Oscar Tenreiro / 13 de Julio 2009
Este deambular por el legado de Oscar Niemeyer lo lleva a uno a la cultura brasileña. Y dentro de ella la arquitectura como expresión aceptada, promovida e integrada a una suerte de “ser” nacional. Porque ese trayecto del hombre centenario y excepcional es también el trayecto de una cultura.
Para comprobar lo dicho basta referirse a Lucio Costa (1902-1998) como figura tutelar, personaje callado, tranquilo y enormemente agudo, que fue no sólo gestor del proceso de abrir a Brasil hacia la arquitectura moderna, sino que actuó como compañero de ruta que deja en manos de aquel a quien acompaña la palabra principal cuando corresponde, como es el caso de Niemeyer, o como vínculo instrumental gracias a su papel de consejero y referencia.
Y el libro que publicó Maria Elisa su hija, arquitecta y mujer de gran cultura, poco después de su muerte, escrito y organizado casi enteramente por él mismo, ayuda no sólo a situar su contribución al pensamiento sobre arquitectura, sino la amplitud de sus intereses, su relación con el mundo brasileño que elabora ideas, que debate, que discurre, que produce; informa sobre su obra de arquitecto-diseñador y constructor, modesta podría decirse pero marcada por una fe rigurosa en los postulados de la modernidad que cultivó activamente, acompañada de una búsqueda en el legado de la sombra, los corredores, la tranquilidad heredada de la arquitectura colonial, búsquedas que interrumpió en un momento dado para entregarse mejor a su papel de mediación e intercesión.
La totalidad de una vida.
En sus páginas se incluyen sus numerosos escritos, casi todos destinados a razonar para impulsar decisiones del sector político o ayudar a tomar conciencia de los valores de la arquitectura y sus consecuencias urbanas. Otros, muchos, de carácter personal, escritos con estilo conciso y hermoso. Y muchas referencias a su vida familiar, a la herencia espiritual de sus padres, Joaquín y Alina, él ingeniero naval; sus hijas Helena y Maria Elisa. Y como presencia permanente la relación con Le Corbusier, estrecha y reflexiva, de la cual tuve una muestra inesperada al leer muchos años atrás, en la Fundación LC, una carta personal donde relata de un modo que me conmovió hasta las lágrimas la muerte de Leleta, su esposa y entrañable compañera, en un accidente de automóvil que marcó su vida. Relación que lo llevó, estaba casualmente en Francia en ese momento, a trasladarse con Charlotte Perriand hasta Roquebrunne-Cap Martin, a buscar el cadáver de Corbu para trasladarlo hasta París pernoctando a medio camino en una celda del convento de La Tourette. El título del libro subraya lo que su autor quiso de él, mostrar no sólo su obra sino el mundo de sus intereses, su espacio intelectual y afectivo, que es en definitiva lo que hace a un hombre: “Lucio Costa, registro de una vivencia”.
Y por supuesto que en el libro hay documentos sobre Brasilia. Está la Memoria Descriptiva con la que acompañó su propuesta en el concurso para el Plan Maestro. Si una vez hace casi cincuenta años ese texto despertó en mí una gran admiración, hoy sigue siendo una muestra de esa especie de chispa, de toque de “genio” en el sentido de Robert Graves (saltar más allá de lo inmediato, de lo predecible) que es el principio organizativo de esa extraordinaria ciudad. En él se capta el concepto básico de lo que es la ciudad, de su “ser” en el sentido más amplio del término, más allá de las simples aplicaciones de técnicas de vialidad o transporte, de especulaciones económicas, de tecnicismos que esquivan la cuestión central: una ciudad es hoy y será siempre una propuesta de construcción dentro de un orden.
Respeto y reflexión desde el Poder.
He dicho ya demasiado que en la presencia de Lucio Costa, en el respeto que le tuvo el Poder Político, en su labor de intermediario, está la clave de que Brasilia sea una realidad indiscutible, más allá de reservas o preguntas. Pero Lucio no es una casualidad. Lucio se hizo y realizó en una sociedad que lo respetó y le abrió su alma. No sin luchas desde luego, pero se impuso el respeto a un punto de vista, a una forma de ver el mundo que marcó un punto alto, muy alto. Eso no es poca cosa. Por cosas como ésta y por otras muchas que viven en mi intimidad, he admirado siempre a ese país y lo que representa.
Y dejo para terminar esta reflexión:
¿Qué hace que en un país se le encargue la construcción de la Residencia Presidencial a su más grande arquitecto vivo, dándole total libertad porque se trata de un lugar modélico, singular, que es de todos y sobre todo de una cultura? Y por el contrario ¿Cuál mecanismo hace que en un lugar del mundo muy cercano al anterior se entregue una tarea similar a un arquitecto allegado o amigo “del partido” de gobierno, en busca de un “neo colonial” de buenas maneras, con corredores y jardines de cierto tono, sin repercusión cultural alguna? Buena pregunta para todos nosotros, en este país cruzado por la mezquindad.
El libro de Lucio incluye como separata una carta que con ocasión de su cumpleaños 95 le escribió el Presidente de Brasil Fernando Enrique Cardoso en 1997, que incluye estas frases: “Usted sabe de mi admiración por su obra y por su contribución singular al desarrollo en el Brasil de un pensamiento y una práctica arquitectónica y urbanística”…“usted está entre aquellos que, en este siglo, contribuyeron a inventar y construir un Brasil que se hace moderno sin dejar de ser brasileño”…Manifestaciones así desde el Poder, sinceras y respetuosas, conocedoras de la persona, contribuyen a formar una tradición y hacen grande a una sociedad. Ayudan a responder las dos preguntas anteriores. Porque Lucio, efectivamente, construyó un modo de pensar que abrió puertas a una cultura.