ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro / 17 de Agosto 2009

El Director de este diario tituló su Editorial de hace unos días “¿Y la escuela?” para hacer notar que en el texto de la ley ignoraba ese punto clave del proceso educativo que es la escuela. Yo quiero recoger su preocupación para decir que no puede haber escuela nueva, promotora de una educación mejor en el sentido pedagógico, si no hay escuela nueva, cobijo digno del proceso educativo, en el sentido del edificio que la alberga. La renovación de la escuela como edificio es hija de las preocupaciones pedagógicas, particularmente desde de los tiempos en que la modernidad arquitectónica establece un relación indivisible entre el edificio y su finalidad. La sociedad moderna está obligada a hacer de la escuela un ámbito físico favorable a la concentración intelectual, al intercambio, a la interacción con los otros. patrimonio construido de las comunidades a las que sirve.

He insistido muchas veces en esto. Y en esa misma línea de pensamiento he recordado una y otra vez que los deseos de modernización de una Venezuela que iniciaba la consolidación de sus impulsos democráticos a partir de la muerte de Gómez, se expresaron en las edificaciones educacionales de extraordinario nivel construidas en los inmediatos años posteriores, a la vez que he hecho notar un hecho bien conocido por mi mundo profesional, que la democracia populista del último medio siglo decidió enterrar esa tradición usando toda clase de excusas “ideològicas”.

Nuevos Modelos.

Nuestro Carlos Raúl Villanueva (1900-1975) mostró con orgullo la escuela Gran Colombia, construida en 1939, en el libro que en vida publicó, a la vez que silenciaba mucha de su obra anterior a esos años, consciente de que había sido en edificios como éste que se había iniciado en el lenguaje moderno. Y en esa misma línea de reconocimiento de una tradición que comenzaba he mencionado con frecuencia al Liceo de Capacho, en el Táchira, aún activo en el estupendo edificio proyectado por Luis Malaussena (1900-1963) siguiendo los principios de la sede de la demolida Escuela Normal Miguel Antonio Caro de Caracas.

Fue un tiempo menos cargado con los lugares comunes del populismo (cantidad por sobre calidad, urgencias vs. permanencia de la obra, ansiedad por actuar opuesta a la acción meditada, reducción de los problemas en nombre de la solución rápida, menosprecio del significado simbólico de la arquitectura pública, etc.) en el que se entendió que el Estado debía fijar un nivel de calidad en el edificio escolar asociado al deseo de superación de una sociedad. Esa actitud siguió viva hasta fines de los setenta, cuando se inició el camino hacia la degradación actual de escuelas en elementalísimos edificios “tipo”, sin espacios intermedios (sombra, esparcimiento protegido), de muy bajo confort climático o acústico, sin diálogo con la ciudad, desechables.

La insistencia de orientar la acción de FEDE, el organismo del Estado fundado en 1976 para hacerse cargo de la Infraestructura Educacional del país, hacia la búsqueda de sistemas constructivos prefabricados que en fin de cuentas establecieron una conexión demasiado estrecha con las empresas dueñas de sistemas sacando de la ecuación productiva a la innovación arquitectónica, convirtió a la institución en gestora de sistemas constructivos ajena a la búsqueda arquitectónica como clave para el mejoramiento de la escuela. Su inoperancia la redujo a lo que es hoy, un organismo normativo sin dirección precisa, a medias administrador, a medias constructor pero sobre todo irrelevante ante el drama escolar nuestro.

La Ley como manipulación.

Si volvemos a la Ley de Educación, no sólo su articulado es muestra de atraso ideológico, sino que al estar separada de la intención de asumir el problema de la escuela como edificio (porque la Ley podría ser parte de un plan amplio y ambicioso), revela, de nuevo, la pobreza de miras de este régimen y sobre todo de su máximo Conductor. Ni a Su Majestad ni a su Corte le interesa producir escuelas dignas capaces de constituirse en justa compensación de las precariedades del barrio o de la ciudad deteriorada, porque insisten en seguir erigiendo el castillo de naipes de una “revolución” a base de palabras, de órdenes sin seguimiento ni control y del ensamblaje de un entramado jurídico “socialista” que es un parapeto propagandístico destructivo y falaz.

Ese menosprecio hacia la obra construida, privilegiando las normas represivas (que no otra cosa es la Ley que se propone), es la prueba de que esta década no ha sido de avance, de que el estancamiento que veníamos viviendo ha sido prolongado y aumentado. Pensar que se va a modificar positivamente la educación de este país teniendo, lo he dicho otras veces, las peores escuelas de Latinoamérica, es una falta de perspectiva, es una ausencia de lucidez, es una prueba de torpeza. En el contexto venezolano rescatar a la escuela como ámbito físico privilegiado tiene que ser punto central de cualquier reforma educativa. Convertir a la escuela en tema de la arquitectura será un objetivo para el país que deberá superar el punto muerto en el que estamos.

La modernización de Venezuela pasa por el reconocimiento de la importancia del saber profesional y técnico por encima de la simplificación política. Ese ha sido por cierto el estigma más grave de la arquitectura y los arquitectos venezolanos en dos temas colectivos por excelencia: la educación y la vivienda. En ambos casos la falsa precedencia de los “sistemas” respecto al problema arquitectónico concreto, del anonimato de la repetición de lo mediocre antes que el reconocimiento de lo específico, son resabios de la ideología marxista de los sesenta, acogidos e integrados a la mala conciencia del populismo.

Dar clases en un bar prestado, a treinta kilómetros de Caracas. Un logro revolucionario para la educación venezolana.