Oscar Tenreiro / 1 de Junio 2009
Oscar Niemeyer, quien en Diciembre de este año cumple 102 años, es sin duda una figura referencial en la historia de la arquitectura moderna. Cuando iniciábamos nuestros estudios, a mediados de la década del 50, sus edificios, que conocíamos sobre todo por el libro editado en EUA por Stamo Papadakis eran parte importante del repertorio de imágenes (o vivencias ) que sabemos hoy, más que entonces, que debe formar parte de esa especie de telón de fondo, de escena, que acompaña para bien o para mal a todo estudiante de arquitectura.
Niemeyer no sólo vino a Venezuela en 1955 a dar unas charlas, una de las cuales oímos atentamente en la Planta Baja del edificio de ingeniería donde funcionaba la Escuela de Arquitectura en la Ciudad Universitaria, sino a darle forma a una de sus imágenes arquitectónicas más poderosas: el Museo de Arte Moderno de Caracas. Se lo había encargado Inocente Palacios, urbanizador de Bello Monte y sus colinas, quien había reservado con ese fin un terreno inclinado en una zona aledaña a la “Concha Acústica”.
Entiendo, porque no la he visitado todavía, que la exposición en el Museo de Arte Contemporáneo, organizada por el Museo de Arquitectura y la curaduría de los arquitectos Domingo Alvarez y Carola Barrios, tiene como núcleo central ese proyecto caraqueño. Para realizar el cual Niemeyer se apoyó en un grupo de estudiantes de arquitectura o jovencísimos arquitectos de aquí, que dan interesantes testimonios sobre su paso como dibujantes, asistentes del brasileño. El Museo, con su forma de pirámide invertida que se abre hacia la luz, es un cuerpo puro que contrasta con las ondulaciones de la colina; y si siempre nos intrigó su viabilidad estructural, nunca hemos dejado de admirar esa chispa de inspiración que llevó a Oscar, como todos lo conocen en Brasil, a “parir” ese originalísimo modo de implantarse en un sitio problemático para expandirse con generosidad monumental.
Niemeyer y Brasilia.
Todo el mundo sabe que Brasilia es en cierto modo Niemeyer. Y cuando impulsado por la curiosidad y un deseo de ver por mí mismo, la visité en 1961 junto a mi esposa viajando desde Chile donde vivíamos, la Plaza de los Tres Poderes, centro del Poder Público Brasileño, me pareció un logro extraordinario de la nueva arquitectura. Escribí después para la Revista Punto que se editaba en mi Facultad un juvenil artículo que en forma un tanto torpe exponía mis impresiones arquitectónicas y mis dudas sobre la ciudad que mostraba los rigores de una inauguración apresurada. Hablaba de la admiración que me producía el dominio formal de Niemeyer, que logra que cada edificio se exprese en volúmenes simples (recordemos a Corbusier en sus escritos de los veinte) para los cuales el sitio es como una mesa o simple punto de apoyo; y a la vez me preguntaba si eran casi maquetas que ignoran la escala, el caminar, los tiempos de traslado a pie, asuntos por cierto que parecían secundarios en el modo de ver la arquitectura entonces y se manifestaban por doquier.
Hace unos cuatro años regresé. Pude conocer entonces ese hermosísimo edificio, joya de la arquitectura universal que es el palacio de Itamaratí a la vera de la explanada de los Ministerios. En la Plaza mi confusa admiración de juventud se atenuó hasta convertirse en algo más reflexivo con el discernimiento que puede esperarse cuarenta años después, pero no cambió mi percepción sobre el singular valor de ese sitio pese a que los nuevos edificios del mismo Niemeyer (el Museo dedicado a Tiradentes, precursor de la Independencia del Brasil, en la Plaza, o el Memorial a Kubitschek en otro de los ejes urbanos) me parecieron vacíos, como costosas escenografías que abrigaban un ambiente de pabellón de feria demasiado monocorde pese a su condición impactante. Ya había tenido unos años antes en São Paulo en el Memorial de América Latina terminado a fines de los ochenta, la sensación de descontrol que me produjeron las oscuras bóvedas y sobre todo el Auditorio, de apariencia casi vulgar. Todo orientado por acrobacias estructurales que si bien refinadas en su primera arquitectura ahora daban una impresión obscena. Antes me había parecido bizarra la justificación que el mismo Oscar me había dado en una entrevista personal en Rio, en 1991, acerca del pilar central de la rampa de acceso, en forma de mango de bastón.
Vivir demasiado.
La misma impresión me produjo el Museo de Niteroi en Rio, de interior más que anodino, pese a su atractiva presencia en el paisaje, que sin embargo suscitó comentarios entusiastas de parte de Luigi Snozzi arquitecto suizo ultra racionalista, expresados en conversación de café. Comentario que se explica porque Niemeyer es sin duda alguna un arquitecto excepcional y sus edificios, aún golpeados por el amaneramiento y arranques de humor, tienen siempre virtudes en términos de proporción, de relación entre sus elementos, de elegancia, de genio en suma, que terminan dejando huella.
Me parece evidente también que Niemeyer ha exagerado su presencia. Uno puede esperar de alguien de edad tan avanzada un poco más de discreción para evitar los traspiés propios de la senectud. Que los ha dado. Y no sólo en su arquitectura que muestra signos de aridez sino en sus explosiones de militancia comunista y sus elogios a la fuerza dictatorial opresora del hombre revestida de lugares comunes. Que son, según me informan, los que nuestra revolucioncita hace esfuerzos por destacar en la exposición; y con toda probabilidad fueron los que llevaron a programarla. Porque un Museo de Arquitectura que tuvo el cinismo de elevar a categoría museística los abominables módulos de Barrio Adentro está obligado a despreciar la Arquitectura en nombre de la propaganda política.