Por Oscar Tenreiro / 11 de Enero 2010
Hace poco leía que en Nueva York-Manhattan se están empezando a ofrecer terrazas-jardín construidas en los techos planos de los edificios como una prestación novedosa que aparte de suplir las necesidades de áreas verdes comunitarias, contribuye a frenar el escurrimiento de las aguas de lluvia, mejora el comportamiento térmico de los techos y hace amable la fachada hacia el cielo, de la cual se olvidan con demasiada frecuencia los promotores inmobiliarios.
Lo leí en la sección de negocios del New York Times y no en la de arte o arquitectura y eso lo dice todo. Porque el tema del techo-jardín se viene tratando entre arquitectos desde hace casi un siglo como referencia que manejamos “hacia adentro”, es decir, contando con una cierta incomprensión del público, que lo considera una exigencia impulsada por la deformación profesional. O sea que casi cien años después de que Le Corbusier incluyó el techo-jardín como uno de los Cinco Puntos para una Nueva Arquitectura, el “mundo de los negocios” decide aceptarlo. Y la razón de esta repentina lucidez está por un lado en la crisis inmobiliaria que obliga a crear incentivos; pero también en el despertar de la conciencia de que construir lleva consigo un compromiso con el medio natural. Una idea que se trata de inculcar y promover en el estudiante de arquitectura desde los ya remotos tiempos de la primera modernidad y que era vista desde fuera como un moralismo prescindible. Una “habladera de paja” para decirlo con el venezolanismo en boga.
Y tal vez, con la superación de la crisis el asunto se olvide de nuevo, como ocurrió en tiempos del embargo petrolero de los setenta, que hizo regresar el motor de seis cilindros y el carro compacto en EUA para que al poco tiempo, cuando Reagan tenía “arrodillados” a los productores de petróleo, tanto motores como vehículos empezaran de nuevo a crecer.
Racionalidad y Aceptación.
El que los principios arquitectónicos basados en una irrefutable racionalidad sólo sean aceptados cuando interesan como negocio refuerza lo obvio: que la arquitectura mantiene siempre una dependencia con lo rentable, bien sea en estrictos términos económicos o en términos de Poder. Y en ese preciso sentido, no es tanto la racionalidad lo que interesa al Poder sino lo que le sirve a sus fines, particularmente si hay excedentes económicos o de Poder puro y simple que lo justifiquen. Me explico: si hay dinero sobrante o si hay poder político sin contrapesos la racionalidad de la arquitectura puede pasar a un segundo término.
Es lo que ha ocurrido con la arquitectura de la opulencia en las décadas recientes o como ha pasado en toda la historia con los regímenes dictatoriales.
Tomemos por ejemplo la moda que se expande desde hace dos décadas de torcer los edificios como si el ángulo recto no importara, de hacerle caras bizarras que recuerdan a las que nos asustaban o divertían en algunos cuentos infantiles. O la de convertirlos en suma de acrobacias tecnológicas tensiles con mucho acero inoxidable. O vestirlos, recubrirlos de un envoltorio que ayuda a disimular protuberancias, irregularidades, accidentes, particularidades estructurales, para convertirlos en objetos a recortar. Hay dinero de sobra y se hace todo eso para aparentar novedad. En tiempos opulentos los edificios se disfrazan porque lo dictan las interpretaciones del “efecto Bilbao” impulsadas por la inercia del dinero sobrante .
Del mismo modo el estalinismo llenó la URSS de edificios con el aspecto de tortas de matrimonio con esculturas y cariátides en tiempos de nacimiento de la arquitectura moderna, porque el poder dictatorial lo impuso. Y Hitler revivió la visión académica, los espacios procesionales para intimidar a visitantes, los domos que se comparaban con San Pedro. Tanto en alto capitalismo como en bajo totalitarismo la “sostenibilidad” de la arquitectura la concede el Poder.
Sostenibilidad.
Pero la sostenibilidad es también marketing. He visto reportajes recientes sobre “arquitecturas sostenibles” de relumbrón que elogian la capacidad de adaptación a los tiempos de esos cotizados arquitectos; pero el texto y las arquitecturas que lo acompañan producen una sonrisa escéptica. ¿Sostenibles por quién? ¿Por economías capaces de costear los sofisticados medios técnicos que soportan la “sostenibilidad”? ¿Serían sostenibles no digo ya en nuestro Tercer Mundo sino en provincias del Primero alejadas de los centros de poder? ¿De qué sostenibilidad se habla, la de la Torre de Dubai enchufada al petróleo o la del Capitolio de Chandigarh (Le Corbusier) con medio siglo de construido y en funcionamiento pleno en una región pobre de la India, capaz aún de suscitar la admiración de los jóvenes como la que me trasmitió la semana pasada un arquitecto gallego que acababa de visitarlo?
Un edificio debe ser “sostenible” en cualquier parte del planeta. Toda buena arquitectura, eso se ha dicho insistentemente, es sostenible. La sostenibilidad no es un atributo que se agrega, es parte de la concepción de la arquitectura.
Nuestra Venezuela, también bañada en excedentes petroleros, no produce, como Dubai, una torre desproporcionada en medio del desierto pero sí un monumento análogo, no arquitectónico, cuyo andamiaje institucional, político y económico deriva de un desierto ideológico también hecho fértil a base de dólares. Lo irracional no está aquí en la arquitectura sino en el Poder que le permitiría existir. No hay ninguna posible arquitectura de alcances colectivos, vinculada a un proceso de avance social que pueda ser promovida por un contexto así. Tendrá que darle forma lo que queramos que sustituya a ese andamiaje: una democracia real que abra paso a la racionalidad. Eso será lo sostenible.