y allí estarán sus libros convirtiéndolo en resucitado con cada lectura. Cuando muere un pintor tal vez no se escriba demasiado porque sus amigos cercanos seguramente no son artífices de palabras; pero lo sobreviven los cuadros que haya sido capaz de producir.

Entre arquitectos, al menos en Venezuela, se escribe muy poco. Se tiende a practicar un silencio que se ha convertido en distintivo del gremio; como alguna vez dijera, precisamente, Jesús Tenreiro. Y forma parte de la escena el hecho de que los buenos arquitectos venezolanos, se ha dicho muchas veces, casi no construyen. No los sobreviven muchos edificios sino los pocos que lograron abrirse paso y cobrar forma en un medio indiferente al valor cultural de la arquitectura. El grueso de la arquitectura que se construye es comercial, sólo capaz de formar tejido urbano sin dejar ninguna huella adicional a su función utilitaria. Galia y Sanabria construyeron mucho, pero eran veinte años más viejos que Breto, Rigamonti o Tenreiro; pertenecían a momentos venezolanos más estimulantes.

Habrá pues para los que partieron, pocas piezas de prosa conmemorativa o testimonios verbales dignos de mención. Y si se producen, como ocurrió con las acertadas palabras de Manuel López, María Isabel Peña y Rafael Urbina el jueves pasado en la sesión sobre Jesús Tenreiro, pasarán desapercibidos para la gente en general. No existe un “Papel Arquitectónico” de divulgativa aparición semanal que le dedique una doble página o un número especial. Y las secciones “culturales” desdeñan a la arquitectura y la incluyen de modo desenfocado. Las pocas publicaciones especializadas que hay, o tienen obligaciones de rentabilidad que las rinden a lo inmediato, o dependen de instituciones que como nuestra Facultad de la UCV, está obligada por las prioridades de la burocracia académica y no por las de la cultura arquitectónica..

Hace unos días murió también Enrique Hernández, figura igualmente importante de la arquitectura venezolana. Hombre probo, pionero de una forma de concebir la arquitectura pública. Su legado exige también publicaciones y debates. Fue parte hace unos años de una polémica sobre la naturaleza de la profesión que sigue teniendo actualidad. Tuvo importantes iniciativas en el campo de la vivienda colectiva. Pero, es irónico, mucha de la gente joven apenas lo conoce hoy.

La conclusión en esta coyuntura no puede ser otra que unir fuerzas para que la arquitectura y el esfuerzo de los arquitectos tenga la repercusión que le corresponde. Es imprescindible crear un fondo editorial que ayude a convertir en patrimonio general huellas claves para nuestra cultura.

La Abadía Benedictina de Güigüe de Jesús Tenreiro