Oscar Tenreiro / 8 de Junio de 2009
Tuve mi primera noticia de Peter Zumthor (1943) el arquitecto suizo recientemente galardonado con el Premio Pritzker, hace algo más de diez años, cuando en un encuentro entre arquitectos en Santander, España, pude ver unas fotografías de las Termas de Vals, la obra que le dio fama, terminada en 1997. Los detalles constructivos, el manejo de la luz y de los materiales, la ubicación soterrada que oculta el volumen construido en la topografía dejando el techo como un prado verde que se integra visualmente con las lejanas montañas, el rigor de la factura, todo ello me produjo una viva impresión.
Esa fama sin embargo no llegó a él a través de los grandes circuitos editoriales sino por caminos más modestos que se iniciaron con ese encargo, hecho con toda conciencia por la comunidad local, que le fijó cuidadosos requisitos sobre implantación, sobre la relación con los hoteles existentes y las antiguas fuentes de aguas termales. Y tuvieron el importantísimo soporte de la fruición suiza por la perfección que actuó sin duda como garantía de una ejecución impecable. El resultado, luego de tres años de trabajos, despertó la casi instantánea admiración entre sus colegas y muchos jóvenes arquitectos suizos y europeos que lo fueron convirtiendo en sitio de peregrinación ya desde fines de los años noventa. Una vez ganado ese prestigio más o menos silencioso, fuera de las grandes vitrinas del Star System, Zumthor fue estableciéndose como importante referencia de un modo de ver la arquitectura que algunos llaman, buscando etiquetas, minimalista, pero que prefiero calificar como reflexivo en el sentido de profundizar herencias basadas en una suerte de moral, de ética unida a la contención, a la mesura, a la búsqueda en los fundamentos del arte de construir, del perfeccionamiento de técnicas básicas, de la presencia del hombre como sujeto de la arquitectura, más allá del efecto tecnológico de la gran escala, de la acrobacia que domina en mucha de la arquitectura que se celebra hoy.
No he tenido la oportunidad de estar en ninguna de sus obras, pero lo que conozco de ella me produce una admiración análoga a la que experimenté cuando hace quince años un amigo alemán me llevó en Basilea a hacer un recorrido por las primeras obras de Herzog y De Meuron los arquitectos suizos que en ese entonces comenzaban a ser objeto del interés general. En una de ellas, un pequeño conjunto de viviendas con estructura de madera, nos topamos con unos estudiantes que, como nosotros, atendían a la curiosidad por conocer una arquitectura que ya suscitaba comentarios. Ese hecho me hizo claro que por debajo de la publicidad y el consumo masivo de imágenes había una corriente entre gentes del oficio que, prescindiendo del aplauso en tono mayor, buscaba el valor derivado del dominio de la disciplina y el desarrollo de una aproximación fresca a la tarea de construir.
Y no es que siga pensando lo mismo de la pareja de suizos, que hoy me parecen ahogados por un éxito desmesurado que los ha hecho caer en el amaneramiento, sino porque “descubro” que a pesar de todo en el mundo de hoy, de información globalizada, el prestigio puede irse extendiendo independientemente del éxito hasta hacer reflexionar a quienes en un momento dado señalan valores, como el jurado de un gran premio.
Pero hay otro aspecto que es necesario destacar. Un arquitecto como Zumthor, con poca obra construida, es el resultado de una cultura arquitectónica, la suiza, que se afirma sin complejo alguno frente a los preferencias de la moda internacional, que ahonda en sus propios motivos, que se hace fuerte a partir de sus convicciones. Su trabajo está en línea directa con una evolución rigurosa de las mejores herencias de la modernidad. Si en tiempos tempranos, en los ochenta, recibió influencias de Luis Kahn, su desarrollo ulterior sigue sendas independientes de las tentaciones del mundo mediático. Su obra, si se me permite una generalización, es un producto específicamente suizo, que me hace evocar la reciendumbre de arquitectos de los cincuenta y los sesenta del pasado siglo que fueron capaces, por ejemplo, de realizar experiencias admirables de vivienda derivadas de las búsquedas modernas en tejido cerrado de baja densidad como la famosa Siedlung Halen del Atelier 5, justamente cerca de Basilea, la ciudad de Zumthor.
En ese terreno un país como Suiza puede darnos una lección básica, sobre todo a los más jóvenes a quienes siempre les recuerdo que es a partir de nuestra propia tradición, si bien escasa, si bien golpeada por tantas carencias, si bien ignorada de un modo flagrante por quienes han detentado el poder económico y el poder político, desde donde puede irse creando una cultura arquitectónica sólida. No amaestrada por corrientes más o menos exitosas que circulan por el mundo, no abobada en la contemplación de los grandes gestos del mundo opulento y poderoso, sino más auténtica, más cercana a las realidades que nos condicionan, alimentada por el ejercicio de prueba y error. Errático sin duda porque nos lo impone una realidad difícil y contradictoria, pero que para bien y para mal nos condiciona, nos define, nos moldea.
Y estamos seguros que no saldrá de aquí una arquitectura “a lo Zumthor”. Pero su ejemplo nos recuerda que si lo que hacemos resulta de la asimilación de nuestra incómoda circunstancia junto a lo que hemos recibido de los que se han ido, de lo que ha sido nuestra experiencia de construir, podremos plantarnos con seguridad y rigor frente a la diversidad del mundo afirmando un modo singular unos logros que siendo muy nuestros trascenderán fuera de nosotros. Esa es la verdadera identidad. Lo demás son palabras huecas.