Oscar Tenreiro / 8 Febrero 2010
Mientras él y otros se dedicaban a salvar el país conspirando y haciendo juramentos ante un samán totémico había gente aquí que en escuelas, liceos y universidades estudiaba, se abría al conocimiento. Pero eso no tiene importancia para el Gran Personaje que ayer no más se sentía muy cómodo hablando de sus días de cervecitas y conciliábulos rurales preparando su Gran Misión. Lo oí por radio, fue muy corto porque ya no aguanto tanta repetición de anécdotas endulzadas, poco después del anuncio de que un esbirro cubano se encargará de dirigir la solución del problema eléctrico venezolano.
Ese contraste muestra a las claras el dilema que se nos presenta hoy a todos nosotros. Decidir entre seguir apegados a una cultura de la conspiración como medio legítimo, alimentada por el mito de la salvación por el asalto al poder, avivado por el aislamiento cultural, afincado en una ignorancia que se resiste a bajar la cabeza, y, lo peor, la revancha de una visión ideológica derrotada, o apostar por una civilidad democrática asociada al conocimiento.
Ya hemos transitado todos los caminos. Tanto el militarismo atávico, autoritario y simplista, como el que quiere renovarse la cara con el desencanto ideológico posmoderno, han arruinado toda esperanza. Y la pequeñez política que le sirvió de trampolín basada en disminuir al adversario y el imperativo del beneficio personal que ocultaba los problemas, ha sido declarada culpable sin apelación. Y las últimas ocurrencias del dueño de nuestra opinión pública terminan por gritar en todas las direcciones que hemos llegado al fondo de esta locura y que se impone saltar por encima de sus despojos, aún problemáticos, aún ponzoñosos como la cabeza de una serpiente recién decapitada.
Celebrar el fracaso.
Y ante la celebración hecha en estos días del Golpe de Estado que ungió al salvador de la patria, me planteo de nuevo una pregunta: ¿Cómo explicar que pese a este fracaso haya colegas que merecieron crédito (mezclado con admiración) que se mantienen silentes y pasivos?
Porque en once años de Poder no hay nada hay que señale un avance real.
Si exceptuamos el caso de Henry Falcón en Lara, que se debate entre seguir al Comandante y responder a su conciencia, no hay un sólo Alcalde o Gobernador oficialista que muestre compromiso serio con la cuestión urbana. La ideología «revolucionaria» excluye comprender la ciudad moderna (¿?). La Alcaldía de Caracas, luego de diez años, descubrió que había que atacar con seriedad el problema de la invasión del espacio público por la economía informal. Y no hablemos (ni sus amigos hablan ya de él) de la disparatada gestión del expropiador de campos de golf.
Nada importante en las zonas marginales de todo el país, lo he dicho muchas veces. A once años de revolución no hay una tesis seria sobre rescate del espacio público en la ciudad informal. Y en el campo de la vivienda, si se han construido unidades de mejor calidad respecto a los bajos niveles del pasado, son escasísimas en comparación con los recursos disponibles y no hay un sólo ejemplo que se comprometa en la formación de ciudad. Se le ha dado responsabilidad en el tema a militares incapaces, hasta llegar al ominoso zar actual, enriquecido seguidor de órdenes superiores.
¿Y en manos de quien ha estado la arquitectura pública? De seguidores del Poder o de personajes pasivos y oportunistas. Y los más notorios se vistieron de revolucionarios intransigentes para lograr construir dos o tres edificios aceptables y tener muchos contratos.
Un llamado ingenuo.
¿Para eso era que se quería el Poder? ¿Para inventar una ideología de la destrucción («de las cenizas la vida») basada en lecturas incompletas? ¿Incoherente y dependiente de un Iluminado que impone sumisión, apoyado en radicales con un «sentido de misión» religioso y las conveniencias de un país vecino, represivo e improductivo?
Si se le daba importancia a la tarea de ganar espacio público, carencia terrible de todas las ciudades venezolanas. Si se aspiraba a mejorar la ciudad informal y librarla del acoso de la delincuencia del malandro «de punto», promover los valores de la arquitectura como instrumento mejorador de su entorno, de la arquitectura pública de calidad como compensadora de las carencias de un ámbito privado escaso. Si se querían hacer cárceles humanas y dotar a nuestros niños y adolescentes de mejores escuelas y liceos, si se consideraba que el sistema primario de salud podía ser un reto para nuestra disciplina. Si se hablaba de reducir el impacto automotor, mejorar los tiempos de traslado al trabajo, evitarle al pueblo el calvario de un transporte público ineficaz. Si se creía que los valores de la arquitectura son valores de todos y su principal divulgador en una sociedad como la nuestra debía ser el Estado. Y en una arquitectura pública de las Instituciones a cargo de los más meritorios, patrimonial. Si se creía en todo eso ¿no es tiempo ya de reconocer lo poquísimo que se ha hecho? ¿Que el esfuerzo de conservar el Poder y complacer al que manda destruye iniciativas, desgasta, promueve la incoherencia? ¿Que la tensión política actual es un obstáculo insuperable? Se los pide, no el Imperio, como decía hace tres noches una subvencionada «documentalista¨ del 27 de Febrero, sino un sector importantísimo de la sociedad, muchos que fueron compañeros, amigos, gentes a las que una vez respetaron y tal vez admiraron. Se los piden familias divididas artificialmente.
¡Y son once años por Dios, once años! Hay que repetirlo.
Este es un llamado ingenuo pero hay que hacerlo, rectificar siempre es posible. Invitan a hacerlo las alarmas que la vida nos presenta. La insólita designación de un burócrata represivo dirigiendo la recuperación de nuestro sistema eléctrico es una más.